Armas de primera dama/ELVIRA LINDO
El País Semanal, 06/09/2009;
La plantación donde vivieron sus antepasados esclavos es hoy un reclamo turístico. Michelle obama ya compite en popularidad con su marido. Y el mérito no parece estar en sus asesores, sino en ella misma. Ha roto el molde. Está inventando una nueva forma de ser primera dama. Promete dar juego.
Mucho hemos escrito en nuestro país sobre el sentido simbólico y real que contiene el hecho de que un negro haya llegado a ser presidente de Estados Unidos. El ascenso de Michelle al puesto de primera dama se ha considerado, en cambio, una circunstancia delegada. Tal vez la lejanía nos impide entender que un negro no es igual a otro en América: Barack Obama está limpio de los traumas de los afroamericanos, puesto que su familia paterna provenía directamente de África; Michelle, en cambio, desciende de esclavos americanos.
Desde que esta sobresaliente pareja comenzara la campaña electoral más emocionante que ha vivido el pueblo americano hasta su desembarco en la Casa Blanca son muchos los periodistas que han rastreado en los orígenes de la primera dama. Michelle Obama, nacida Michelle Robinson LaVaughn, tuvo como tatarabuelo a Jim Robinson, que nació esclavo en Carolina del Sur, fue liberado en la adolescencia y trabajó hasta su muerte, de sol a sol seis días a la semana, en los campos de arroz. Todos los recuerdos que la familia Robinson conserva de su ancestros son orales, dado que de los negros, al no ser considerados personas, sino parte de la propiedad del amo, no hay constancia en registros de nacimiento, boda o defunción. Y esa misma narración oral es difusa; si para los blancos la esclavitud constituye un capítulo vergonzoso en la historia de su país, para los negros, la conciencia de los padecimientos de sus mayores fue tan traumática que tendieron a obviarla hasta hacerla casi inexistente en el patrimonio de la memoria familiar.
Hoy, con Michelle de primera dama, la plantación de Carolina del Sur donde vivieron sus antepasados hasta que se mudaron a Chicago en la gran emigración de la población negra hacia el norte en los años veinte, se ha convertido en un extraño reclamo histórico-turístico. Una de las cabañas se presenta como aquella en la que vivió el viejo Jim, cosa imposible de probar, pero que suele servir tanto al guía como al periodista para trazar una línea entre esa miserable casita blanca donde se hacinaban las familias negras, amenazadas por los mosquitos, las plagas, los caimanes y las serpientes, y esa otra Casa Blanca que se ha convertido, por voluntad del electorado, en el hogar de una tataranieta de esclavos.
Michelle no fue nunca ajena a la tortuosa historia de los negros americanos; de hecho, en la tesis con la que se graduó en Princeton con matrícula cum laude, Los negros educados en Princeton y la comunidad negra, disertaba sobre la posibilidad de cumplir el deseo de ascender profesionalmente en un mundo diseñado por blancos sin necesidad de renunciar a las raíces. El asunto no es trivial. Las comunidades negra y blanca en Estados Unidos han vivido tan ajenas la una de la otra que hoy no se puede afirmar que el racismo provenga sólo de una de las partes. Son dos culturas. Sus miembros trabajan juntos, viven en la misma ciudad, son ciudadanos del mismo país, pero raramente forman una pareja mixta, más extrañamente comparten el mismo círculo de amigos, y suelen segregarse en barrios distintos, incluso las clases medias. En este desencuentro participan hoy los negros tanto como los blancos. De ahí la importancia del discurso que pronunciara hace unos días Obama en la Asociación Nacional para el Progreso de la “gente de color”. Sólo un presidente negro puede permitirse la libertad de dirigirse a un lobby afroamericano y expresar, con valentía y claridad, que ni la esclavitud ni la actual postergación de esta minoría pueden justificar que los padres eludan las más básicas responsabilidades en la crianza y educación de sus hijos: “Quiero ver científicos, ingenieros, doctores y maestros, no sólo baloncestistas y raperos”.
