Elogio de la cautela presidencial/Paul Kennedy, catedrático de Historia en la Universidad de Yale y director de su Centro de Estudios de Seguridad Internacional.
Traducción de Pilar Vázquez
Publicado en EL PAÍS, 01/07/09;
¡Vaya por Dios! En medio de la crisis que está teniendo lugar en Irán, una crisis que podría conducir al país a una terrible guerra civil, el Partido Republicano estadounidense acusa al presidente Obama de mostrarse “apocado y pasivo” por no pronunciarse claramente en contra de la violencia con la que se están reprimiendo en Teherán las protestas de la oposición.
¿No debería ser Estados Unidos, el líder reconocido (y a menudo autoproclamado) del Mundo Libre, el primero en criticar lo que está sucediendo en Irán, donde se arresta a los dirigentes de la oposición, se reprimen violentamente las protestas públicas y se expulsa del país a los periodistas extranjeros? ¿Por qué tanta cautela? ¿Por qué se muestra tan indeciso Estados Unidos, “el país de la libertad”?
Incluso las declaraciones de Obama al respecto de la crisis iraní en la conferencia de prensa del 23 de junio pasado, supuestamente más enérgicas que las anteriores, son, en una lectura más atenta del texto, un modelo de prudencia. A este paso, podríamos terminar oyendo esas palabras tan temidas por los republicanos: tranquilidad y contemporización.
Pero vamos a ver. Hay dos razones -o, más bien, dos niveles de razones- que explican la cautelosa actitud de la Casa Blanca.
La primera es de orden práctico: ¿qué puede hacer en concreto Estados Unidos en Irán? La respuesta es: “nada”. Más que ayudar al país, la intervención estadounidense exacerbaría la situación. Como señalaba muy atinadamente el senador por Connecticut, Christopher Dodd, lo peor que podría hacer Washington es darle al desgastado Gobierno iraní la posibilidad de decir que se trata de una oposición dirigida desde Estados Unidos, que las manifestaciones multitudinarias se convocan desde Estados Unidos.
Todo estadounidense con un mínimo conocimiento de la historia de su país debería entenderlo. Cuando estalló la Guerra Civil Americana, varios países europeos hablaron de prestar apoyo a los Estados del Norte o de intervenir en defensa del Sur. Pero eso era una pura fantasía. En ese momento, los estadounidenses estaban decididos a dirimir sus diferencias, de la misma manera que hoy los iraníes están resolviendo las suyas, aunque esto les pueda llevar un año, dos, o toda una década. No tiene sentido alguno que el Tío Sam se meta a enfangarse en aguas pérsicas.
Y esto nos lleva al segundo nivel de razones. Pese a sus muchos problemas internos, Estados Unidos cuenta todavía con una inmensa reserva de recursos para intervenir en la mayor parte del globo. Y no ha dejado de tenerlos desde 1917, más o menos, cuando le tomó la delantera a Europa como centro de la política mundial. Aquel año intervino, y de forma decisiva, en la Primera Guerra Mundial, y volvió a hacerlo, todavía más decisivamente, en la Segunda.
Pero después de 1945, su estrategia global dio un giro interesante y fundamental. En lugar de ser la última Gran Potencia en entrar en liza (y, por consiguiente, con sus fuerzas intactas), adoptó el papel opuesto. A partir de entonces posicionaría sus ejércitos en primera línea, a lo largo de las fronteras de la inseguridad, unas fronteras que se habían expandido enormemente después de la guerra: Berlín, el Mediterráneo, Corea, el Sureste asiático. A medida que se retiraban las legiones francesas y británicas, avanzaban las tropas estadounidenses.
Algunos de estos movimientos eran comprensibles (la doctrina Truman, la creación de la OTAN, la intervención en Corea), y otros no tenían razón de ser (las intervenciones en Vietnam, Irán y América Central). Pero el cambio de estrategia tuvo otra consecuencia, y es que con el paso del tiempo, tanto los estadounidenses como el resto del mundo empezaron a esperar que, en caso de crisis internacional, el lugar donde se tomaran las decisiones, donde sucediera todo, donde recayera toda la responsabilidad fuera Washington.
