Razón,
religión y fundamentalismo/Pedro Blanco Sarto, profesor de la Universidad de Navarra.
ABC
| 19 de agosto de 2014
EL
11 de septiembre de 2001 dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas,
destruyéndolas en su totalidad. El atentado inspirado en el fanatismo religioso
causó la muerte a cerca de tres mil personas y fueron heridas otras seis mil,
así como la destrucción del entorno del World Trade Center de Nueva York. Mal
empezaba el siglo. En Irak en estos días las cosas no van mejor. Treinta y tres
días después del atentado del 11-S, Jürgen Habermas recibía en la Pauluskirche
de Fráncfort el premio nacional de los libreros, con el utópico motivo de la
paz. En contra de las voces dominantes que hablaban de nuevas guerras de
religión, el filósofo ilustrado y neomarxista («con escaso oído musical para la
religión», como él mismo decía) afirmaba que el atentado «había hecho vibrar
una cuerda religiosa en lo más íntima de la sociedad secular». Iglesias,
sinagogas y mezquitas se llenaron y no para clamar venganza. Es más, aseguraba
que el fundamentalismo era un fenómeno moderno, que debía más a las ideologías
que a los principios religiosos (en esto coincidía con Ratzinger, quien pensaba
que el fundamentalismo islámico debía más al marxismo que al islam). Habermas
sostenía además que los fundamentos éticos del Estado liberal eran de origen
religioso, si bien secularizados y expresados en un sentido racional.
Dos
años y medio después del atentado contra las Torres Gemelas, en 2004, tuvo
lugar el famoso encuentro entre Habermas y Ratzinger, el filósofo ilustrado y
el teólogo dogmático, que dio lugar al llamado MunichPaper. Se han cumplido
ahora diez años de ese debate. En primer lugar, el título de la intervención
resulta significativo: «Fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal».
Por tanto, se entiende una sociedad liberal como espacio posible de convivencia,
es decir, una sociedad democrática y pluralista; no se piensa pues en un Estado
confesional, o en una identificación entre la Iglesia y el Estado. En segundo
lugar, hablamos de «fundamentos morales prepolíticos»: no se va a hablar de
política o de una determinada orientación ideológica, sino de ética y de la
fundamentación previa del juego político, según los principios emanados a
partir del pensamiento cristiano. Existía así una sintonía inicial entre ambos
interlocutores.
Lejos
de la pregunta escéptica y despreciativa de Pilatos («¿qué es la verdad?»),
Ratzinger y Habermas se planteaban ambos en serio la «cuestión de la verdad»,
tal vez desde concepciones distintas. En este sentido, el futuro Papa apelaba
al «proyecto de una ética mundial» ( Project Weltethos), por el que había
abogado Hans Küng, al que le va a dar sin embargo un contenido nuevo. Ha de ser
posible una ética mundial que podría ser compartida por todos, creyentes y no
creyentes, todos ellos pensantes. Ratzinger acudía más a la razón y a la
ciencia, que a una fe cristiana no siempre compartida por todos. No renuncia a
ella, pero tampoco la impone. Como había dicho Chesterton: el problema actual
no es tanto el de la falta de fe, sino el de la falta de razón…
Ratzinger
apelaba además al derecho, que ha de estar por encima de los intereses
individuales y de «la ley del más fuerte». Esta ley ha de conjugarse con la
libertad: en ella ha de realizarse de modo pleno. El derecho no es un
instrumento del poder, sino «expresión del común interés de todos». Por eso no
puede coartar ni limitar mi libertad, sino darle alas, ayudarla a crecer.
Aparte del criterio de la mayoría, hace falta una referencia común a todos, un
refugio en el que todos puedan cobijarse. Eso es lo que llamamos verdad,
naturaleza, dignidad humana o lo que Habermas denomina con cierta audacia
imagodei, tal vez en un sentido débil. Porque tampoco el consenso resulta
suficiente para fundamentar los derechos humanos, tal como se aprecia también
en la actualidad. Habría que superar la crisis de la ley o del derecho natural,
por la cuenta que nos trae.
El
teólogo Johann Baptist Metz consideró que Habermas no podía ser considerado sin
más un filósofo «postmetafísico», a la vez que mencionó la piedra de escándalo:
la cuestión de la verdad. La diferencia entre ambos era por tanto clara:
mientras para Habermas la verdad es fruto del diálogo, para Ratzinger el
diálogo es fruto de la verdad. Mientras el filósofo entendía la verdad tan solo
como consenso, para el teólogo es la verdad que salva, encarnada en la persona
de Jesucristo, a la que podemos acceder por la razón. En las circunstancias
actuales de califatos expansionistas la cuestión no está fuera de lugar. La
pregunta que nos queda pendiente entonces es si, en medio de ese ambiente
posmoderno y –podríamos decir– postsecular tendrá cabida la religión. Por lo
menos, bastaría de momento con que tuvieran espacio también la razón, la
conciencia, la justicia y un concepto amplio de naturaleza. El acuerdo
alcanzado desde la diferencia por Habermas y Ratzinger hace diez años podría
aportar algunas luces al momento actual.
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