Contra
el viento de proa de la curia/Hans Küng es profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga.
Traducción de Jesús Alborés Rey.
Publicado en El
País |28 de noviembre de 2013
La
reforma de la Iglesia está en marcha: en su escrito apostólico Evangelii
gaudium, el papa Francisco refuerza no solo su crítica al capitalismo y al
dominio del dinero, sino que habla de una reforma de la Iglesia “en todos los
niveles”. En concreto, defiende reformas estructurales: la descentralización
hasta el nivel de los obispados y parroquias, la reforma de la cátedra de San
Pedro, la revalorización de los laicos frente al clericalismo desbordado y una
presencia más eficaz de la mujer en la Iglesia, sobre todo en los órganos
decisorios. Habla también claramente en favor del ecumenismo y del diálogo
interreligioso, en especial con el judaísmo y el islam.
Todo
esto ha obtenido una amplia aprobación mucho más allá de la Iglesia católica.
Su rechazo indiferenciado del aborto y de la ordenación de las mujeres podría
suscitar la crítica y es aquí donde probablemente se pongan de manifiesto los
límites dogmáticos de este papa. ¿O es que en esto quizá esté bajo la presión
de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de su prefecto, el arzobispo
Ludwig Müller?
Este
expuso su postura archiconservadora en un largo escrito publicado el 23 de
octubre pasado en el L’Osservatore Romano, en el que recalcó la exclusión de
los sacramentos de los divorciados que se hayan vuelto a casar. Dado el
carácter sexual de su relación, supuestamente viven en pecado mortal, a no ser
que convivan “como hermano y hermana” (!).
Algunos
observadores se preguntan con preocupación: ¿sigue el papa emérito Ratzinger
actuando como una especie de papa en la sombra a través del arzobispo Müller y
de Georg Gänswein, el secretario personal de Ratzinger y prefecto de la Casa
Pontificia, a quien el pontífice anterior también promovió? Como cardenal, en
1993, Ratzinger llamó al orden a los entonces obispos de Friburgo (Oskar
Saier), Ratisbona-Stuttgart (Walter Kasper) y Maguncia (Karl Lehmann) cuando
propusieron una solución pragmática a la cuestión de la comunión de divorciados
que habían vuelto a contraer matrimonio. Es típico que el actual debate, 20
años después, lo vuelva a desencadenar un arzobispo de Friburgo, Robert
Zollitsch, también presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. Zollitsch se
atrevió a proponer otra vez la necesidad de replantearse la praxis pastoral del
trato con los divorciados que se vuelven a casar. ¿Y el papa Francisco?
A
muchos la situación les parece contradictoria: aquí reforma eclesiástica, allí
el trato a los divorciados; el Papa querría avanzar, el prefecto de la fe
frena. El Papa piensa en personas concretas, el prefecto, sobre todo, en la
doctrina católica tradicional. El Papa querría ejercer la caridad, el prefecto
apela a la justicia y santidad de Dios. El Papa querría que el sínodo sobre
cuestiones de familia convocado para octubre de 2014 encontrara soluciones
prácticas; el prefecto se apoya en argumentos dogmáticos tradicionales para
poder mantener el despiadado statu quo. El Papa quiere que este sínodo acometa
nuevos avances reformistas, el prefecto, que anteriormente fue un profesor
neoescolástico de Dogmática, cree poder bloquearlos de antemano. ¿Sigue
teniendo el Papa bajo control a este vigilante suyo de la fe?
Al
respecto hay que decir que el propio Jesús se manifestó de forma inequívoca
contra la disolución del matrimonio. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre” (Marcos, 10, 9). Pero lo hizo sobre todo para favorecer a la mujer, que
en aquella sociedad estaba en desventaja jurídica y social frente al hombre, el
único que podía repudiar a su mujer en el judaísmo. De este modo, la Iglesia
católica, secundando a Jesús, incluso en una situación social completamente
distinta, debería pronunciarse expresamente en favor del matrimonio
indisoluble, que garantice a los contrayentes y a sus hijos relaciones estables
y duraderas.