La idea de que hubiera lugares en el mundo en los que Estados Unidos no estuviera estratégicamente interesado llegó a ser inconcebible. Al igual que poco a poco se fue haciendo inimaginable la posibilidad de que un presidente estadounidense viera suceder una convulsión política en un lugar u otro del mundo sin dar su opinión o proponer una política decisiva al respecto. Los más acérrimos enemigos del país, al igual que los patriotas más fervientes -sin duda, una extraña combina-ción-, daban por supuesto que Estados Unidos había de estar ahí, en primera línea.
En mi opinión, creer que Estados Unidos debe capitanear siempre la carga de la caballería global y hacerla intervenir en lugares muy alejados de sus fronteras no sólo es una falsa ilusión, sino también una receta para el desastre. Se trata de una creencia basada en la suposición constante de que nos encontramos ante el peor de los escenarios: Irán enviando misiles nucleares a Israel, Corea haciendo lo mismo con Japón o los talibanes volando por los aires el Yankee Stadium. Es imposible tener una sociedad civil permanentemente organizada en torno a unas hipótesis de desastre inminente; no estamos en plena Batalla de Inglaterra, con los nazis preparándose para atacar al otro lado del Canal de la Mancha.
Sí que estamos, sin embargo, en un mundo en el que hay un pequeño número de regímenes desquiciados y/o inestables, y, sin lugar a dudas, es del todo aconsejable que Estados Unidos mantenga el alto nivel de su capacidad de control y respuesta y no malgaste la pólvora en salvas. Pero tampoco hay indicios, pese a lo que afirman los seguidores de Cheney, de que el Gobierno de Obama no lo comprenda.
Lo que parece que no acaban de comprender quienes lo critican es que hay más jugadores en el campo de juego, es decir, otros países a quienes afectan más que a Estados Unidos las acciones desagradables o inconvenientes de los Estados rufianes. Por ejemplo, si la Rusia de Vladimir Putin llegara a hacer la tontería de utilizar los recursos energéticos para chantajear a sus vecinos occidentales el invierno que viene, será la Unión Europea quien tendrá que hacerse cargo del problema. Si empeora la situación en Pakistán, ¿no será mayor motivo de preocupación para India, Rusia, China, Arabia Saudí y otros países vecinos que para Estados Unidos? Si la situación estalla en Corea del Norte, ¿no es China, aparte de Corea del Sur, el país más directamente afectado? ¿Por qué tiene que ser Estados Unidos el primero en hablar, el primero en actuar, el primero en sentirse obligado a responder?
Durante las décadas de 1870 y 1880 los Balcanes fueron el escenario de repetidas convulsiones políticas y guerras locales, lo que provocó que Rusia amenazara con intervenir, y Austria con responder a la intervención. Pero lo que todo el mundo necesitaba saber era lo que haría Bismarck, el gran canciller alemán. La política de Bismarck fue mantener la boca cerrada, una muestra de prudencia por su parte, pues sembró la incertidumbre en otros gobiernos, los cuales, a su vez, mostraron también más cautela. Al mismo tiempo, año tras año autorizaba nuevas mejoras en el ya renovado ejército prusiano. Esta combinación -moderación internacional unida a calladas mejoras de su poder militar- funcionó.
Puede que la moderación de Bismarck no sea posible hoy en Estados Unidos, donde ciertas tertulias radiofónicas y televisivas y ciertos diputados irresponsables se desgañitan pidiendo al Gobierno que actúe de inmediato, lo que provoca que los consejeros políticos de la Casa Blanca urjan al presidente a mostrarse más firme, a pronunciarse de una forma más contundente, a ser más resolutivo.
