Periodistas
y gladiadores/Bieito Rubido, director de ABC
Publicado
en ABC, 21 de julio de 2013
Ocurre
con frecuencia que los periodistas quieren ocupar el lugar de los políticos,
mientras estos sienten la irrefrenable tentación de dirigir los medios. Es el
mundo al revés. O, para ser más precisos, la democracia al revés. Las empresas
de comunicación abandonan su original misión hasta pervertirla. Pasamos de
intentar ser la conciencia crítica del poder a pretender erigirnos en sus
antagonistas. O en el propio Poder. Renunciamos a la labor de información y
reflexión reposada e independiente para enzarzarnos en un debate descarnado,
donde los partidos quedan en un cómodo segundo plano, a la espera de los posibles
réditos del enfrentamiento a muerte entre los periodistas. Puede que nos
parezca normal porque es lo que estamos acostumbrados a leer, ver y oír, pero
no tiene ningún sentido. Ni mucho menos constituye un buen servicio al deber de
contribuir a reforzar una sociedad sana, libre y avanzada. Al contrario,
estamos ante una clarísima involución, en donde todos, aunque unos más que
otros, arrastramos una cuota de responsabilidad.
Hace
apenas unas semanas, el presidente de Coca-Cola Iberia, Marcos de Quinto, reflexionaba
con un grupo de empresarios acerca del fenómeno del enfrentamiento entre
periodistas de distintas sensibilidades ideológicas. Decía percibir mayor
enconamiento entre los profesionales de la comunicación que entre los propios
políticos y, desde luego, muy superior que entre los ciudadanos de a pie.
Cuando el contraste de opiniones tiene lugar en un plató de televisión, se
traduce desde la primera intervención en un bombardeo de descalificaciones al
contrario. Casi un linchamiento, muy efectista, pero, por lo demás, del todo
previsible. La pauta del programa incluye prácticamente siempre los mismos
temas y personajes: cada frente se atrinchera en sus posiciones y ataca sin
piedad hasta descender a lo zafio y personal. Se agranda el problema, que acaba
por parecer casi un asunto de Estado. Mientras, se hurtan a la opinión pública
otras muchas informaciones de su interés. El debate mediático condiciona los
puntos de vista y determina lo que es importante y lo que no. Y lo que resulta
más grave: provoca un desequilibrio de percepciones que nada bueno puede
reportar a una sociedad urgida de madurar.
La
centralidad del debate social sigue estando ocupada, en gran medida, por la
agenda que marcan los diarios de información general. Pero no cabe duda de que
televisiones y radios amplifican ese debate y ejercen mayor influencia sobre la
opinión pública. En España, el dial radiofónico se encuentra más o menos
equilibrado, mientras que la televisión se ha escorado hacia la izquierda. Se
aleja así de una parte notable de su audiencia, que se siente huérfana de
contenidos audiovisuales más cercanos a su sensibilidad política. Ni siquiera
se satisface el derecho de los ciudadanos de acceder a una reflexión crítica e
independiente. Salvo honrosas excepciones, la controversia que se manifiesta en
los platós tiene más que ver con el espectáculo que con una contraposición de
pareceres y análisis. Si un español se limita a juzgar el momento político por
los fragmentos de realidad que determinados medios le aportan, concluirá que
estamos a las puertas del Apocalipsis.
Tengo
para mí que los comunicadores hemos sobreactuado en los últimos tiempos. Hemos
sobrepasado los límites que le son marcados a nuestra propia actividad. Los
periodistas no somos policías ni fiscales. Aún menos jueces. Incluso en nuestro
aparente papel de informadores hemos desanimado a nuestras audiencias en
exceso. Nos hemos regodeado en el pesimismo y el derrotismo; hemos optado por
ahondar en las miserias. Trasladamos al ciudadano nuestras angustias económicas.
En
España se está produciendo un desplazamiento de funciones e identidades entre
poderes y otros protagonistas del juego democrático. La sociedad civil, a pesar
de la irrupción de todo tipo de iniciativas, se ha debilitado en los últimos
treinta años. Los poderes públicos se han vuelto hegemónicos y más
constrictivos cuanto más pequeño es el territorio. Han ofrecido comodidad y
bienestar a los ciudadanos a cambio de que estos renunciaran a sus derechos e
ideas y, lo que es peor, a creer en ellos mismos.
Al
tiempo, los partidos se han afanado en transformar su tradicional laboratorio
de ideas en mecanismos de perpetuación. Los militantes han pasado a ser
funcionarios. Las figuras, becarios. El debate se suplanta por el aplauso; la
brillantez, por las adhesiones. La consecuencia es un empobrecimiento de la
vida política. Un abandono del debate democrático, de la lucha parlamentaria y
de la libertad de pensamiento. Justo de aquello que hace progresar a los
pueblos. Una dejadez y una mediocridad que han llevado a que la dialéctica
política se traslade a los medios de comunicación. Y así, en la democracia
española, hemos pasado del debate político al debate mediático.
Los
medios hemos usurpado la dialéctica parlamentaria, pero sin los límites ni la
cortesía que le son propios. Estamos más enfrentados los periodistas que los
políticos. Y lo preocupante es que de este modo se desdibuja la actualidad. Se
modifica al gusto de tal cadena, cual periódico o aquel grupo de comunicación.
La lupa de unos u otros amplifica determinados asuntos, mientras en España
sigue siendo fundamental mirar hacia el drama del paro, la ilusionante
recuperación económica, la reforma administrativa o educativa, la modernización
del país, los intentos sediciosos de determinados nacionalismos… En definitiva,
apremia la puesta al día de España y de los españoles, después de la fiesta y
la siesta que en la bonanza pasada nos dimos todos, sin que nadie nos alertase
del abismo hacia el que nos abocábamos tan felices. Falta reflexión de fondo.
Mensajes fundados en pensamientos. Visión de futuro. Compromiso con el bien
común. Estamos todos instalados en el corto plazo. Y así nos va.
Con
esta dinámica no vamos a ningún sitio. Anima poco y resulta nada constructivo
ver cómo «plebe y Senado» acuden al circo mediático a contemplar la lucha de
unos gladiadores periodísticos que saltan a la arena y allí se convierten en
jueces y césares de la sociedad. En esa arena escenifican luchas que no les
corresponden. Los medios y quienes trabajamos en ellos podemos ser guardianes
de la democracia. En ocasiones, alertando; en otras, dando esperanza, siempre
contando la verdad, pero nunca suplantando el papel que la sociedad democrática
tiene otorgado a otros. En ese equilibrio inestable que es el juego democrático,
cuando los jugadores cambian sus posiciones corren el riesgo de convulsionar a
la sociedad.
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