Las tres estaciones del calvario de Jackson/Por Bernard-Henri Lévy, filósofo y escritor francés
Publicado en EL MUNDO, 01/07/09;
Ante todo, las cosas. El santo horror de tantas cosas. Todo un aparataje de máscaras, sombrillas y mascarillas. Toda una burbuja a la vez asfixiante y superoxigenada, cerrada y superexpuesta, que funcionaba como un invernadero y lo preservaba de la contaminación de las cosas. Y no sólo, como suele decirse, de los virus, gérmenes y bacterias; sino de la vida misma, entendida y vivida como un germen. El ser vivo como una bacteria. La materia, el aire que respiraba desde que se aventuraba fuera de su querida Neverland, y los objetos convertidos en fuente de infección, pestilencia, obsesión macabra, escuela mortuoria.
Así eran también los dandis. Quiero decir, los grandes dandis. Los fundadores de la tradición: Barbey, Beau Brummel, Wilde y su Dorian Gray. Tacones rojos para bailar por encima de un mundo de miasmas y virus. Objetos y aparatos para huir del De Profundis de un aliento mortal definitivo. Sin hablar de Baudelaire, que había convertido su asco por la naturaleza y por sus proliferaciones monstruosas en el principio de su estética, de su ética y de su política.
Michael Jackson era su heredero. Michael Jackson era el último de los grandes dandis, con sus vinilos, su látex, su casa estilo mausoleo, sus miedos profilácticos y, como es lógico también, sus acrobacias de bailarín genial, asediado por la luz.
Añádanle la obsesión que, al parecer, padecía por el cuidado de su cuerpo. Con su habitación de oxígeno, en la que se preparaba, incansablemente, para no se sabe bien qué aseo funerario. No murió por una sobredosis de medicinas, sino por haber querido no sólo inventar, sino inocular una vacuna contra la vida.
A continuación, los demás. No ya las cosas, sino los seres humanos. Su contacto. Su proximidad maligna y repugnante. La misma presencia del otro, su olor o su mirada escudriñadora, de la que sólo le protegían los cristales ahumados de sus gafas. Todo ello vivido como una ofensa, como una amenaza, como la causa de todas las violencias, como su fuente. ¿El infierno? Sí, el infierno. Es el Jackson sartriano. O, lo que es lo mismo, un Jackson cátaro. Un Jackson que, en el momento en que escribe We are the world, populariza lo que debería designarse como lo humanitario contemporáneo. Es decir, ver a la humanidad como un fiasco, a los hombres como heridas y a su sociedad como un mal necesario, una componenda obligatoria, una acomodación degradante a la que el artista sólo puede resignarse a regañadientes.
Por ejemplo, esta reencarnación de Peter Pan pensaba sinceramente que los niños se hacían sin tocarse. Este adulto inacabado alimentó el sueño loco -y, en cierto sentido, lo consiguió- de concebir sus propios hijos sin contacto, casi sin madre. Este misántropo, este mutante fue uno de los últimos seres humanos que creyó -y vivió- las antiguas teorías de la inconveniencia de haber nacido. Generación, corrupción. Deseo sin concupiscencia. Lo que demuestra, sea dicho de paso, que fueron absurdos los procesos instruidos contra él por abusos durante los diez últimos años de su vida, durante los que fue sometido a una persecución sin cuartel.
Michael Jackson no quería ser un niño, sino un santo. O un ángel. Y los ángeles, como todo el mundo sabe, no tienen sexo. O sólo lo tienen en la imaginación de los perversos que les adjudican sus propios fantasmas.
Y por último, él mismo. Su propio cuerpo y su rostro, vividos como las mayores amenazas, como los lugares de todos los peligros, como el enemigo íntimo y sin piedad, al que nunca se podrá vencer ni domesticar en la vida. Tampoco aquí entendemos la singular aventura de Michael Jackson, si sólo bromeamos con la neurótica metamorfosis que realizó en su rostro. No se pueden entender en absoluto las continuas operaciones de cirugía a las que se sometió durante toda su vida, si se las reduce a asuntos de pigmentación. Nada de raza, anti-raza, odio de sí mismo, malestar, mal en su piel, patatín y patatán.
Miren sus fotos. Vean su epidermis cada vez más clara, en efecto, pero como pasada por cal viva. Observen su nariz reducida a un pegote ridículo, sus labios comidos desde dentro, sus pómulos menguantes como una máscara jíbara o una cabeza de Giacometti.
Observen sus rasgos, su piel que da pena, sus ojos que parecen sostenerse como se sostiene un anillo en el dedo de un esqueleto. Consideren esta reducción -un filósofo diría, está puesta entre paréntesis- de un rostro reducido a su más mínima inexpresión y convertido en su propio sosia. ¿No es el rostro y la firma de lo humano? ¿Su verdad? ¿La manera con la que se expone y se expresa? ¿El signo de la singularidad de cada cual, de su unicidad sin precio?
Pues sí. Se trata de un rostro. Por eso, esta tercera etapa, esta forma de tortura, mortificar, profanar y, al final de todo, borrar su propio rostro, debe leerse como la última estación de un largo y terrible calvario.
