China,
autoridad y libertad/Julio Ríos es director del Observatorio de la Política China y autor de “China pide paso. De Hu Jintao a Xi Jinping” (Icaria editorial).
El
País, 2 de abril de 2013:
Tras
la asunción formal del liderazgo institucional por parte de las nuevas
autoridades chinas se aventura un nuevo impulso a las reformas, especialmente
en el orden económico, una vez detallada una hoja de ruta cuya vigencia se
prolongará por un lustro, quizá dos. Será una década crucial para determinar el
futuro de la modernización del país y dos son también los horizontes
principales que se dibujan. Para unos, todo el acento debe ponerse en el
fortalecimiento de las capacidades materiales a fin de blindar su emergencia.
De tal modo, la primacía se otorga a las reformas económicas, al avance
tecnológico, a la defensa, a todo aquello, en suma, que puede resultar en la
revitalización del país asegurando las bases de una primacía irreversible. Para
otros, dicho avance es engañoso e inestable en tanto las autoridades no sean
capaces de brindar en paralelo las seguridades precisas para que China se
convierta en un Estado de derecho real en el cual las libertades estén
debidamente garantizadas.
Quienes
abogan hoy día por esta segunda opción, un colectivo muy heterogéneo que hace
gala de una firme voluntad constructiva en contraposición con otros
planteamientos del pasado deudores de mayores dosis de confrontación, secundan
una preocupación manifestada por el propio Xi Jinping, secretario general del
Partido Comunista y presidente del país, quien ha enfatizado la importancia de
hacer de la Constitución un documento vivo y dotado de autenticidad. Esta
invitación conciliadora a trascender la letra muerta de la carta magna parte de
la necesidad de establecer un nuevo pacto entre el poder y la sociedad basado
no ya en la proporción de riqueza a cambio de lealtad, sino en el reconocimiento
de la ley como principio básico de la convivencia.
No
es una cuestión menor. Constituye todo un cambio cultural, nada fácil en un
país históricamente acostumbrado a la norma de que mandan los hombres y no las
leyes y donde el desarrollo y la libertad de los individuos siempre han quedado
en segundo plano, cediendo la preeminencia a un razonamiento en términos de
armonía y de regulación espontánea del cuerpo social. Y no solo afecta a los
derechos y libertades. El respeto a la ley exige dotar de normativa y
transparencia el proceso que está por llegar para someter la voracidad de las
oligarquías ante el apetitoso pastel que se abre ante ellos con la reforma
gubernativa en curso y la desmonopolización de una parte sustancial del sector
público.
Este
planteamiento, que no es nuevo en el debate político chino, sugiere una fecha
de caducidad para una modernización autoritaria que ha vaciado de sentido el
reconocimiento constitucional de muchos derechos universales, empezando por la
libertad de expresión. La demanda de pleno respeto a los mandatos
constitucionales sugiere implícitamente una puesta en cuestión de la naturaleza
fáctica del actual régimen político, en muchos aspectos abiertamente
contradictorio con dichos preceptos. La distancia que separa la letra de una
Constitución que reconoce muchos derechos a los ciudadanos y su implementación
efectiva es bien conocida y está bastante extendida. Diluir ese distanciamiento
entre discurso y realidad sin poner en cuestión el monopolio del PCCh parece una
misión imposible.
Xi
Jinping ha dado muestras en sus primeros gestos de un discurso que enfatiza el
respeto a la ley tanto por parte de organizaciones como de individuos. Él mismo
ha destacado que la columna vertebral de la Constitución es la protección de
las personas, llevada a cabo de forma muy defectuosa por la falta de controles
y el ejercicio de un poder sin restricciones que debilita su credibilidad. Xi
ha aludido a que nadie debe estar por encima de la Constitución y la ley y ha
conminado a someter al poder en una jaula de regulaciones, multiplicando los
controles y la independencia de sus responsables. Quienes reclaman pasos en esa
dirección recuerdan que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos,
firmado por China en 1998, está aún pendiente de ratificación. Y esperan de Xi
Jinping pasos decididos para cerrar las heridas abiertas en 1989, quizás no
necesariamente reevaluando los hechos, ni siquiera afeando a Deng Xiaoping,
pero sí normalizando plenamente la situación de las víctimas, que acumulan ya
casi 25 años a la espera de una elemental satisfacción. El propio primer
ministro, Li Keqiang, tiene aún compañeros de estudio en el exilio como
consecuencia de aquella tragedia.
El
ideal de renacimiento de la nación china al que tanto se adhieren quienes
vitorean la China poderosa se vería ampliamente reforzado y dotado de
credibilidad si se acompaña de pasos decididos para hacer realidad las
previsiones constitucionales. La madurez y el nivel de conciencia de la
sociedad china, cada vez más urbana, desmienten el viejo argumento de la
inexistencia de condiciones idóneas. Una China poderosa pero presa del
inmovilismo, con la ley en régimen de cuarentena y asentada sobre una inmensa riqueza
que sugiere beneficios astronómicos a la oligarquía en detrimento de las
aspiraciones de la mayoría social está inevitablemente abocada a la
inestabilidad.
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