Pero ahora mismo no es el momento para que el presidente Obama se muestre “más resolutivo” con respecto a Irán, porque los estadounidenses no tienen nada que resolver en esa crisis. Más bien, es el momento de recordar la política de unos de sus más grandes predecesores en el cargo. Theodore Roosevelt hablaba suavemente, pero no se olvidaba de llevar un buen garrote.
¿No debería ser Estados Unidos, el líder reconocido (y a menudo autoproclamado) del Mundo Libre, el primero en criticar lo que está sucediendo en Irán, donde se arresta a los dirigentes de la oposición, se reprimen violentamente las protestas públicas y se expulsa del país a los periodistas extranjeros? ¿Por qué tanta cautela? ¿Por qué se muestra tan indeciso Estados Unidos, “el país de la libertad”?
Incluso las declaraciones de Obama al respecto de la crisis iraní en la conferencia de prensa del 23 de junio pasado, supuestamente más enérgicas que las anteriores, son, en una lectura más atenta del texto, un modelo de prudencia. A este paso, podríamos terminar oyendo esas palabras tan temidas por los republicanos: tranquilidad y contemporización.
Pero vamos a ver. Hay dos razones -o, más bien, dos niveles de razones- que explican la cautelosa actitud de la Casa Blanca.
La primera es de orden práctico: ¿qué puede hacer en concreto Estados Unidos en Irán? La respuesta es: “nada”. Más que ayudar al país, la intervención estadounidense exacerbaría la situación. Como señalaba muy atinadamente el senador por Connecticut, Christopher Dodd, lo peor que podría hacer Washington es darle al desgastado Gobierno iraní la posibilidad de decir que se trata de una oposición dirigida desde Estados Unidos, que las manifestaciones multitudinarias se convocan desde Estados Unidos.
Todo estadounidense con un mínimo conocimiento de la historia de su país debería entenderlo. Cuando estalló la Guerra Civil Americana, varios países europeos hablaron de prestar apoyo a los Estados del Norte o de intervenir en defensa del Sur. Pero eso era una pura fantasía. En ese momento, los estadounidenses estaban decididos a dirimir sus diferencias, de la misma manera que hoy los iraníes están resolviendo las suyas, aunque esto les pueda llevar un año, dos, o toda una década. No tiene sentido alguno que el Tío Sam se meta a enfangarse en aguas pérsicas.
Y esto nos lleva al segundo nivel de razones. Pese a sus muchos problemas internos, Estados Unidos cuenta todavía con una inmensa reserva de recursos para intervenir en la mayor parte del globo. Y no ha dejado de tenerlos desde 1917, más o menos, cuando le tomó la delantera a Europa como centro de la política mundial. Aquel año intervino, y de forma decisiva, en la Primera Guerra Mundial, y volvió a hacerlo, todavía más decisivamente, en la Segunda.
Pero después de 1945, su estrategia global dio un giro interesante y fundamental. En lugar de ser la última Gran Potencia en entrar en liza (y, por consiguiente, con sus fuerzas intactas), adoptó el papel opuesto. A partir de entonces posicionaría sus ejércitos en primera línea, a lo largo de las fronteras de la inseguridad, unas fronteras que se habían expandido enormemente después de la guerra: Berlín, el Mediterráneo, Corea, el Sureste asiático. A medida que se retiraban las legiones francesas y británicas, avanzaban las tropas estadounidenses.
Algunos de estos movimientos eran comprensibles (la doctrina Truman, la creación de la OTAN, la intervención en Corea), y otros no tenían razón de ser (las intervenciones en Vietnam, Irán y América Central). Pero el cambio de estrategia tuvo otra consecuencia, y es que con el paso del tiempo, tanto los estadounidenses como el resto del mundo empezaron a esperar que, en caso de crisis internacional, el lugar donde se tomaran las decisiones, donde sucediera todo, donde recayera toda la responsabilidad fuera Washington.
