Fracasa
en La Ruana intento por definir qué grupo se hará cargo de la seguridad
El
comisionado Alfredo Castillo nos dejó solos, lamenta el dirigente Guadalupe
Mora
Arturo
Cano, enviado, La Jornada, Lunes
14 de abril de 2014, p. 16
La
Ruana, Mich., 13 de abril.
La
asamblea transcurre a 20 mentadas y cinco amenazas de muerte por minuto. De un
lado de la plaza, de frente al templete, está la gente de Hipólito Mora. Del
otro, los seguidores de Luis Manuel Torres, El Americano. Entre ambos grupos,
nadie, porque la Policía Federal levantó tierra, como dicen acá, en cuanto
empezó la trifulca.
Pasan
las seis de la tarde. A la una hubo otra reunión que terminó con una pequeña
marcha a uno de los retenes de los comunitarios de Torres. Los seguidores de
Mora pretendían echarlos del pueblo. Hubo jaloneos, gritos y algunos golpes.
Los seguidores de Mora, ahora encabezados por su hermano Guadalupe, dicen que
los H3 –por la letra y el número que identifican las patrullas del ejército de
Torres– echaron tiros al aire y también al suelo, cerca de nuestros pies, según
una señora de las más entronas.
El
pleito es conocido: a mediados de marzo, las autodefensas de El Americano
cercaron a las de Hipólito Mora –a las cuales superaban con mucho en número y
armamento– para detener al fundador de las autodefensas y a dos de sus hombres,
a quienes acusaban de haber asesinado a tiros y luego carbonizado a Rafael Sánchez
Moreno, El Pollo, y José Luis Torres Castañeda, el primero de ellos un
arrepentido (ex templario convertido en autodefensa).
El
cerco duró tres días. Al segundo, Mora fue sacado por el gobierno y
posteriormente encarcelado, bajo la acusación de ser el autor intelectual de
los crímenes. Con el correr de los días se sumaron más acusaciones.
El
párroco del lugar, José Luis Segura, dice que desde entonces las cosas están
peor que en la época templaria, pero la descripción no es exacta: es difícil
imaginar que en esos tiempos la gente se hubiera animado a salir, como hace
hoy, a una reunión para exigir la salida de los armados de El Americano.
No
toda la gente, hay que decirlo. El pueblo está evidentemente dividido.
¡Asesinos!, es el grito que domina del lado de las huestes de Mora. ¡Rateros!,
responden los de El Americano.
¿Y
quién les dio permiso?
La
Jornada llega alrededor de las tres y media, cuando finaliza el zafarrancho
inicial. Un par de jornaleros sentados a la sombra se animan a hablar. De
pronto, uno de los hombres de Torres interrumpe: ¿Qué escribe ahí?, dice, y
arrebata la libreta. Trata de leer los garabatos. Distingue una frase que acaba
de decir uno de los jornaleros, dedicada al gobierno: A Hipólito le pusieron un
cuatro. Es prueba suficiente para ser conducido frente a El Americano.
Los
reporteros son rodeados por una treintena de hombres armados. Torres revisa la
libreta. Choca también con los garabatos. ¿Qué dice aquí?, pregunta en varias
líneas. Dice no recordar una entrevista que se le hizo en enero. A su alrededor
varios hombres reclaman y amenazan. ¡Nada más dicen lo que conviene a Hipólito!
¡Mienten!
Luego
de un intercambio que parece eterno, y con sólo una mirada, autoriza la
presencia de los reporteros. Incluso que se tomen fotografías en la asamblea.
Como es de pocas palabras, antes de las explicaciones, El Americano ha dicho:
¿Y quién le dio permiso? Váyase.
Cuatro
jóvenes en motonetas siguen a los reporteros a todas partes mientras arranca la
asamblea.
La
votación imposible
La
finalidad de la reunión es decidir si El Americano y sus hombres siguen
cuidando el pueblo y el nombramiento de un consejo que teóricamente tendría
mando sobre las autodefensas.
Un
dato importante: no hay armas a la vista.
Primero
en el uso de la palabra, Guadalupe Mora pide que de un lado se ponga su gente y
del otro la de su rival. Con eso comienzan los gritos. Lo acusan de dividir.
