Revista
Proceso
# 2058, 2 de abril de 2016..
Esclavizado por
el narco/EZEQUIEL FLORES CONTRERAS
El
padre de Jhosivani Guerrero de la Cruz, uno de los normalistas de Ayotzinapa,
se niega a aceptar que los restos de su hijo hayan sido identificados por la
Universidad de Innsbruck. En su lucha por obtener justicia y la presentación
con vida de los muchachos, Margarito Guerrero incluso ve con esperanza la
posibilidad de que el joven haya sido secuestrado, y los narcos, en contubernio
con el gobierno, lo tengan esclavizado en la producción de estupefacientes. Un
destino duro, al que él mismo sobrevivió cuando estuvo en esa condición en el
rancho El Búfalo, en los ochenta.
CHILPANCINGO,
GRO.- En la década de los ochenta, Margarito Guerrero –padre de uno de los 43
normalistas desaparecidos de Ayotzinapa– permaneció secuestrado durante mes y
medio en el rancho El Búfalo, ubicado al sur del estado de Chihuahua, donde más
de 13 mil campesinos fueron obligados a cosechar mariguana en la propiedad
administrada por el capo Rafael Caro Quintero, puesto en libertad el 9 de
agosto de 2013 y casi de inmediato declarado prófugo.
En
noviembre de 1984, el Ejército aseguró este predio de más de 3 mil hectáreas,
donde decomisó mariguana por un valor estimado de 8 mil millones de pesos. El
caso exhibió los nexos de organizaciones delictivas con agentes de la DEA, así
como con mandos militares y del gobierno federal para producir enervantes desde
Guerrero hasta Baja California a fin de abastecer el mercado de Estados Unidos.
Margarito
Guerrero recuerda esa historia para sostener su esperanza de que, a más de 18
meses de la desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa, su hijo
Jhosivani Guerrero de la Cruz y sus compañeros continúen con vida. Tal vez,
dice, lo hayan forzado a trabajar en un campo de droga controlado por la
delincuencia y tolerado por el gobierno, como le sucedió a él en los ochenta.
El
hombre de duro semblante y piel curtida por el sol narra la singular anécdota
sobre su cautiverio en aquel campo de producción de mariguana en Chihuahua, que
utilizaba mano de obra esclava y donde él conoció a Joaquín El Chapo Guzmán
cuando el sinaloense todavía era uno de los “mayordomos” que vigilaban a los
trabajadores del rancho, administrado por el cártel de Guadalajara.
Poco
se sabe de este pasaje temprano de la carrera delictiva del Chapo, quien tras
la detención de su mentor Rafael Caro Quintero se convirtió en líder del Cártel
de Sinaloa y, tras dos espectaculares fugas que volvieron a exhibir las
complicidades entre funcionarios y narcotraficantes, actualmente se encuentra
preso en el penal federal del Altiplano.
Hasta
el momento don Margarito sólo ha compartido lo que sabe con gente de su
confianza, pues considera que políticos y autoridades se dedican a
desprestigiar a toda costa a los padres y los activistas que impulsan el
movimiento social para exigir justicia en el caso Ayotzinapa y la presentación
con vida de los estudiantes desaparecidos.
No
obstante, considera que la situación en Guerrero y el resto del país sigue
igual o peor que hace 32 años, es decir, que los campesinos y los más pobres
son usados y desechados por autoridades y delincuentes para beneficiarse a
costa del sufrimiento de los demás. Por eso decidió contar su historia.
Proceso
entrevistó a don Margarito el 25 de marzo, después de una procesión religiosa
en las calles de esta capital, en la iglesia de Santa María de la Asunción,
donde los padres y otros familiares de los 43 estudiantes afirmaron que las
élites política y económica del país les han impuesto una pesada cruz al
ocultar deliberadamente información sobre el caso con el fin de proteger a los
sicarios y a los agentes del Estado que incurrieron en graves violaciones a los
derechos humanos.
“El
gobierno sabe que existen lugares donde esa gente (el narco) tiene a personas
inocentes trabajando para ellos”, dice el padre de Jhosivani Guerrero.
En
la plaza central Primer Congreso de Anáhuac de Chilpancingo este semanario le
preguntó su opinión sobre el anuncio del subsecretario de Gobernación, Roberto
Campa, de que se otorgará la reparación del daño a las víctimas directas o
indirectas del caso Ayotzinapa a partir de un Diagnóstico de Impacto
Psicosocial.
En
septiembre pasado, la Procuraduría General de la República (PGR) dio a conocer
que Jhosivani había sido el segundo estudiante de Ayotzinapa identificado por
los expertos de la Universidad de Innsbruck, a partir de las muestras de restos
óseos que envió la dependencia federal. La primera víctima identificada por
este instituto austriaco fue Alexander Mora Venancio el 7 de diciembre de 2014.
Pero
Margarito Guerrero señala que él y su familia siempre han rechazado la versión
oficial de que su hijo está muerto.
