4 abr 2025

Trump quiere acabar con un sistema económico que beneficia a EE UU

Trump quiere acabar con un sistema económico que beneficia a EU/ Daniel Fuentes Castro es profesor de Economía en la Universidad de Alcalá (Madrid) y director de KREAB Research.

El Páis, Jueves, 03/Abr/2025 

Las autoridades de Estados Unidos hacen bien en prestar atención al desequilibrio externo de su economía, pero se equivocan —o eso parece— en su diagnóstico sobre el déficit comercial, que es sólo una de las caras de la misma moneda que ha permitido a EE UU mantener la hegemonía del capitalismo financiero globalizado del que son padres fundadores.

En los últimos 30 años, según el Banco Mundial, el déficit de la balanza de bienes y servicios de EE. UU. con el resto del mundo (exportaciones menos importaciones) ha sido equivalente al 2,8% de su PIB, frente al superávit promedio anual de 1,8% en Europa y de 2,2% en China. Esto no ha impedido a EE UU mantener su estatus de primera potencia económica.

La clave es que la influencia económica de EE UU no viene dada por el saldo de sus relaciones comerciales con el resto del mundo, que es instrumental, sino por su capacidad para atraer el capital financiero internacional con el que alimentar la inversión y el crecimiento económico del país. Y esto último tiene mucho que ver con el enorme apetito mundial por los dólares.

Se demandan dólares por motivos comerciales. Se demandan dólares como medio de pago internacional, un privilegio nacido de la influencia creciente de EE UU tras la Segunda Guerra Mundial y los acuerdos de Bretton Woods en 1944. Se demandan dólares como valor refugio en momentos de incertidumbre y como reserva de valor en el largo plazo (gracias, entre otros factores, a la influencia internacional de EE UU, a su estabilidad política e institucional, a su desempeño económico o a la profundidad de su sistema financiero). Y, por último, se demandan dólares en todo el mundo por motivos de inversión, ya sea para invertir en la Bolsa americana (que ofrece rentabilidades que los inversores internacionales no encuentran en otros mercados) o en bonos de deuda pública estadounidense (que ofrecen seguridad).

La consecuencia directa de todo lo anterior es la enorme fortaleza de la moneda americana, lo que conlleva un tipo de cambio que no favorece los intereses comerciales de EE UU: penaliza la competitividad de sus exportaciones, incentiva la de sus importaciones y contribuye así a alimentar un déficit comercial persistente. Al mismo tiempo, ese déficit comercial es una fuente de dólares para el resto del mundo, que retornan a EE UU en forma de inversión. O, dicho de otro modo, la fortaleza del dólar es un lastre para su balanza comercial pero un activo para la captación de ahorro del resto del mundo.

Nada de esto es nuevo. Lo excepcional de EE UU es que haya podido mantener durante décadas una dinámica virtuosa entre el déficit comercial y la entrada de capitales, algo que no habría sido posible sin la confianza global en su moneda y la eficiencia de sus mercados de capitales. Por eso resulta sorprendente el empeño de la Administración de Trump en corregir su déficit comercial a base de aranceles discrecionales, ignorando sus causas estructurales, excluyendo de la ecuación los flujos de ahorro e inversión internacionales, e infligiendo un daño reputacional a la marca país. ¿Qué es lo que ha visto la Casa Blanca para querer poner fin a un sistema económico del que han sido grandes beneficiados durante décadas?

La respuesta a esta pregunta la tenemos, de manera sofisticada, en los trabajos de Stephen Miran (A User’s Guide to Restructuring the Global Trading System), presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Trump. Pero, sobre todo, la encontramos en las críticas reiteradas del vicepresidente Vance hacia la globalización, a la que considera una promesa rota para los trabajadores: “La globalización ha sido buena para los accionistas y los ejecutivos, pero no para los trabajadores de Ohio”. Es un mensaje que, por encima de la retórica populista, debe invitar a la reflexión.

EE UU está planteando una marcha atrás del proceso de deslocalización industrial de empresas americanas a países como México o China y al sudeste asiático, motivadas desde los años noventa y 2000 por sus menores costes laborales. Lo que durante todos estos años ha sido fuente de riqueza para EE UU que, gracias a este sistema, ha podido consumir más —y más barato— de lo que produce y, sobre todo, invertir mucho más de lo que ahorra (lo que, en el largo plazo, explica el mejor desempeño de su economía frente a otras grandes áreas como la europea) ha pasado a constituir una debilidad. No de naturaleza directamente económica, aunque sí potencialmente (de ahí la urgencia), sino sobre todo en términos de poder e influencia: la industrialización de China ha hecho emerger a un gigante tecnológico y la desindustrialización de EE UU plantea a la Casa Blanca dos problemas: el de los perdedores de la globalización a los que se refiere Vance y, sobre todo, en su terminología, supone un problema de seguridad nacional. En el fondo, no es tan distinto de lo que en Europa llamamos “autonomía estratégica”.

Existe, por lo tanto, cierta racionalidad en el fin perseguido por la Casa Blanca. El problema es que la vía nacionalpopulista para corregir los excesos de la globalización es problemática para la economía internacional, además de poco realista. Requeriría un debate multilateral mucho más amplio.

Incluso pasando por alto lo sorprendente del planteamiento de partida (según el cual, EE UU debería poder imponer aranceles al resto del mundo sin que las respectivas contrapartes comerciales actuasen con reciprocidad), su ejecución arbitraria y caótica, y el impacto negativo sobre la inflación y el crecimiento económico doméstico e internacional, un aumento unilateral de los aranceles reduciría a su vez la oferta de dólares en el resto del mundo —debido a la contracción de las importaciones estadounidenses—, lo que presionaría el tipo de cambio en la dirección opuesta a la que sería necesaria para corregir el déficit comercial.

Son demasiadas lagunas con efectos potencialmente adversos. Y, sobre todo, es una cruzada contra el resto de la comunidad internacional absolutamente innecesaria.

Todavía es pronto para saberlo pero, en función de lo disruptivo que termine siendo el segundo paso de Donald Trump por la Casa Blanca y de la profundidad de los cambios geopolíticos a los que estamos asistiendo, Europa podría tener una oportunidad para corregir la dinámica de flujos de capital imperante y recuperar parte del ahorro privado europeo con el que actualmente EE UU financia su déficit exterior y alimenta su inversión. Recordemos que el Plan Letta estima que cada año salen de Europa unos 300.000 millones de euros hacia EE UU.

Para ello sería necesario, en primer lugar, que la economía europea generase los incentivos de mercado adecuados, en forma de rentabilidad esperada de los distintos planes de inversión actualmente en discusión en Bruselas y Berlín. Y, sobre todo, un mensaje de institucionalidad fuerte: cambios en la gobernanza de la Unión (o cooperación reforzada para los Estados miembros que lo deseen); simplificación regulatoria, desarrollo del pilar fiscal (actualmente, el euro es una moneda sin soberano fiscal o, en todo caso, con una soberanía fragmentada); creación de un verdadero activo seguro de riesgo (un auténtico mercado de eurobonos); fortalecimiento de los mercados europeos de capitales; materialización de una política exterior y de seguridad común creíble; ambición para ocupar —al menos en parte— el vacío que deja EE UU en la cooperación internacional, etc. Y siempre un ojo puesto en China.

De momento, lo que sabemos es que EE UU ha pasado a ser un actor generador de incertidumbre institucional y desestabilizador de la economía mundial.


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