Regreso
a Estrasburgo/Fernando Savater es escritor.
Hace
25 años el Parlamento Europeo concedió por primera vez el premio Andréi
Sájarov, creado a iniciativa del diputado liberal francés Jean-François Deniau
para distinguir anualmente la trayectoria de una persona o una asociación
destacada en la defensa de los derechos humanos y la libertad de pensamiento.
Los primeros galardonados fueron Nelson Mandela y Anatoli Martchenko (a título
póstumo). Durante este cuarto de siglo de existencia, el premio ha sido
otorgado a candidaturas provenientes de todas las latitudes, de China a Libia,
de Bangladesh a Cuba, de Angola a Irán o Rusia y se ha consolidado como el más
acrisolado “suplemento de alma” de la política comunitaria europea. El pasado
20 de noviembre, con motivo de la entrega del galardón de 2013 a la paquistaní
Malala Yousafzai, se reunieron de nuevo en Estrasburgo la mayoría de los
premiados en ediciones anteriores o sus representantes acreditados. Alguno que
fue premiado como resistente recién excarcelado asistió ahora en calidad de
primer ministro, como Xanana Gusmao de Timor Oriental; otros en cambio no
pudieron salir de su país, como el disidente chino Hu Jia, representado por su
esposa.
Me
cupo el honor de volver a Estrasburgo 13 años después en representación del
movimiento cívico ¡Basta ya!, galardonado el año 2000. Nuestra distinción tiene
la característica singular de que es el único premio concedido a un sujeto
colectivo que desarrolló su actividad dentro de la Unión Europea, porque la
asociación francesa Reporteros Sin Fronteras (premiada en 2005) se despliega a
través de todo el mundo, como su nombre indica. Este hecho subraya la tendencia
europea, sin duda generosa pero también paternalista, de creer que las
violaciones de los derechos humanos son un defecto exótico que hay que tratar
de paliar fuera de las fronteras de nuestra peculiar Isla de los
Bienaventurados. Nos resistimos a mirar más cerca, donde también se conculcan
con alarmante frecuencia (ahora sobre todo los sociolaborales y migratorios, en
estos tiempos de crisis) y donde no siempre expresar con libertad el
pensamiento a contracorriente resulta un empeño impune. Es cierto que no hay en
Europa auténticas tiranías como en demasiados otros lugares menos dichosos,
pero prolifera la indiferencia ante los abusos y la progresiva malversación de
principios que ayer nos parecieron y hoy debieran seguir siendo básicos.
Por
eso resulta históricamente relevante que se concediese el Premio Sájarov a
¡Basta Ya! En casi todos los demás casos, el galardón ha reconocido a quienes
luchan contra dictaduras estatales reivindicando derechos políticos y garantías
jurídicas para unos ciudadanos de vocación que no pueden llegar a serlo de
hecho. A fin de cuentas, exponiendo sus vidas y su comodidad personal, se
esfuerzan por lograr vivir en auténticos Estados de derecho, donde la
democracia no esté pervertida por un populismo oligárquico o sencillamente
negada por teocracias que excluyen el debate racional de leyes dogmáticas.
¡Basta Ya!, por el contrario, nació para defender el Estado de derecho
existente contra un terrorismo étnico que pretendía por la fuerza cambiar las
reglas de juego democráticas y hacer que quienes ya eran por fin ciudadanos se
resignaran a legitimarse solo como nativos.
Los
otros premiados luchaban por conseguir algo que nosotros teníamos, mientras que
nosotros salimos a la calle para reivindicarlo y seguir teniéndolo. En efecto,
en España el terrorismo etarra ha causado muchas víctimas entre personas de
toda condición, una tragedia tan insólita en la Unión Europea que los miembros
de esta no siempre supieron valorarla en sus justos términos. Pero el objetivo
criminal de ETA, su víctima mayor y principal, siempre ha sido la propia España
democrática y plural, esa nacida en la transición que sus servicios auxiliares
políticos siguen enorgulleciéndose de haber boicoteado desde el primer día.
Esto es algo que suelen olvidar quienes ahora llaman “proceso de paz” a la
reconciliación personal entre víctimas y victimarios, como si fuese una riña
familiar de Montescos y Capuletos.
En
las jornadas de debate previas a la entrega del premio 2013, discutimos
cuestiones de distinta índole. Para algunos galardonados, el Sájarov ha
constituido una cierta protección frente a agresiones autoritarias, aunque
lamentablemente no siempre: el opositor cubano Oswaldo Payá (premiado en 2002),
una de las voces más razonables y escuchadas frente a la dictadura castrista,
murió en 2012 en un supuesto accidente de características más que sospechosas.
Uno de los logros de la reunión fue conseguir que el Parlamento Europeo apoyase
por gran mayoría la apertura de una investigación independiente sobre su
muerte, a propuesta de su hija Rosa María. Yo recordé que también nuestro
compañero Joseba Pagaza fue asesinado dos años después de que obtuviésemos el
premio.
Los
galardonados fuimos invitados a una visita al Tribunal Europeo de Derechos
humanos, donde pude conversar con un magistrado sobre la sentencia de la
doctrina Parot. No me repitió la bobada habitual de tantos juristas a cualquier
propósito, que “no se podía haber dictaminado de otro modo”, la cual es
desmentida por la necesidad de deliberación y la propia existencia de los
magistrados. Sencillamente señaló que respecto a la irretroactividad de los
beneficios penitenciarios (que no de las penas, por nadie discutida) había dos
posturas y el tribunal se decantó por la negativa. Ni indulgencia proetarra ni
descrédito de la Marca España, por tanto. Tienen razón quienes insisten en que
no cabe sino acatar y cumplir la sentencia: ¡lástima que algunos de ellos no
recomendaron lo mismo a los insumisos frente a lo que no menos legítimamente el
Tribunal Constitucional dictaminó sobre el Estatuto de Cataluña o que después
se hayan mostrado favorables al cambalache político en el Consejo General del
Poder Judicial!
Y
así llegamos a Malala, beneficiaria del Sájarov de este año. Nadie se lo ha
merecido más. A los 12 años fue tiroteada por el fanatismo, culpable de querer
asistir a la escuela como los varones, es decir por reivindicar su acceso a la
humanidad más allá de la biología. Su gesta, que habría merecido la narración
épica de una Doris Lessing, la cuenta en Yo soy Malala, su temprana
autobiografía editada en Alianza Editorial. Cuando empezó a hablar en el
Parlamento Europeo, su figurilla apenas asomaba tras el atril en el hemiciclo
imponente, pero la voz era más firme que el trueno o el cañón: su primera frase
fue una invocación piadosa a Alá el Misericordioso; la segunda, una cita de
Voltaire. Malala aspira al conocimiento, pero no solo científico, sino también cívico:
exige educación para la ciudadanía, aunque ya podría dar lecciones de ella a
los adultos supersticiosos que han prohibido la asignatura en España. Dijo: “No
hablo en nombre de los niños que quieren otro smartphone o una videoconsola,
sino en el de los que piden un maestro, una pluma y un libro”.
Y
yo pensé que el día de la apoteosis definitiva los maestros más gloriosos
—Shakespeare, Mozart, Velázquez, Madame Curie, Orson Welles, Hannah Arendt…— se
sorprenderán un poco cuando, desde luego muy respetuosamente, sean introducidos
en el Palacio de la Cultura por la entrada de servicio. Porque las puertas de
oro se abrirán solo para ella, la niña valiente cuya reivindicación dio sentido
a todo lo demás. Cruzará el umbral y heredará el reino.
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