Esclavitud
en Chihuahua
En
1984 Guerrero partió con siete amigos del pequeño poblado mezcalero de Omeapa,
municipio de Tixtla, rumbo a los campos agrícolas del norte del país. Se
unieron a unos 300 jornaleros procedentes de comunidades rurales y marginadas
de la Montaña guerrerense.
En
ese tiempo aún no nacía Jhosivani, el menor de los siete hijos de Martina de la
Cruz y Margarito Guerrero.
El
enganchador les había ofrecido 100 pesos diarios por trabajar en la pizca de
manzana. Aceptaron y se fueron en un camión desvencijado. Tras varios días,
llegaron a un extenso campo agrícola.
Cuando
se percataron que se trataba de un inmenso plantío de mariguana, sus
reclutadores les dijeron, burlones: “Ahí está su manzana”. Nadie protestó o se
quiso regresar, porque vigilaban el lugar hombres armados.
Don
Margarito cuenta que también había unos empleados a quienes les decían
“mayordomos” y se encargaban de vigilar a los trabajadores. Recuerda a uno de
ellos: el joven Joaquín Guzmán, apodado El Chapo, quien, afirma, tenía buen
carácter y trataba decentemente a los jornaleros.
“Eran
muchos mayordomos. Imagínese: uno vigilaba a 80 campesinos, y éramos como 13
mil tan sólo en uno de los tres predios que conformaban el rancho.”
De
esta forma, los 300 guerrerenses fueron obligados a sumarse al cultivo del
estupefaciente que operaba bajo la protección gubernamental y del Ejército en
la década de los ochenta, entre los municipios de Jiménez y Camargo, en el sur
de Chihuahua.
Según
informes periodísticos de esa época, el rancho El Búfalo estaba equipado con la
mejor tecnología agropecuaria y fue detonante económico de los alrededores.
“Había de todo”, confirma don Margarito, y describe los jornales a los que eran
sometidos en ese ambiente, opuesto a la calidez de Guerrero:
“Trabajábamos
de las cuatro de la mañana a las 12 de la noche. Los mayordomos nos daban tres
cobijas por persona para aguantar el frío y las cambiaban a la semana porque
apestaban a mariguana.”
Agrega
que diariamente mataban tres reses, preparadas y servidas por 300 cocineros
para alimentar a los miles de cosechadores.
Explica
que cada uno tenía su función específica: unos campesinos se encargaban de
sembrar, y cuando la mata ya estaba madura otros cortaban “las colitas o lo
bueno” para separar las ramas, mientras otros más empaquetaban. Así producían
60 toneladas diarias de la yerba.
“Al
otro día, cuando nos levantábamos a trabajar, ya no había nada. Toda la
mariguana se la llevaban sepa a qué lugar y nosotros de nuevo a juntar la misma
cantidad.”
Cuando
se le pregunta si alguna vez intentó escapar, dice que no había posibilidades:
“Uno que otro burló el cerco armado, pero llegando a los pueblos cercanos la
misma gente los detenía y los regresaba al rancho. Por eso ya mejor te
aguantabas y no decías nada”.
El
castigo para los jornaleros que intentaban escapar del rancho era ponerlos a
realizar las tareas más duras. Los mayordomos decían que les iban a permitir
salir del rancho hasta que “cumplieran su contrato”.
“Nosotros
nos preguntábamos: ¿cuál contrato? Si nos dijeron que nos iban a pagar 100
pesos diarios por cortar manzana, no mariguana”, comenta.
–¿Y
al menos les pagaron los 100 pesos?
–No
nos pagaron nada. Yo estuve un mes y medio en el rancho y no me dieron el
dinero que nos prometieron.
Don
Margarito cuenta que en noviembre de 1984, cuando el Ejército irrumpió en el
rancho El Búfalo, todos los mayordomos y los hombres armados que tenían cercado
el perímetro escaparon y dejaron solos a los jornaleros.
“Nos
sacaron durante la noche. Algunas personas nos indicaban un sendero con
lámparas desde los cerros y así caminamos toda la noche… hasta las seis de la
mañana que llegamos a Falomir, donde los pobladores nos atendieron con agua y
comida.”
El
poblado de Estación Falomir, conocido también como Maclovio Herrera, está en el
municipio de Aldama, en Chihuahua. Los soldados lo rodearon para llevarse a los
jornaleros, entre ellos Margarito Guerrero, hasta un cuartel militar en la
capital de Chihuahua, donde permanecieron cinco días.
Finalmente
el gobierno trasladó a la Ciudad de México, en ferrocarril, a los jornaleros
originarios del sur. Los 300 guerrerenses volvieron a su entidad en autobuses,
donde todavía estuvieron detenidos unas horas, y después los dejaron libres.
Años
después Margarito Guerrero decidió emigrar a Texas, donde vivió nueve
años. l
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