La indignación como solución/Michel Wieviorka, sociólogo; profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París
LA VANGUARDIA, 19/07/11;
Hubo un tiempo no tan lejano en que las categorías de la vida social, la política y la economía parecían corresponderse hasta el punto, como sugirió el sociólogo estadounidense recientemente desaparecido Daniel Bell, de aportar entonces a la modernidad su mejor definición: la de la integración de los tres registros (en Las contradicciones culturales del capitalismo, cuya edición original es del año 1976).
Sin embargo, hoy las aguas se separan, los tres ámbitos se disocian. La economía, dominada por las finanzas, está globalizada; y de ahí los llamamientos a la desglobalización lanzados por intelectuales, militantes altermundistas o actores políticos situados con frecuencia en los extremos, tanto en la izquierda como en la derecha. El marco de la acción política sigue siendo en lo esencial el Estado nación, por más que existan progresos a escala regional con Europa y las instancias supranacionales que se han desarrollado desde el final de la II Guerra Mundial.
Además, aunque resulte tentador hablar de sociedad civil global, la vida social parece caracterizada cada vez más por dos aspectos. Se localiza, sin dejar de estar en gran medida determinada por las grandes evoluciones planetarias; y está cada vez más cargada de demandas culturales y étnicas. Todo el mundo quiere afirmar su subjetividad, construir su existencia; el deseo de justicia social es considerable.
En esta situación, los actores sociales y culturales parecen a mil leguas de poder influir en las lógicas económicas, salvo quizá resistiendo de un modo defensivo susceptible de trocarse en desesperación (cuando, por ejemplo, toda una localidad se ve afectada por el cierre de una fábrica importante). Y en ellos reina la desconfianza ante los actores políticos, impotentes a sus ojos frente a las dificultades económicas del momento e incapaces de escuchar las aspiraciones de una población donde cada cual desea ser reconocido como persona, reivindica derechos, quiere poder elegir eventualmente una identidad colectiva.
¿Es posible contemplar una rearticulación de los tres registros de manera que lo que obra en un ámbito no aparezca como totalmente contradictorio o alejado con respecto a los otros dos? Y, en caso afirmativo, ¿qué jerarquía es deseable establecer entre los tres registros?
En realidad, existen tres tipos principales de respuestas a la primera pregunta. Las más inquietantes consisten en hacer un llamamiento al cierre nacionalista, xenófobo y racista, así como al proteccionismo económico. Obtienen un cierto eco en toda Europa y acrecientan las cuotas de la extrema derecha en las encuestas o las elecciones. Las más artificiales consisten en fingir que es posible seguir avanzando sin hacer caso de las implicaciones sociales y económicas de la crisis financiera ni de las dificultades de los partidos políticos clásicos para llevar a cabo un verdadero aggiornamento; esas respuestas míticas pueden encontrar sus versiones de centroizquierda (de tipo radical-socialista en Francia, por ejemplo) y también de centroderecha. Por último, las respuestas más satisfactorias consisten en evitar referirlo todo al marco del Estado nación y en contemplar, tanto en el pensamiento como en la acción, la articulación de los planos mundial, regional, nacional y local. A partir de ahí se impone otra pregunta: de lo social, lo político y lo económico, ¿cuál puede y debe mandar?
Acabamos de vivir una evolución que parece haber otorgado un nuevo vigor a lo político y a los estados frente a la economía. En los años noventa, el impacto de la globalización fue tal que algunos especialistas pudieron proclamar el declive de los estados nación, y con él el debilitamiento de lo político. No obstante, da la impresión de que desde entonces los estados han vuelto con fuerza y que la nación se acuerda de unos y otros. Los actores de los movimientos democráticos en el mundo árabe y musulmán, por ejemplo, alzando en sus movilizaciones una bandera nacional (tunecina, egipcia, etcétera) y alejándose con ello tanto del islamismo como del nacionalismo árabe, hacen del Estado nación el marco casi natural de su acción.
Y examinemos más de cerca las expectativas de los actores que en todo el mundo, como ellos, se indignan, por retomar la palabra puesta en circulación con inmenso éxito por Stéphane Hessel, ya se trate de la lucha altermundista, los indignados españoles, el movimiento viola italiano y cuantos se levantan pacíficamente contra los poderes autoritarios y corruptos. No esperan nada de los partidos políticos, a los que no hacen caso o desprecian. Recurren a las redes sociales y ponen fin al discurso eufemístico de los actores dominantes; si no la imposibilitan, al menos dificultan la manipulación mediática. Tienen sed de política, de otra política, y no aceptan la idea de que sus demandas, para llegar a buen puerto, deban transitar por el sistema político, la planta noble en cierto modo de la vida colectiva, o transitar por convulsiones violentas.
Su voz se oye tanto más cuanto que la izquierda está descompuesta, con grandes dificultades para llevar a cabo su mutación, y además no está ahogada por movimientos más izquierdistas que en realidad no le aportan ninguna salida. Francia se diferencia aquí con respecto a otros países de Europa, precisamente porque el poder de la derecha está agotado; y, por una parte, porque una izquierda capaz de congregar a socialistas y ecologistas se prepara en buen orden de marcha para enfrentarse al actual jefe de Estado y, por otro, porque la izquierda extraparlamentaria ha conservado en ese país cierta vitalidad. De resultas, la indignación es más virtual que real; y, si bien el librito de Stéphane Hessel es en ese país un increíble éxito de ventas, no se ha visto prolongado por una acción concreta, como la que se prepara en España el próximo día 23 de julio con una importante concentración en Madrid.
La vieja forma de hacer política ha muerto, se esboza una forma nueva, subordinada a unas demandas individuales y colectivas que reivindican los derechos humanos, el respeto de los individuos, el reconocimiento de las identidades particulares cuando no ponen en entredicho valores universales. Los partidos políticos que no entienden esas demandas están condenados a la disgregación. Los que creen posible manipularlas no podrán conseguirlo,… porque quienes las hacen son exigentes y eficaces cuando se trata de decir la verdad, comunicar de forma transparente y llamar a la inteligencia contra la violencia. Hasta ahora los nuevos actores sociales y culturales han tenido más éxito a la hora de hacer retroceder a los poderes políticos que en debilitar las lógicas económicas dominantes. Colocan lo social (cargado de lo cultural) por encima de lo político y muy bien podrían en el futuro obligar a la economía a transformarse; al fin y al cabo, la contestación altermundista logró acabar hace diez años con la arrogancia de las élites económicas que se reúnen todos los años en Davos.
Entramos en una época nueva en la que la política sólo retomará sus derechos si acepta las mutaciones que le imponen o le sugieren las nuevas figuras de la contestación.
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