16 jun 2015

Los peligros de la narrativa

Los peligros de la narrativa/Juan Gómez-Jurado, escritor
Publicado en ABC |14 de junio de 2015
No hay nada más aterrador ni peligroso que una buena historia. Poco importa cuánta verdad contenga, cuántos niveles de grises quepan entre los espacios que dejan las palabras impresas sobre el papel de este diario, cuántas sean las interpretaciones posibles. La buena historia siempre vence; impregna hasta al lector más avezado y devora sin remisión la mente de aquellos menos acostumbrados a cuestionar la información que reciben.
En su libro de 2001 «Engañados por el azar», el experto en teoría de la decisión Nassim Nicholas Taleb nos explica cuales son los ciénagas en las que cae cualquiera que queda expuesto a una buena historia. La más importante de ellas es la falacia de la narrativa, que señala nuestra limitada capacidad para observar secuencias de hechos sin tejer instantáneamente una explicación o, de forma equivalente, forzar una cadena lógica o una relación entre ellos. Las explicaciones unen hechos de forma aprehensible. Desmenuzan procesos complejos en hitos más fácilmente recordables, les revisten de sentido.

Esta hilazón es tanto más peligrosa cuanto más aumenta nuestra impresión de entendimiento. Imaginen a un pastor sumerio, en la temprana Edad del Bronce, tumbado panza arriba en una noche de verano. El rebaño duerme, pero él no puede conciliar el sueño, así que mira a las estrellas. A fuerza de rastrear en el cielo una explicación existencial –o quizás por mero aburrimiento– el pastor comienza a trazar figuras con el índice entre esos puntos fríos, luminosos y brillantes, y les asigna nombres. A un grupo de ellas, especialmente luminoso, lo denomina Las Andas, porque su forma le recuerda a unas parihuelas. Y al día siguiente, cuando le cuenta a un pastor más joven lo que ha descubierto, el más veterano añade una explicación a por qué se dibujan unas andas en el firmamento. El segundo pastor pasará a su vez muchas noches mirando al cielo y no viendo una masa uniforme de estrellas, sino esas andas, porque ya no puede no verlas. Y la historia se extenderá, crecerá y mutará según pase de boca en boca, hasta convertirse, muchos siglos después, en una Osa Mayor, una Calisto transmutada en plantígrado por Artemisa como castigo por haberse dejado seducir por Zeus.
Cuando una historia es suficientemente buena, pervive, tanto más fuerte cuanto más falsa sea, tanto más pegajosa cuando más sencilla: ese es el inmerso, perverso poder de la falacia de la narrativa. Nuestro cerebro concurre en ella decenas de veces al día, porque la mente tiene unos mecanismos inmutables. No podemos pedirle que deje de creer en una buena historia, al igual que no podemos pedirle al agua que asuma una forma cúbica en un vaso cilíndrico. No podemos pedirle eso a nuestro cerebro, ni siquiera presentándole la verdad opuesta, por más pruebas que la acompañen, si la historia original es más atractiva, más morbosa, más sencilla. Y si hay algo que caracteriza a la verdad es que muy pocas veces es atractiva, morbosa o sencilla.
La falacia de la narrativa se hace aún más inevitable cuando se produce en nuestra percepción un evento del tipo «cisne negro». Esta clase de sucesos, teorizados por Taleb en un libro reciente, tienen su origen en un verso de Juvenal: «rara avis in terris nigroque simillima cygno», en la que describe «una rara ave posada en tierra, muy similar a un cisne negro». El poeta de Aquino pretendía con su metáfora señalar un hecho imposible, pues la escribió diecisiete siglos antes de que se conociese en Occidente la existencia de cisnes que no fueran blancos.
Aplicado a la narrativa (aunque sirve para numerosos campos del pensamiento, desde el periodismo a la macroeconomía), un evento de tipo cisne negro es aquel que pone en jaque los anteriores sistemas de pensamiento existentes. Son eventos completamente fuera de lo esperado, causan un impacto inapelable, parecen obvios una vez ocurridos (aunque nadie los había anticipado prospectivamente), e invitan a la explicación más sencilla y urgente para que el cerebro se calme a si mismo de la desazón que le ha producido el suceso al alterar su esquema de valores habitual.
Ejemplos de estos cisnes negros son los atentados del 11 de marzo, el estallido de la burbuja inmobiliaria española y la crisis mundial, o el descubrimiento de los papeles de Bárcenas. En cada uno de los campos de juego de estos hitos históricos, las reglas cambian y se reinterpreta todo lo que se creía conocer, proyectando explicaciones con carácter retroactivo. Fragmentos de realidad que convienen a la explicación se resaltan, mientras que otros que la refutan se descartan con rapidez. Los telediarios muestran el titular anunciado por la radio convertido en un cuento de hadas para adultos. El periódico, aunque describe el evento mejor que ningún otro medio, lo colorea con su línea editorial y le coloca columnistas a los lados, a suerte de anteojeras.
No importa, en cualquier caso. Un evento de cisne negro se coloca en la mente del público en minutos, se explica y se transmite, masticado y ensalivado por el poderío de la narrativa, en el tiempo que dura una conversación de ascensor. La historia tiene vida propia, imparable y peligrosa, una gigantesca bola de acero en una pendiente de veinte grados. Las intenciones honestas, el bien que se perseguía al realizar cualquier acción, los millones de matices que componen la realidad, los flecos, las dudas. Todo es aplastado por esa buena historia que el mínimo común de los mortales ya ha hecho suya, y de la que es imposible volver.

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