El
gran teatro de la Cultura/Fernando R. Lafuente, director de ABC CULTURAL.
ABC
| 14 de abril de 2014
¿Quién
decide hoy lo que es cultura y lo que no? Más aún, vaga por ahí otra de las
premisas actuales: no cabe hablar de valores superiores o inferiores. Un par de
botas de diseño vale tanto como la obra completa de Shakespeare, ocurrencia que
ya Alain Finkelkraut advirtiera como nuevo lugar común en la década de los años
ochenta del siglo pasado. En el fondo del asunto latía el paulatino ascenso del
relativismo cultural, animado por los Cultural Studies. Ascenso que provocaría
la reacción ante el desmoronamiento del canon de George Steiner y su libro
Presencias reales, y Harold Bloom con Elcanonoccidental. La deconstrucción, los
juegos posmodernos y la irrupción de millones de personas en el otrora
distinguido club cultural han propiciado la perturbación innegable y lógica en
la que ha devenido el debate.
Si
la cultura es memoria, la clave es el olvido. Lo apunta, no sin cierta ironía
melancólica, Umberto Eco: «Lo que llamamos cultura es, en realidad, un largo
proceso de selección y filtro. Colecciones enteras de libros, de cuadros, de
películas, de cómics, de objetos de arte han sido confinadas, han desaparecido
o se han perdido por simple negligencia. ¿Eran lo mejor del inmenso legado de
los siglos anteriores? ¿Eran lo peor? En el campo de la creación, ¿hemos
recogido pepitas de oro o lodo? Aún leemos a Eurípides, a Sofócles, a Esquilo,
y los consideramos los tres grandes poetas trágicos de la Grecia antigua. Ahora
bien, cuando Aristóteles en su Poética, dedicada a la tragedia, cita los
nombres de sus representantes más ilustres, no los menciona. Lo que hemos
perdido ¿era mejor, era más representativo del teatro griego que lo que hemos
conservado? En este punto, ¿quién nos quitará la duda?».
La
cultura vive en estos días una profunda mutación. La organización jerárquica
del saber ha pasado a ser horizontal. El antiguo debate entre apocalípticos e
integrados ya no tiene sentido; la denominada alta cultura (a Cabrera Infante
alta cultura le sonaba igual que alta costura) y la cultura popular se han
mezclado, congeniado, entreverado, confundido. No existe una línea clara que
las separe. Porque tanto la cultura de masas como la alta cultura dependen,
también, de los mercados. Aun cuando vayan dirigidas a públicos distintos y
distantes. Las complejidades en una sociedad abierta se multiplican y se
proyectan, de manera singular, cuando lo que se busca es el éxito, el triunfo,
lo más rápido posible. Para Lipovetsky, «la cultura globalizada es un hecho y
un interrogante (…) Hipercultura, difunde ríos ininterrumpidos de imágenes,
películas, músicas, teleseries, espectáculos deportivos, transforma la vida
política, las formas de existencia y vida cultural, imponiéndole una nueva
modalidad de consagraciones y la lógica del espectáculo».
Una
realidad virtual que requiere espectáculo, diversión, entretenimiento. Todo
tiene que ser rápido, efímero, ocurrente, escandaloso. Un espectáculo sin fin,
un circo global. Nadie se asuste. Lo cierto es que cada cambio de siglo acelera
la descomposición de un modelo y la irrupción de otro. Lo ha contado,
ejemplarmente, Philip Bloom en su imprescindible Años devértigo. Las dos
primeras décadas del siglo XX determinaron lo que vendría después: la
velocidad, el vértigo, el cine, el aeroplano, los coches utilitarios, la radio,
la metrópolis (Fritz Lang). Los grandes rascacielos arrasaban con el esplendor
lento y la exquisitez de la decadencia ( La montaña mágica de Mann). Hoy
pareciera como si la geografía cultural se hubiera abierto hasta tal límite que
rasgara sin remisión la gran muralla de los mediadores. Y esta es una de las
claves más relevantes. Internet, el 2.0, las pantallas, el teléfono móvil (con
sus múltiples aplicaciones), y lo que vendrá, cambian los espacios y las
expresiones, los usos, y, por tanto, las manifestaciones culturales.
Asistimos
a la irrupción de nuevos territorios interdisciplinares: la interacción de las
artes y los movimientos sociales que surgen en los nuevos ámbitos de la
comunicación, junto con la abolición virtual de las fronteras, conforman ya el
imaginario de la cultura en estos años decisivos de comienzos del siglo XXI.
Para Gilles Lipovetsky, «la cultura abarca un territorio más vasto que el de
cultura culta, grato al humanismo clásico. Más allá de la cultura ilustrada y
noble, lo que se impone es la cultura extendida del consumo, el individualismo,
la tecnociencia, una cultura globalizada que estructura de modo radicalmente
nuevo la relación de la persona consigo misma y con el mundo». Mutación
semejante a la que ocurriera a comienzos del siglo XX. ¿Qué saldrá de todo
ello? Sabemos hacia lo que se apunta: el desmoronamiento de un edificio otrora
cuajado de cánones, convenciones, modelos y tradiciones.
Sin
embargo, algunos, anónimos e invisibles hoy, ya trabajan en la que será la obra
de arte, la concepción cultural sobre la que se inspire, que defina estas
primeras décadas del siglo. Sí, «es muy difícil ser contemporáneos de nuestro
presente» (Paolo Fabri), porque no todos habitamos el mismo. Un concepto de
cultura siempre es contemporáneo. Describe y muestra los modelos, las
intenciones, las obsesiones, las lecturas y las visiones, los sonidos y las
pesadillas, los sueños de ese presente porque dan cuenta de él.
Espectacularidad e individualidad componen la ecuación imposible en estos días
tormentosos e indecisos. ¿Si desaparecen los mandarines, desaparecerá el
inevitable filtro que otorgaba valor y prestigio? He ahí la pregunta. Y una
posible respuesta: el filtro es eterno, desde las primeras piedras de la
Acrópolis, desde el discurso de Atenea, en la trama final de La Orestiada, el
sentido y sensibilidad de una creación artística tendrá su juez y su destino. A
mayor cultura del espectáculo o espectáculo de la cultura (Vargas Llosa), mayor
respuesta individual, alejada de cánones, medios y modos. Desaparecen los grandes
continentes culturales para emerger archipiélagos interconectados virtualmente.
Advertía Umberto Eco que en estos días alguien que se digne de sí mismo tiene
la clase suficiente como para no salir nunca en televisión, porque tizna; pero,
al mismo tiempo, si esto no lo dices en un programa de televisión no existe. El
gran teatro de la cultura contemporánea pareciera que es solo un espejismo, un
susurro de los viejos mandarines ante su wagneriano ocaso; errabundos en el
museo invisible de la memoria permanecen como reflejo de un tiempo y de unos
anhelos. Pero son innumerables los gestos y las expresiones de una gran
mutación, el anuncio de algo que está (por) venir, ahora que todo es ahora en
el gran teatro de la cultura.
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