La idea de que hubiera lugares en el mundo en los que Estados Unidos no estuviera estratégicamente interesado llegó a ser inconcebible. Al igual que poco a poco se fue haciendo inimaginable la posibilidad de que un presidente estadounidense viera suceder una convulsión política en un lugar u otro del mundo sin dar su opinión o proponer una política decisiva al respecto. Los más acérrimos enemigos del país, al igual que los patriotas más fervientes -sin duda, una extraña combina-ción-, daban por supuesto que Estados Unidos había de estar ahí, en primera línea.
En mi opinión, creer que Estados Unidos debe capitanear siempre la carga de la caballería global y hacerla intervenir en lugares muy alejados de sus fronteras no sólo es una falsa ilusión, sino también una receta para el desastre. Se trata de una creencia basada en la suposición constante de que nos encontramos ante el peor de los escenarios: Irán enviando misiles nucleares a Israel, Corea haciendo lo mismo con Japón o los talibanes volando por los aires el Yankee Stadium. Es imposible tener una sociedad civil permanentemente organizada en torno a unas hipótesis de desastre inminente; no estamos en plena Batalla de Inglaterra, con los nazis preparándose para atacar al otro lado del Canal de la Mancha.
Sí que estamos, sin embargo, en un mundo en el que hay un pequeño número de regímenes desquiciados y/o inestables, y, sin lugar a dudas, es del todo aconsejable que Estados Unidos mantenga el alto nivel de su capacidad de control y respuesta y no malgaste la pólvora en salvas. Pero tampoco hay indicios, pese a lo que afirman los seguidores de Cheney, de que el Gobierno de Obama no lo comprenda.
Lo que parece que no acaban de comprender quienes lo critican es que hay más jugadores en el campo de juego, es decir, otros países a quienes afectan más que a Estados Unidos las acciones desagradables o inconvenientes de los Estados rufianes. Por ejemplo, si la Rusia de Vladimir Putin llegara a hacer la tontería de utilizar los recursos energéticos para chantajear a sus vecinos occidentales el invierno que viene, será la Unión Europea quien tendrá que hacerse cargo del problema. Si empeora la situación en Pakistán, ¿no será mayor motivo de preocupación para India, Rusia, China, Arabia Saudí y otros países vecinos que para Estados Unidos? Si la situación estalla en Corea del Norte, ¿no es China, aparte de Corea del Sur, el país más directamente afectado? ¿Por qué tiene que ser Estados Unidos el primero en hablar, el primero en actuar, el primero en sentirse obligado a responder?
Durante las décadas de 1870 y 1880 los Balcanes fueron el escenario de repetidas convulsiones políticas y guerras locales, lo que provocó que Rusia amenazara con intervenir, y Austria con responder a la intervención. Pero lo que todo el mundo necesitaba saber era lo que haría Bismarck, el gran canciller alemán. La política de Bismarck fue mantener la boca cerrada, una muestra de prudencia por su parte, pues sembró la incertidumbre en otros gobiernos, los cuales, a su vez, mostraron también más cautela. Al mismo tiempo, año tras año autorizaba nuevas mejoras en el ya renovado ejército prusiano. Esta combinación -moderación internacional unida a calladas mejoras de su poder militar- funcionó.
Puede que la moderación de Bismarck no sea posible hoy en Estados Unidos, donde ciertas tertulias radiofónicas y televisivas y ciertos diputados irresponsables se desgañitan pidiendo al Gobierno que actúe de inmediato, lo que provoca que los consejeros políticos de la Casa Blanca urjan al presidente a mostrarse más firme, a pronunciarse de una forma más contundente, a ser más resolutivo.
Pero ahora mismo no es el momento para que el presidente Obama se muestre “más resolutivo” con respecto a Irán, porque los estadounidenses no tienen nada que resolver en esa crisis. Más bien, es el momento de recordar la política de unos de sus más grandes predecesores en el cargo. Theodore Roosevelt hablaba suavemente, pero no se olvidaba de llevar un buen garrote.
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