Pero
el arzobispo Müller ignora evidentemente que Jesús manifestó en este punto un
mandamiento tendencial que, al igual que otros mandamientos, no puede excluir
el fracaso y la renuncia. ¿De verdad puede alguien imaginarse que Jesús no
habría condenado el trato que actualmente se dispensa a los divorciados? Él,
que protegió de forma especial a la adúltera frente a los “ancianos”, que se
dirigió especialmente a los pecadores y fracasados y que incluso se atrevió a
prometerles su perdón. Con razón dice el Papa: “Jesús debe ser liberado de los
aburridos patrones en los que le hemos encasillado”.
En
vista de la actual situación de desamparo de esos millones de personas en todo
el mundo que, pese a ser miembros de la Iglesia católica, no pueden participar
de la vida sacramental, de poco sirve citar un documento romano tras otro sin
responder de forma convincente a la pregunta decisiva: ¿por qué no hay perdón
precisamente para este fracaso? ¿No ha fracasado de forma lastimosa la doctrina
en lo tocante a la prevención del embarazo, sin que haya logrado imponerse en
la Iglesia? Un fracaso semejante debería evitarse a toda costa en lo que
respecta a la separación.
En
cualquier caso, la solución no es reclamar nuevos “esfuerzos pastorales” y
pretender que se concedan con mayor generosidad las anulaciones matrimoniales,
como sugiere el arzobispo. El auténtico escándalo para muchos católicos no es
que la gente se divorcie y se vuelva a casar, sino la desvergonzada hipocresía
que esconden muchas anulaciones matrimoniales… ¡incluso cuando hay varios
hijos!
Solo
en el año 2012, en Alemania, el porcentaje de divorcios alcanzó el 46,2%
respecto a los matrimonios celebrados ese mismo año. Si partimos de las tasas
actuales de divorcio y se suma a ellas el creciente número de parejas católicas
que solo se ha casado por lo civil o que vive sin vínculo matrimonial alguno, solo
en Alemania prácticamente la mitad de las parejas católicas estarían excluidas
de los sacramentos. No hay que olvidar tampoco los muchos niños afectados por
la distorsionada relación de sus padres con la Iglesia. Se trata, por tanto, de
problemas pastorales de mayor alcance que cuestionan de forma radical la
credibilidad de la Iglesia oficial y del Papa.
Fue
la estrategia retrógrada de la Congregación para la Doctrina de la Fe la que
arrastró a la Iglesia a la crisis actual y la que tuvo como consecuencia el
abandono de la Iglesia de millones de personas, en particular el de aquellos
divorciados que contrajeron segundas nupcias y a los que se excluyó de los
sacramentos. Haría un daño tremendo a la Iglesia católica que 50 años después
del Concilio Vaticano II se estableciera en el Vaticano un nuevo cardenal
Ottaviani —jefe entonces de la Congregación para la Doctrina de la Fe, o
Inquisición— que se sintiera llamado a imponer su visión conservadora de la fe
al Papa y al concilio; o a la Iglesia entera.
E
infligiría un daño inmenso a la credibilidad del papa Francisco que los
reaccionarios del Vaticano le impidieran poner en práctica lo antes posible lo
que predica con sus palabras y sus gestos, llenos de caridad y sentido
pastoral. La curia no puede dilapidar el enorme capital de confianza que el
Papa ha reunido en sus primeros meses. Incontables católicos esperan:
—Que
el Papa perciba la cuestionable posición teológica y pastoral del guardián de
la fe, Müller;
—Que
ponga coto a la Congregación para la Doctrina de la Fe y la someta a su línea
teológica de orientación pastoral;
—Que
la elogiable encuesta dirigida a obispos y católicos laicos con respecto al
próximo sínodo sobre las familias desemboque en decisiones claras, fundadas en
la Biblia y cercanas a la realidad.
El
papa Francisco dispone de las necesarias cualidades de capitán para gobernar el
barco de la Iglesia sabia y valerosamente entre las tempestades de la época; la
confianza de la grey de la Iglesia le servirá de apoyo. Ante el viento de proa
curial, muchas veces tendrá que navegar en zigzag. Pero, así lo esperamos, con
la brújula del Evangelio (y no del derecho canónico) mantendrá el rumbo franco
hacia la renovación, el ecumenismo y la apertura al mundo. Evangelii gaudium es
a este respecto una etapa importante, pero ni de lejos la meta.
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