Conversión/ Julio L. Martínez, SJ es catedrático de la Universidad Pontificia de Comillas.
ABC; domingo, 31/Jul/2022
Cada 31 de julio la Iglesia celebra la fiesta de san Ignacio de Loyola como día que es de su natalicio a la vida eterna. Este año la conmemoración ha sido especial, porque ha marcado la clausura del año 'Ignatius500' dedicado a conmemorar el 500 aniversario del comienzo de su conversión. El año ignaciano ha terminado, como también concluirá el 31 de diciembre próximo el bienio Xacobeo compostelano, pero no así la oferta de gracia, sanación y plenitud de vida que nombramos con esa palabra rotunda y sonora: conversión. Esa oferta permanece viva, no declina ni cesa la llamada a conectarse con el deseo más profundo que habita en el corazón de cada persona.
Por conversión entiendo una transformación del sujeto y de su mundo. Normalmente es un proceso prolongado, aunque su reconocimiento explícito pueda concentrarse en un lapso temporal limitado y en algunas decisiones importantes que cambian el curso de la existencia. No es solo un desarrollo o una serie de desarrollos, sino más bien un resultante cambio de curso y de dirección, que dirige la mirada, invade la imaginación y libera símbolos que penetran hasta las profundidades de la psique. Acaso la mejor imagen es la de los ojos que ven todas las cosas nuevas, al tiempo que se desvanece el antiguo mundo de apoyos y estructuras vitales.
La conversión es existencial, íntima y personal, pero no privada y solitaria, necesita expresarse y comunicarse. En efecto, a Ignacio le sucedió que le ardía dentro el deseo de comunicar lo que le había sucedido y por eso comenzó a registrar sus experiencias y lo que le iba pasando internamente para compartirlo con otros. Con el tiempo también necesitó formarse con rigor para que le permitiesen hablar de las cosas de Dios, y trabajó por crear una comunidad de compañeros para mutuo sostenimiento en la transformación personal y en las implicaciones y promesas de la nueva vida. Así su transformación fue primero personal, luego dio frutos comunitarios y después llegó a tener una concreción histórica e intergeneracional que todavía se mantiene. Están los millones de mujeres y hombres que a lo largo de los siglos han hecho Ejercicios Espirituales o han recibido educación según el camino ignaciano. Y los miles de jesuitas que a lo largo de la historia de la Compañía de Jesús hemos sentido la convocación a vivir con Cristo y como Él, para servirle en las fronteras de la fe con la cultura y la justicia.
Uno de esos jesuitas fue el canadiense Bernard Lonergan, profesor de la Universidad Gregoriana de Roma, cuyas reflexiones sobre la conversión en cuanto vivida y afectante a todas las operaciones conscientes e intencionales de una persona marcan mi comprensión de esa materia. Lonergan habló de ella en un triple sentido: intelectual, moral y religioso.
La conversión religiosa consiste en una entrega total y permanente de sí mismo, sin condiciones, restricciones ni reservas; es enamorarse de manera ultramundana y ser alterado por la gracia. Para los cristianos el principio de la conversión religiosa es el amor de Dios que inunda el corazón por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5: 5). Abrirse al amor de Dios para amarle con toda el alma y toda la mente, y al prójimo como a uno mismo (Mc 12: 31, 33, cf. Dt 6: 4) es superar los límites de la pura humanidad que en el orden histórico tiende a ser menos que humana. Frutos de ese amor son la alegría, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad o la fidelidad (1 Cor 13; Gal 5: 22). Somos sanados en lo más íntimo de nuestro ser no por nuestros méritos o cualidades sino por la misericordia infinita de Dios. Claro que podemos escaparnos del amor mediante la superficialidad, evadiendo las cuestiones últimas o dejándonos absorber mundanamente, pero «esa fuga no puede ser permanente y la ausencia de plenitud se revela entonces en inquietud, la ausencia de alegría en la búsqueda del placer, la ausencia de paz en disgusto depresivo con relación a sí mismo o en disgusto maníaco, hostil, aun violento con relación a la humanidad» (Lonergan).
Ser tocado por la gracia no se mide en progreso moral, sin embargo, de la conversión religiosa sí brota el querer ordenar la vida. La conversión moral se impone cuando uno descubre que le toca decidir qué hacer de sí mismo respecto del bien; y se traduce en criterios de elección y decisión práctica que pasan de la mera satisfacción a los valores. De la conversión religiosa y moral emerge con el tiempo una conversión intelectual que descansa sobre el hecho de que el mundo aprehendido por la fe no anula la vida concreta y pide realismo crítico para conocer lo que es verdadero, superando ideologías que separan de lo real. Para avanzar por la senda de la autenticidad, el sujeto debe ser «atento, inteligente, razonable y responsable». En lo cotidiano de la existencia esos imperativos transcendentales ayudan a resistir los elementos ideológicos que pugnan por obnubilar y distorsionar la conciencia. El conocimiento crítico no es una propiedad natural o algo recibido de una vez para siempre; es una tarea y un deber.
Sabemos que la conversión no acontece evadiéndose o autoengañándose, pero tampoco adviene solo por centrarse sobre las preocupaciones o las necesidades que a uno le afligen para resolverlas. Adviene al ir liberando el deseo profundo que habita en todo corazón humano, aun en la fragilidad y la vulnerabilidad o cuando está sumido en la ofuscación. Ese camino lo empezó a vivir Ignacio tras la herida de Pamplona en medio de una penosa y larga convalecencia que acabó convirtiéndose para él en experiencia de recepción de agua viva que calmó y luego colmó su sed. Lo que era amenaza sin paliativos por el peligro de muerte y por la frustración de todos sus planes de gloria mundana se tornó maravillosa oportunidad de plenitud. Lo que a tientas fue haciendo resultó ser un camino práctico para que su ser gravemente herido se encontrara con Jesús; por eso sintió una necesidad irrefrenable de consignar por escrito el método que a él le había servido a fin de ayudar a muchos otros en la tarea más esencial de la vida.
No son fáciles nuestros tiempos, tampoco lo fueron aquellos de comienzos del siglo XVI. Si hoy necesitamos conversión pastoral de las estructuras eclesiales, qué decir de lo que precisaba aquella época de excesos y rupturas/reformas. Como pide el Papa Francisco, se trata de activar el dinamismo evangelizador de las estructuras de la Iglesia, poniendo el acento en la primacía de la misericordia y del sentido de la misión hacia todos, a fin de que verdaderamente favorezcan el encuentro personal con Jesucristo, pues el 'quid' está en la conversión personal, que es libre, gratuita y se ofrece a todos.
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