Extrañando a
Renato Leduc
Publicado por
Oriol Mallo enLa Jornada de Oriente en Puebla, julio 16, 2013
Los
periodistas no tenemos la suerte que nuestro recuerdo perdure. Pocos son los
que resisten la prueba del tiempo y en esta inclemente ciudad los apellidos que
un día fueron insignes terminan en el olvido. Pero basta mencionar el nombre de
Renato Leduc (1897-1986) para que todo cambie. Aquellos que lo trataron siendo
jóvenes reporteros aún celebran a día de hoy las anécdotas e historias que
rodean la legendaria vida del “último gran bohemio” al decir de otro de sus
admiradores, el traspasado Carlos Monsiváis.
El columnista
que por décadas escribió sus telegráficas opiniones en (casi todos) los medios
capitalinos, desde Excélsior a La voz de Tlalpan, fue recordado en uno de sus
sitios habituales: la cantina La Jalisciense, en el histórico corazón de
Tlalpan. Allí me dirigí el atardecer del 25 de junio del 2013 aprovechando la
mejor de las excusas, o la presentación del libro Soy un hombre de pluma y me
llamo Renato (Artes e Historia México, 2013).
Al entrar en
aquella estrecha y nutrida cantina, recordé cuan ridículos eran los clichés
acumulados en mi cabeza sobre las tabernas de este país. Antes de llegar a
México en 2005 creía yo que las cantinas eran tugurios de mala muerte donde
hombres de mirada torva se enzarzaban a balazos sin más motivo que la pura bronca.
Será el legado fílmico de la revolución o una mala lectura de Bajo el volcán
pero lo cierto es que andaba muy errado.
No tardé en
darme cuenta de lo que decía el periodista José Chillán; Las cantinas son
“refugio de emociones, remanso para los tránsfugas de oficinas públicas u
hogares privados, de sentimientos perdidos o emociones encontradas”. Parte
sustancial, ergo, de la memoria colectiva del Distrito Federal donde el poder y
la calle, la reverencia y su burla, se juntan en un mismo espacio por el placer
de la platicada. Hay jaurías de licenciados siguiendo al pavo real en turno que
paga todas las rondas, enjutos
intelectuales solazándose en el sarcasmo de Conaculta y hasta viejos luchadores
que pululan en cargos y carguitos.
Todo cabe en
la cantina; el chisme, la fantasía o los amores rotos se dilucidan en sus
mesas. De la Número 1 del centro histórico a La Guadalupana de Coyoacán, ellas
son el alma de esta ciudad partida en mil pedazos donde taquerías y cantinas se
asumen como los últimos espacios de civilidad posible. Entre “uno de pastor” y
un tequila añejo, no hay dolor que dure ni decepción que mate.
Así que en
esta ciudad transfigurada por sus cantinas no es extraño que sobreviva el
recuerdo de Renato Leduc, último emperador cantinero también apodado Gran jefe
pluma blanca. Lo extrañan en La Jalisciense y en cualquier cantina respetable
del DF. Y no es exageración. En un capítulo de Soy un hombre de pluma cuenta
Oralba Castillo Nájera la llegada del escritor a La Mundial: “Lo que vi fue fabuloso,
nada más llegar y meseros, cantineros, comensales, corrieron a saludarlo (…)
Fue una proeza sentarnos a la mesa, a la cual la gente continuó acudiendo. Un
trío se acercó cantando Tiempo y la fiesta se armó a su alrededor. Todo corrió
por cuenta de la casa”.
Ni para qué
dudarlo: Un mescal por Leduc, o la presentación del último libro sobre el
periodista defeño, tenía que suceder en La Jalisciense, el lugar donde cultivó
sus últimos años en compañía de amigos como Armando Jiménez Farías, autor de
Picardía mexicana, uno de los libros más vendidos del siglo XX gracias al hecho
que el “gallito inglés” coleccionó los mejores albures de esta ciudad, cazados
en baños, vecindades y otros lugares de mala nota. El coleccionista de
irreverencias y el periodista independiente fueron amigos hasta la muerte. Es
natural: les unía una misma repugnancia ante la solemnidad y la hipocresía de
la buena sociedad chilanga que junto a su voraz corrupción exigía un
escrupuloso respeto por las formas.
Por eso, y
aprovechando la presentación del libro, se reunieron en La Jalisciense Gonzalo
Martré, irreverente guionista de Fantomas, el veterano periodista y amigo Jorge
Meléndez Preciado, el poeta chiapaneco Roberto López Moreno o la mencionada
Oralba Castillo Nájera. Y no faltaron tampoco los inevitables compañeros de
cantina, los políticos. Desde el exdelegado de Tlalpan en tiempos del PRI,
Francisco Ríos Zertuche, hasta el promotor del libro-homenaje, Pepe Alcaraz,
hombre próximo a quien fuera jefe delegacional Higinio Chávez gracias al cual
consiguió, por cierto, varios contratos de obras públicas.