La presencia de esta pareja negra en la Casa Blanca simboliza a diario una idea muy presente en los discursos de Obama y en las intervenciones de Michelle y que alude directamente a las minorías: no hay derecho sin deber, hay que trabajar para cambiar el mundo. Pero éste es, desde luego, el tema más sensible con el que Obama tendrá que lidiar durante su mandato. Patinar es demasiado fácil. Michelle probó, ya en la campaña electoral, el amargo trago de la rectificación. Cuando se atrevió a afirmar que por primera vez se sentía orgullosa de pertenecer al pueblo americano, muchos votantes se sintieron heridos: ¿no hubo grandeza en la historia americana antes de la presencia de Barack? No, matizó su portavoz, ella se refería al orgullo que le producía el gran nivel de participación.
Por fortuna, la campaña fue tan larga que Michelle tuvo tiempo para comprender que conviene administrar la naturalidad. No más coloquios televisivos de “chicas” en los que los ánimos se relajan y se acaba confesando que al marido, como a cualquiera, le huele el aliento por las mañanas y que tiene la desagradable costumbre de dejarse calcetines sucios tirados por el suelo. No más ironías acerca del puesto de primera dama, como aquella que le llevó a decir que no aconsejaba ese trabajo por el sueldo, ya que había otros puestos mejor remunerados. Estaba refiriéndose, sin duda, al que ella tuvo que abandonar, vicepresidenta del Centro Médico de la Universidad de Chicago, para acompañar a su marido en la carrera hacia la Casa Blanca; un cargo con el que, como es sabido, aportaba en casa más dinero que el futuro presidente. Las críticas fueron adiestrándola en la naturaleza de las bromas que pueden o no deben hacerse y, una vez que Michelle se convirtió en la jefa de casa tan emblemática, aseguró que el trabajo le atraía mucho más de lo que ella había imaginado.
Pero ¿qué es lo que ha ocurrido para que aquellos primeros comentarios, que provocaron que una popularísima columnista como Maureen Dawd calificara a Michelle de “dominante” y “castradora”, se hayan transformado en sólo unos meses en una corriente de simpatía que coloca a la primera dama en un nivel de popularidad mayor que el de su marido y que ha conseguido elevar el porcentaje de aceptación de su figura entre las mujeres republicanas de un 40% a casi un 70%? Me atrevería a decir que el secreto no está en la labor de asesores y expertos, sino en ella misma, en la fuerza que irradia esta abogada doctorada en Harvard que abandonó su brillante andadura profesional para apoyar a su marido sin que esa renuncia le haya torcido el gesto. No ha sido la primera abogada en la Casa Blanca. Hillary tiene el honor de haber sido la pionera. Sin embargo, la actitud de Hillary siempre dejó traslucir la tensión (legítima) de quien se sabe en un papel por debajo de sus capacidades, y de quien está, como finalmente se supo, en una situación inasumible como pareja. Michelle se ha desvelado en un corto tiempo como una mujer fuerte y alegre, y lo que antes se juzgaba como autoritarismo hoy se celebra como modelo a seguir. En un país en el que las relaciones familiares son patológicamente distantes, y en particular en la comunidad negra de clase baja, con clara tendencia a la desestructura, la presencia pública de una familia que parece estar unida por el amor y el respeto puede tener un efecto benéfico socialmente.
Ya durante la campaña se conocieron las condiciones que Michelle puso antes de prestarse a participar en ella: no viajar más de dos días a la semana, no pasar más de una noche fuera de casa y dedicarle el fin de semana a sus hijas, Malia y Sasha. Esta mujer, que se autodefine como “madre en jefe”, ha abandonado la cantinela triunfalista con la que los políticos americanos suelen trufar sus discursos cuando se refieren a la familia y ha adoptado una actitud mucho más realista: “Todos los días me acuesto pensando que podría haberlo hecho mejor” o “mi matrimonio no es perfecto”. Estas confesiones pueden parecer pueriles en un país como el nuestro, donde la aceptación del error es mucho más alta; en Estados Unidos, que una primera dama adopte con naturalidad un tono autocrítico es todo un acontecimiento. Aquellas palabras sencillas pero significativas con las que definió a su marido sirvieron para definirse también a sí misma: “Es sólo un hombre”. Y ella es la mujer que camina a su lado, nunca detrás.