El
jefe de tenencia, Ramón Contreras, se suma a la petición de Mora, pues dice que
de ese modo se contarán los votos. El que ganó, ganó, sentencia.
Toma
la palabra una aguerrida señora, que algunos identifican como hermana de El
Pollo: ¿Quién tiene la calidad moral para decidir quién puede o no vivir en
este pueblo? Ella pide también que en el consejo no quede nadie que tenga el
corazón lleno de rencor.
Recibe
una ovación, pero sólo naturalmente del lado de El Americano, quien sólo se
aparece cuando ya la asamblea lleva un buen rato.
Un
partidario de Torres toma la palabra y ofrece: Si no nos quieren, nos alejamos.
No peleamos. Simplemente ocupamos una decisión del pueblo.
¡Cállate,
perro!, le gritan desde gayola.
Las
intervenciones en el micrófono se acompañan de llamados a la cordura, mentadas,
amenazas de muerte e incluso alguno que otro golpe entre los más alebrestados.
El
que hizo perjuicio tiene que dar la cara, dice un anciano.
Una
muchacha de minifalda y embarazada reta a que suban las que fueron a mi casa a
quererme correr.
Un
muchacho regordete acusa a gritos a un arrepentido: ¡Tú lo mataste! Su padre,
en el templete con el señalado, suplica: ¡No me lo vayas a matar por eso, no me
lo vayas a matar!
Un
joven mira a los ojos del hermano de Hipólito y suelta: ¡Lo que me pase a mí o
a mi familia, hago culpable a Lupe Mora!
Una
señora de carnes rotundas acusa a Hipólito de haber encarcelado a su marido
bajo la acusación de que le robó 30 kilos de hielo a la María y de drogarse: Y
si se droga, qué, si él compra la droga con su dinero.
A
mí, Hipólito me metió a la cárcel porque no le quise matar a un muchacho, pero
yo no soy asesino, dice un viejito desdentado.
El
jefe de tenencia –que todavía el 24 de febrero jalaba con Hipólito– quiere
parar la discusión: ¿Lo vamos a hacer o no? A ver, divide a tu gente para tu
lado, le dice a Guadalupe Mora.
Se
abre un pasillo que parece un abismo. Parecen mayoría los que están con los
Mora, pero la votación no se consuma porque algunos exigen urnas.
Además
del jefe de tenencia, la única otra autoridad presente es el alcalde Luis
Torres, recién reinstalado en el cargo gracias a un acuerdo con El Americano.
Toma la palabra y quiere ser conciliador, pero no aguanta los gritos de ¡fuera,
fuera! que le lanzan. Termina su breve intervención así: Por mí votaron 11 mil
personas, un grupo de 100 no puede decirme vete, sentencia, calla, y pasa a la
fila de atrás.
Al
gobierno le declaro la guerra
Un
orador, maduro y chaparrito, va directo al punto: “¡Aquí no queremos ningún
americano!”
Cabrón,
pero si tú vives en McAllen, ni sabes lo que pasa en La Ruana, le contestan.
Es
entonces cuando aparece Luis Manuel Torres, gorra Lacoste 1927 y huaraches
blancos, calentanos: Yo soy de La Ruana y de acá no me sacan.
Habla
poco, pero al grano: dice que sabe que le van a hacer lo mismo que a Hipólito.
Y sentencia: La ley no sirve de nada.
El
Americano y Lupe Mora tratan de ponerse de acuerdo. Un arrepentido con lentes
Bvlgari parece ser el asesor de Torres y propone que se integre un consejo con
personas de ambos bandos. Tratan de negociar, pero no llegan a ningún acuerdo,
mientras abajo continúa el griterío.
Vámonos,
esto no se puede, dice Lupe.
“¡Americano,
Americano, Americano!”, corea un grupo de mujeres.
Torres
toma de nuevo la palabra: Yo voy a seguir cuidando, y si me echan al gobierno,
échenmelo, que me venga a desarmar, que yo le declaro la guerra.
Ya
cuando la asamblea se disuelve, Guadalupe Mora lamenta: Desde ayer hablé al
comisionado Alfredo Castillo para pedirle que enviara a la Policía Federal, y
mire, nos dejaron solos.
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