Promiscuidades
inevitables en toda cantina. Pasada y presente. Así que, como debe ser, hubo
santos y pecadores compartiendo un Mescal por Leduc la noche del 25 de junio.
¿Le hubiera gustado el acto al primer iconoclasta de la patria, el autor del
Prometeo sifilítico, cuyos versos de rima clásica y desvergonzada, corrían de
boca en boca? No me queda claro pero sin duda fue una celebración por todo lo
alto con Pepe Alcaraz recordando que Leduc “tuvo dos amores profundos en su
vida: las mujeres y su país” mientras Meléndez Preciado avisaba que “igual
Renato Leduc no estaría muy contento con este homenaje” pues a los bustos “los
mean los perros y las cagan las palomas”.
Más en corto me relató este exmilitante del PCM su propia visión de
Leduc.
Cáustico y
grosero lo era a veces pero, me decía Meléndez, lo mejor del homenajeado fue
“su forma de recuperar el lenguaje del pueblo y lo mejor de la revolución mexicana”. Y puso un ejemplo
rápido: “Le pedimos que presidiera la Unión de Periodistas Democráticas que
fundamos en 1975 y lo hizo y cuando el partido comunista fue legalizado se
presentó de senador”. Esbozo provisional de todo un compañero de viaje que a su
vez fue amigo de personajes como La Quina. Cosa que nunca le impidió marcar su
raya con un sistema que compraba voluntades y silencios.
Su
independencia así como su sabiduria, exentas ambas de toda soberbia, lo
convirtieron en maestro de aquellas nuevas generaciones que a caballo de los
años sesenta y setenta del siglo XX querían romper el corsé del poder y el
chayote. Y por eso los afectos imperecederos de tantos periodistas que
quisieron cambiar el mundo y hoy dirigen diarios y suplementos, como José Luís
Martínez. Ellos aprendieron a su vera tal como recordó en el evento Roberto
López Moreno.
En La
Jalisciense entendí muchas cosas de aquel hombre que no se casó con María Félix
porque “no quería que me llamaran señor Félix”. Del poeta que no quiso ser
intelectual para que no lo confundieran con un impostado contemporáneo. Del
ciudadano que no transó y hasta el último día vivió de su trabajo. Y aprendí,
con Oralba Castillo, que Renato nunca fue “el último bohemio” sino todo lo
contrario: “Era un hombre disciplinado, que vivía de sus artículos y trabajaba
largas horas y además ni bebía que como decía él “yo soy cantinero, no
pendejo”. Y vi los ojos de Oralba rememorando a Leduc. “Era un hombre guapo
incluso a sus ochentas”. Sigue extrañándolo.
Quizás por eso
le enojan tantos tópicos sobre el escritor. Sobradas razones tiene. Ella tuvo
la suerte de disfrutar la compañía de Leduc en 1985, un año antes de su muerte,
cuando en nombre de editorial Domés, y llevando una grabadora en mano, lo
acompañó a despedirse de su generación. Resultado de aquel encuentro fue un
memorable texto llamado Renato Leduc y sus amigos donde la vida de la cantina
emerge en toda su plenitud mientras el viejo periodista repasa con sus cuates
el fulgor de otros tiempos: Aurora Reyes, Andrés Henestrosa o Juan Bustillo Oro
platicando sin red. Un libro en verdad imprescindible.
Esta es, pues,
su grandeza. El legado visible que dejó. En la cantina La Jalisciense a varios
se les humedecieron los ojos recreando el pasado. Y aunque mil veces se hayan
contado sus historias nadie escapa al efecto Leduc, o el imborrable recuerdo de
quien combinó humor, grandeza y verdad. Decía al principio de esta crónica que
la memoria de los periodistas se desvanece rápido. Leduc es la excepción.
Conseguir que las nuevas generaciones revivan su fulgor es el loable objetivo
de Soy un hombre de pluma y me llamo Renato. Así que si alguna institución se
decide a recopilar, con tino y criterio, su extensa obra periodística la
recuperación de Leduc será completa.
Pero el olvido
si existe para tantos otros. Mientras corría el mescal en La Jalisciense, se me
vino a la cabeza la imagen de Regino Díaz Redondo, otrora poderoso y despótico
director de Excélsior. Será por aquel reportaje que vi en noviembre del 2011,
estando yo en España, donde su mujer mostraba a las cámaras del canal Cuatro la
lujosa mansión que compró el corrupto en el fraccionamiento más caro de España,
llamado La Moraleja. Y recordé que Leduc, en cambio, adquirió una humilde casa
de interés social en la colonia del Periodista, al sur del DF. Y la paradoja es
que Leduc está vivo y Regino muerto. Aunque siga respirando. Esta es la gran
diferencia entre el periodismo que ilumina y el periodismo que oscurece.
Parece poca
cosa pero al calor de los tragos, entre amigos de Leduc y en La Jalisciense, me
acordé que en realidad eso es lo único que importa.
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