Durante todos estos meses caminé por territorio estadounidense con un bloc de notas virtual o de papel. Como aprender es preguntar, me propuse preguntar a todas aquellas personas con las que charlaba su opinión sobre Michelle y, finalmente, seleccioné aquellos testimonios que provenían de ciudadanos que, muy en sintonía con la vocación social de la primera dama, trabajan de una manera u otra para su país con entrega y generosidad. Jeffrey Barnes es una de esas personas; abogado del Ayuntamiento de Nueva York, originario de Massachusetts, muy en contacto con los casos públicos que se resuelven en la ciudad y poeta en sus ratos libres, expone con apasionamiento su opinión sobre Michelle:
“En primer lugar, habría que preguntarse qué es una primera dama: ¿algo simbólico, como la estatua de la Libertad?, ¿una reina?, ¿una movie star?, ¿una benefactora?, ¿una figura materna?, ¿una profesional de la política? En el caso de Michelle el puro magnetismo de su aspecto, su porte, su estilo, han desplazado absolutamente la idea que nosotros teníamos sobre lo que una primera dama debía ser, simplemente porque ella es mejor de lo que nosotros podíamos concebir. Ella es la primera dama, tras Jackie Kennedy, estilosa y vibrante, pero también es más que eso, es inteligente en toda la extensión de la palabra y no tiene miedo a mostrarlo en público. Hay algo en la manera en que Barack habla de ella que te hace sentir lo muchísimo que la quiere y presentir que ella no aguantará bobadas ni de él ni de nadie. El hecho de que el primer presidente negro ame a una persona que a su vez es querible y tranquilizadora es importante. El hecho de que ella no le quiera incuestionablemente, como parece que le corresponde a una mujer en su lugar, sino que le quiera con ese toma y daca, esa pizca de crítica, risas, discusiones y lágrimas que el amor implica, es importante. Más que una primera dama, es primera mujer, primera madre, primera esposa, primera hija, todo en uno. Es alguien de quien te puedes sentir orgulloso cuando te representa fuera de tu país. Impecable, bella, sonriendo cálidamente, con ese aire de que mientras ella esté por aquí todo va a ir bien. Está claro que no se conforma con menos. No hay más que ver al hombre con el que está casada”.
En las palabras de Jeffrey subyace una percepción que algunos votantes progresistas, en especial mujeres, tuvieron tras el escándalo Lewinsky: dejando a un lado que el acoso al que se vio sometido Clinton fuera indignante, Hillary quedó tocada. Se entendió que el matrimonio continuaba como mero proyecto político, que su actuación como pareja había sido una farsa a la que Hillary, sobre todo ella, se prestó para cumplir una ambición con la que ya soñaba cuando era consorte.
Pero no todo el mundo es tan incondicional de la primera dama como el abogado; por su parte, Marc Pascente, de origen italiano, que llegó a Nueva York desde Chicago y que actualmente dirige una serie de escuelas públicas en el Bronx, es más prudente a la hora de ensalzar las virtudes de Michelle. Marc tiene poderosas razones para practicar el escepticismo: su trabajo diario con estudiantes hispanos y negros de familias desestructuradas instaladas en la desesperanza y las ayudas sociales le hace ser prudente: “Hasta el momento no creo que haya podido hacer mucho más que instalar adecuadamente a sus hijas en la Casa Blanca. Espero que a partir de ahora se atreva a encarar asuntos que sí la harían diferente: los embarazos juveniles o la reforma educativa. Michelle es distinta, sí, pero más por lo que representa que por lo que ha hecho. Es verdad que se ha convertido en un modelo para las jóvenes negras, pero más que por su educación es por el color de su piel. Así de claro. Para ellas representa la posibilidad de ver ese mismo potencial en ellas mismas”.