Porque, llegado a este estadio, cuando se toma la decisión de huir del reino de las cosas y, después, de escapar de entre los humanos y convertirse en un ser humano sin rostro, ya no quedan más salidas. O se reinventa lo humano, se torna realmente transhumano, se consigue la operación OGM (Organismo Genéticamente Modificado). O se muere.
Así eran también los dandis. Quiero decir, los grandes dandis. Los fundadores de la tradición: Barbey, Beau Brummel, Wilde y su Dorian Gray. Tacones rojos para bailar por encima de un mundo de miasmas y virus. Objetos y aparatos para huir del De Profundis de un aliento mortal definitivo. Sin hablar de Baudelaire, que había convertido su asco por la naturaleza y por sus proliferaciones monstruosas en el principio de su estética, de su ética y de su política.
Michael Jackson era su heredero. Michael Jackson era el último de los grandes dandis, con sus vinilos, su látex, su casa estilo mausoleo, sus miedos profilácticos y, como es lógico también, sus acrobacias de bailarín genial, asediado por la luz.
Añádanle la obsesión que, al parecer, padecía por el cuidado de su cuerpo. Con su habitación de oxígeno, en la que se preparaba, incansablemente, para no se sabe bien qué aseo funerario. No murió por una sobredosis de medicinas, sino por haber querido no sólo inventar, sino inocular una vacuna contra la vida.
A continuación, los demás. No ya las cosas, sino los seres humanos. Su contacto. Su proximidad maligna y repugnante. La misma presencia del otro, su olor o su mirada escudriñadora, de la que sólo le protegían los cristales ahumados de sus gafas. Todo ello vivido como una ofensa, como una amenaza, como la causa de todas las violencias, como su fuente. ¿El infierno? Sí, el infierno. Es el Jackson sartriano. O, lo que es lo mismo, un Jackson cátaro. Un Jackson que, en el momento en que escribe We are the world, populariza lo que debería designarse como lo humanitario contemporáneo. Es decir, ver a la humanidad como un fiasco, a los hombres como heridas y a su sociedad como un mal necesario, una componenda obligatoria, una acomodación degradante a la que el artista sólo puede resignarse a regañadientes.
Por ejemplo, esta reencarnación de Peter Pan pensaba sinceramente que los niños se hacían sin tocarse. Este adulto inacabado alimentó el sueño loco -y, en cierto sentido, lo consiguió- de concebir sus propios hijos sin contacto, casi sin madre. Este misántropo, este mutante fue uno de los últimos seres humanos que creyó -y vivió- las antiguas teorías de la inconveniencia de haber nacido. Generación, corrupción. Deseo sin concupiscencia. Lo que demuestra, sea dicho de paso, que fueron absurdos los procesos instruidos contra él por abusos durante los diez últimos años de su vida, durante los que fue sometido a una persecución sin cuartel.
Michael Jackson no quería ser un niño, sino un santo. O un ángel. Y los ángeles, como todo el mundo sabe, no tienen sexo. O sólo lo tienen en la imaginación de los perversos que les adjudican sus propios fantasmas.
Y por último, él mismo. Su propio cuerpo y su rostro, vividos como las mayores amenazas, como los lugares de todos los peligros, como el enemigo íntimo y sin piedad, al que nunca se podrá vencer ni domesticar en la vida. Tampoco aquí entendemos la singular aventura de Michael Jackson, si sólo bromeamos con la neurótica metamorfosis que realizó en su rostro. No se pueden entender en absoluto las continuas operaciones de cirugía a las que se sometió durante toda su vida, si se las reduce a asuntos de pigmentación. Nada de raza, anti-raza, odio de sí mismo, malestar, mal en su piel, patatín y patatán.
Miren sus fotos. Vean su epidermis cada vez más clara, en efecto, pero como pasada por cal viva. Observen su nariz reducida a un pegote ridículo, sus labios comidos desde dentro, sus pómulos menguantes como una máscara jíbara o una cabeza de Giacometti.
Observen sus rasgos, su piel que da pena, sus ojos que parecen sostenerse como se sostiene un anillo en el dedo de un esqueleto. Consideren esta reducción -un filósofo diría, está puesta entre paréntesis- de un rostro reducido a su más mínima inexpresión y convertido en su propio sosia. ¿No es el rostro y la firma de lo humano? ¿Su verdad? ¿La manera con la que se expone y se expresa? ¿El signo de la singularidad de cada cual, de su unicidad sin precio?
Pues sí. Se trata de un rostro. Por eso, esta tercera etapa, esta forma de tortura, mortificar, profanar y, al final de todo, borrar su propio rostro, debe leerse como la última estación de un largo y terrible calvario.
Porque, llegado a este estadio, cuando se toma la decisión de huir del reino de las cosas y, después, de escapar de entre los humanos y convertirse en un ser humano sin rostro, ya no quedan más salidas. O se reinventa lo humano, se torna realmente transhumano, se consigue la operación OGM (Organismo Genéticamente Modificado). O se muere.
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