El
crimen fue en Dallas, hace cincuenta años/Javier Rupérez, miembro correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
ABC
|22 de noviembre de 2013
Pareciera
como si el tiempo se hubiera detenido: ha pasado medio siglo desde que John
Fitzgerald Kennedy, el 35 presidente de los Estados Unidos, fuera asesinado en
Dallas, y el interés que despierta su figura y los nunca bien aclarados
extremos de las circunstancias que rodearon su muerte se manifiestan en una
abrumadora muestra de libros, películas, series de televisión y toda suerte de
formatos visuales y auditivos. Como si hubiera sido ayer. Como si nada hubiera
ocurrido entretanto. Y la mística redentora kennedyana, la del héroe sin mácula
que vino a este mundo para establecer una atmósfera definitiva de paz y
concordia antes de ser vilmente muerto por la oscura conspiración de los malos
de esta Tierra, pervive casi en su integridad. No hay presidente de los Estados
Unidos que no quiera situarse bajo el legado del joven e inacabado predecesor.
No hay americano que no escrudiñe con atención quién y cuándo, proviniendo de
la famosa y tumultuosa familia, podría reclamar la antorcha del fallecido en
tan trágicas condiciones. No hay medianamente ilustrado ciudadano del mundo que
no sepa repetir aquello de «no te preguntes lo que tu país puede hacer por ti,
pregúntate qué puedes hacer tú por tu país». Y no hay persona que, contando con
la edad suficiente, no sepa recordar con exactitud dónde se encontraba en el
momento de conocer la terrible noticia y en qué hombro derramó las
incontenibles lágrimas de desesperación que la pérdida del prometedor político
le hizo derramar.
Se
rodeó de un excelente equipo de colaboradores –los «mejores y más
inteligentes», que diría David Halberstam–, pero no siempre recibió de ellos
los consejos adecuados y, en la práctica, lo que algunos entonces o más tarde
estimaron iban a ser las líneas definitorias de su presidencia se quedaron en
simples diseños. Muchos creen saber que en el segundo mandato cuatrienal –y en
Dallas estaba iniciando la campaña electoral– hubiera retirado las tropas
americanas de Vietnam, pero en la práctica fue bajo su primer mandato cuando
empezaron a proliferar en la península asiática los «asesores» militares
enviados por Washington. Llegó a la Casa Blanca sin un claro programa de
integración racial, que solo empezó a desarrollarse tras la marcha por los derechos
civi l esque Martin Luther King J r. había organizado en Washington en agosto
del año 1963, pocas semanas antes del magnicidio. Habría de ser su sucesor,
Lyndon B. Johnson, el que realmente pusiera en marcha el programa más ambicioso
de integración racial desde los tiempos de Lincoln y su abolición de la
esclavitud. Pero, qué duda cabe, supo combinar unas ciertas aproximaciones al
deshielo con la URSS al tiempo que mantenía con firmeza la confrontación frente
al expansionismo comunista en Berlín. ¿Quién no ha evocado alguna vez el «Ich
bin ein Berliner» pronunciado gallardamente ante el infame muro y enfrente de
la Puerta de Brandemburgo? Hace todavía pocos meses Barack Obama intentó la
misma faena en parecido lugar y los resultados quedaron muy lejos de la versión
original.
Ycincuenta
años de investigación y progresiva transparencia han propinado un duro golpe a
la inmaculada imagen del que fuera primer, y hasta ahora único, presidente
católico de los Estados Unidos. Aquejado de una sexualidad compulsiva,
convirtió la Casa Blanca en un abigarrado y atiborrado «picadero» que haría
parecer las andanzas de Bill Clinton con la becaria Mónica Lewinsky como juegos
adolescentes de jovencitos en celo. Por no mencionar los confusos orígenes de
la fortuna familiar, las proclividades proalemanas del padre del presidente,
Joseph P. Kennedy, en sus tiempos como embajador en Londres (1938-1940), o las
relaciones del futuro presidente con una danesa de la que el FBI temiera fuera
agente nazi (1941-42). Cualquiera de esos elementos, traducido en referencias
contemporáneas, habría supuesto hoy obstáculo insalvable en el camino hacia la
Casa Blanca.
Pero
el misterio y la brutalidad de su muerte dieron consistencia marmórea al mito.
Nunca sabremos exactamente quién estuvo detrás de Lee Har vey Oswald, porque ni
la familia –empeñada en evitar que la verdadera y deteriorada condición física
del presidente saliera a la luz–, ni el «establishment» –preocupado por evitar
que una supuesta implicación de los cubanos y de los soviéticos en el asesinato
pudiera conducir a una conflagración generalizada–, ni Lyndon B. Johnson
–deseoso de evitar las salpicaduras de la investigación en la campaña electoral
de 1964– querían otra cosa que no fuera un rápido y lineal carpetazo al tema.
Eso es lo que hizo la Comisión Warren.
Poco
importa. Porque Kennedy y su corte de «Camelot» fueron lo que las gentes del
común quisieron ver en ellos: la encarnación de un mundo bello donde primaban
la justicia y la razón. De esa materia están zurcidos los sueños.
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