Si hay un asunto al que Michelle Obama es especialmente sensible es la educación. La prensa ha dado cuenta en varias ocasiones de sus visitas a institutos en barrios deprimidos o a universidades donde la mayoría de los estudiantes son los primeros de su familia en alcanzar la enseñanza superior. No es la primera esposa de presidente que visita este tipo de centros, pero sí la primera que procede de clase trabajadora, con lo cual su discurso cobra un especial significado. La manera en que se dirige a los estudiantes suele ser directa, sincera, echando mano de su experiencia personal para empatizar con ellos. Aunque no se puede calibrar el impacto real de sus visitas, se cuenta que los estudiantes la escuchan fascinados: “Hacedme caso, si estoy aquí es porque nunca me dio vergüenza ser inteligente, aunque eso no fuera cool en mi ambiente y me señalaran por eso; nunca me desanimó que mis compañeros me dijeran que hablaba como una blanca; tampoco hice caso a esos profesores que pusieron en duda mis aptitudes y que, por supuesto, parecían convencidos de que yo nunca llegaría a Princeton; y cuando al fin llegué, luchando en contra de tantos obstáculos, hubo muchas veces en que me sentí como una extraña en aquel ambiente universitario. Estoy aquí porque fui tozuda e ignoré a aquellos que quisieron desanimarme”.
Michelle tuvo de quién emular la tozudez y la fortaleza. Su padre, Fraser Robinson, trabajó como empleado en el departamento de servicios hidráulicos de Chicago, soportando estoicamente durante años una esclerosis múltiple. Su madre, Marian, alternaba disciplina y cariño para conseguir que sus hijos, Craig y Michelle, alcanzaran una educación que ellos nunca pudieron tener. A Michelle le gusta recordar aquella máxima que tantas veces repetían sus padres: “No nos digáis que no podéis hacerlo y nos preocupéis por lo que no vaya a funcionar”. Marian Robinson, esa señora de elegancia natural que consiguió que sus hijos rompieran la barrera de la raza y la clase social, mantiene su pequeño apartamento en Chicago, pero se ha mudado a la Casa Blanca a petición expresa de Michelle, que quiere que sus hijas compensen con un ambiente cálido y familiar la extrañeza de vivir en el hogar oficial del presidente. La imagen de la señora Robinson completa el cuadro. En un país en donde la presencia de los abuelos en la vida de los nietos es infrecuente, Marian, que ha estado presente en algunos de los encuentros informales con la prensa, compone una bella figura. La describen como sólida, cariñosa, experimentada.
Hay una mujer, Beverly Brown, que me transmitió como nadie la emoción con la que los votantes demócratas recibieron la victoria del presidente Obama.
Beverly, afroamericana, es una de las encargadas de una institución memorable, el Internacional Center de Nueva York, donde un batallón de voluntarios se ofrecen para enseñar gratuitamente inglés a los inmigrantes. Beverly me enseña una foto en la que se la ve a ella y a su hermano en Detroit el día de las elecciones. Están llorando sobre la bandera de barras y estrellas. Una foto llena de belleza y dramatismo, como muchas de las que aparecieron en la prensa esos días. En las palabras de Beverly persiste la emoción de ese día:
“Muchos americanos pueden identificarse con Michelle. Es una mujer brillante y cultivada, pero sus orígenes son humildes; sofisticada, pero muy pegada al terreno, realista; conectada con la cultura popular, pero no superficial; puede ser estilosa y elegante, pero también atlética y algo desgarbada (algo tremendamente americano); no es una reina de la belleza, pero es bella; es creyente, pero no hace alarde a cada momento de su religión; sus valores están expresados en su estilo de vida; es exitosa en su profesión, pero se encuentra a gusto cuidando de sus hijas; apoya a su hombre, pero es claramente su igual. La gente está interesada en ella no como mero apéndice, sino como individuo. Hubo primeras damas que cautivaron los corazones o la imaginación de la gente, como Jackie o Hillary; las hubo que encontraron su camino siendo recatadas, como Laura Bush o Mammie Eisenhower; otras gustaron o fueron odiadas por ser combativas y habladoras, como Nancy Reagan y Roselyn Carter; pero Michelle Obama es la quintaesencia de la mujer moderna y no tiene intención alguna de adecuarse a ningún molde conocido. Michelle es, definitivamente, un modelo para las mujeres negras. Su relación con Barack constituye una inspiración para la comunidad negra. Los dos escenifican la fuerza de las relaciones sentimentales entre afroamericanos, una fuerza que a menudo ha sido ignorada por el estereotipo que dibuja a la pareja afroamericana como una institución fallida. Michelle trae a la luz las sólidas tradiciones de la clase media negra que muchos americanos (incluso negros) no conocen. Yo crecí en una familia de clase media afroamericana y me encanta ver a esta pareja en el candelero. Por simple que pueda sonar, es reconfortante tener a diario a este matrimonio atractivo, encantador y exitoso como imagen pública. Cuando ellos dicen, ‘yes, we can’ (y perdón por el eslogan), significa que tú puedes también”.
