¿Adónde
vamos?/Federico Ysart, periodista.
Publicado en ABC
|7 de febrero de 2014
Ypor
si algo faltara, ahora el cambio climático. Pocas certezas subsisten hoy
capaces de afianzar la confianza de los españoles en su futuro, en un futuro
mejor. El cúmulo de circunstancias en que diariamente se ven enredados ha
disuelto gran parte de los anclajes que los mantenían enraizados en una
determinada cultura; principios diversos que, entrelazados, han venido
definiendo los rasgos de nuestra sociedad.
La
necesidad de un golpe de timón comienza a abrirse paso en los sectores más
sensibles de la opinión pública nacional. Golpe de timón no tanto para cortar
de raíz algunos bochornosos episodios nacionales de nuestros días como para
infundir la convicción de que alguien está al timón, alguien concreto, conocido,
que sabe adónde ir y cómo llegar.
La
Historia de la Humanidad está pavimentada de viajes hacia lo desconocido.
Empresas hubo que marcaron eras, como el Éxodo israelita desde Egipto a las
tierras de Canaán o la llegada de las tres carabelas hispanas al continente
americano; tuvieron el líder adecuado y con la convicción precisa para embarcar
a muchos hacia un destino que sólo él vislumbró. Fueron hazañas impulsadas por
la ambición de los mejores para abrir espacios nuevos, desconocidos por la
mayoría. La Odisea de Ulises, Marco Polo en China y hasta la Misión Apolo que
puso al hombre sobre la Luna fueron otras tantas aventuras de éxito; de los
fracasos apenas queda huella.
De
todos aquellos hitos que nos siguen cautivando muchas cosas cabe decir; muchas,
menos que la faena fuera fácil. Ulises solventó escollos como el paso entre
Escila y Caribdis con una nave presa del pánico de sus tripulantes; homérico,
pero no menos pulso requirieron la calma chicha y las escaseces que los de
Colón enfrentaron en su viaje al lejano Cipango venturosamente abreviado en las
riberas caribeñas. Porque en el ejercicio del mando hasta los mejores pueden
equivocarse.
España
necesita un rearme moral ya, antes, durante y después de tener todas sus
capacidades productivas puestas a trabajar. La confianza, básica para conseguir
la aceptación de un liderazgo, se pierde de una vez, pero ganarla cuesta una
eternidad; y solo dándola el gobernante puede mantener al país centrado en lo
fundamental. No está sucediendo aquí y ahora.
Los
costurones abiertos son demasiados, y demasiado importantes, pero bastaría con
operar sobre alguno de entre ellos para hacer saber a todos que hasta aquí
llegaron determinados despropósitos. El monocultivo político del crecimiento y
empleo no garantiza el éxito de la cosecha. El granero puede saltar por los
aires; saboteadores no faltan y el ambiente les es propicio. Entre jueces
políticos porque los políticos les dieron la alternativa en los más altos
ruedos del poder, sindicatos que no cumplen su función, la oposición travestida
de antisistema, el partido del Gobierno víctima de orfandad y los secesionistas
irredentos, las chispas pueden degenerar en fuego incontrolable.
Es
lo que puede suceder cuando la sociedad carece de reflejos tan básicos como la
autodefensa, el principio de conservación. Ha quedado al pairo, ausente,
víctima quizá de la resaca de aquellos tiempos de vino y rosas no tan lejanos.
Lo que comenzó por una catarsis económica, de riqueza, ha mutado a una crisis
moral sin precedentes en nuestra reciente historia. La ética es hoy para media
España un lujo superfluo.
No
es preciso desgranar las cuentas de la escandalera nacional, basta con un dato:
la economía informal alcanza una cuarta parte del producto nacional, doscientos
cincuenta mil millones de euros libres de impuestos; a saber cuánto valor
añadido se evapora a diario entre quien paga sin factura y el que sin factura
cobra, o cuántos empleos sumergidos están sobrealimentándose con el subsidio de
paro que a otros no alcanza.
La
lucha por el ajuste que tantos y merecidos beneplácitos recoge entre nuestro
vecindario ha preterido los remedios que requiere el resto de las dificultades.
Los socios europeos o amigos norteamericanos no viven en sus carnes la gravedad
que aquí han alcanzado nuestros males. Los efectos de nuestros problemas los
sufrimos nosotros, no son compartidos. Requieren atención y cuidados
permanentes, y la pasividad no siempre es prudente. La prudencia es el buen
juicio, la moderación y la sensatez al obrar; no el quietismo de aquellos
extraños contemplativos de finales de nuestro Siglo de Oro inspirados por la
«Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce por el interior camino
para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior»,
de Miguel de Molinos. Y así vino lo que llegó…
Hoy
el Gobierno y los responsables políticos, si es que alguno queda de guardia,
deberían abordar dos desafíos cuanto menos, con tanta prudencia como
determinación; urgentemente, no precipitadamente. El primero, restablecer el
imperio de la ley; el segundo, sentar las bases de una nueva frontera, un
newdeal, un horizonte nacional que alcanzar al término de la década.
El
imperio de la ley. Los secesionistas que gobiernan las instituciones del Estado
en Cataluña no son el único problema que registra el incumplimiento de las
leyes, aunque la desfachatez de sus agentes lo haga más evidente. Pero no son
menos grave la insumisión de los evasores fiscales, o de los movimientos
radicales y el agitprop que embravece sus aquelarres, la de los etarras que se
burlan de la ley en los mismísimos juzgados, y la de los sindicatos y otros
colectivos que impiden la entrada en vigor de leyes aprobadas democráticamente.
Sin restaurar el imperio de la ley nada estará seguro en la conciencia de los españoles;
con tanta prudencia como seguridad, la que da el estar cumpliendo lo debido.
Un
horizonte nacional. Esta y todas las sociedades, sobremanera en épocas de
incertidumbre, requieren un punto de referencia al que orientar su marcha,
donde fijar el término del esfuerzo que las circunstancias le requieren. La
democracia y la libertad fueron nuestra nueva frontera en los años 70 del
pasado siglo, y aquella Transición sí que fue un gran viaje. Definir el
horizonte nacional que alcanzar en 2020 es trabajo que deberían acometer las
instituciones vivas del país; privadas y públicas, académicas y políticas.
Perfilarlo quizá no fuera demasiado difícil; las aspiraciones se corresponden
con las carencias. El problema reside en evaluar correctamente la entidad de
las prioridades.
En
mi opinión, el primer bastión a derribar es la corrupción; puesto en positivo,
la regeneración ética de la vida nacional. El segundo, la partitocracia; en
positivo, la transparencia y apertura de partidos e instituciones a la realidad
social. El tercero, la insolidaridad; en positivo, hacer que todos los
españoles se sientan copropietarios de España. A partir de ahí, cualquier meta
sería superable sabiendo todos adónde nos dirigimos.
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