La expresión que más se repite para describir a Michelle es “down to earth” (con los pies en la tierra). Lo que más se le agradece es esa llaneza en el trato que parece no ocultar ningún lado oscuro en su personalidad. Abraza, besa, sonríe, se ríe o, por ejemplo, pasa la mano por la espalda a la reina de Inglaterra. Como siempre, el gesto se analizó milimétricamente. Algunos columnistas cursis americanos que entienden el encorsetado protocolo inglés como ejemplo de esa distinción de la que ellos carecen le afearon el gesto. Pero no la Casa Real inglesa, que desmintió haber sentido algún tipo de incomodidad con esa muestra de afecto. Por su parte, la mayoría de la prensa alabó la manera cálida y natural con la que Michelle se enfrentó a su primer viaje oficial.
De cualquier manera, el exceso de atención, unido a ese trato abierto que ella establece con los periodistas, tiene un precio. A diario se estudian con una ridícula exhaustividad los trajes de Michelle, los peinados de Michelle, los comentarios de Michelle sobre las niñas: “A Malia le gustan las judías verdes, Sasha prefiere el brócoli”, “piénsenlo mucho antes de comprarles un perro a sus hijos, soy yo la que me levanto a las seis de la mañana para pasearlo”. El showman Jon Stewart ha creado un pequeño espacio para contar, de manera humorística, las “no noticias” relacionadas con Michelle. Dentro de esos debates del absurdo en torno a la primera dama tuvo lugar el que hasta el momento ha provocado más comentarios y, como consecuencia, más bobadas: los brazos desnudos de Michelle. Los brazos desnudos de Michelle estuvieron en tertulias del corazón, sociales, incluso de carácter político. Michael Greenberg, escritor, fino columnista de la revista TLS y un hombre vivo, con agudeza e ironía para interpretar y escribir de su país, me hablaba del asunto:
“Para mí, la gran revelación de Michelle y las emociones que ha desencadenado en los americanos fue el escándalo de los brazos desnudos. Recuerda que ella comenzó a aparecer con vestidos sin mangas y que todo el mundo lo comentó y hubo gente que incluso se ofendió. Ella hizo como que no se enteraba y continuó llevando el mismo tipo de vestidos. Lo consideré brillante. Michelle es la única que desciende de esclavos en la Casa Blanca, no Barack; Michelle es la negra americana, la negra de Chicago y descendiente de negros del sur con profundas conexiones con el racismo y la historia más vergonzosa de nuestro país. Sus poderosos brazos negros evocan los brazos del trabajador del campo, son los brazos del recolector de algodón, los brazos de la nanny y de la fregona, los brazos de la esclava. Sospecho que para los medios de comunicación, todo ese rollo acerca de su estilo y su elegancia es una manera de encubrir el verdadero simbolismo de esos brazos, o sea, su negritud, que es bastante revolucionaria en su posición de primera dama, pero que es algo que nadie se permite decir en voz alta. Ella no es como ninguna primera dama. ¿Recuerdas cuando la vimos trabajando en su pequeño huerto en el jardín de la Casa Blanca? Yo creo que ella sabía lo que estaba haciendo, los prejuicios que día a día está partiendo en pedazos. Esa idea de que Michelle es como Jackie Kennedy, aquella recatada aristócrata de sangre azul, ¡es absurda! Otro encubrimiento. Ella es lo opuesto a Jackie. Ésa es la belleza de Michelle”.
Es cierto, ella rompió el molde. Inventó una nueva manera de ser primera dama. Aunque se la compara continuamente con Jackie por su elegancia, tanto la belleza como la elegancia de Michelle son una emanación de su personalidad, algo que heredó de la señora Robinson, su madre. Es muy femenina, pero no se ha dejado engatusar por los grandes modistas que habitualmente han vestido a las primeras damas. Sus elecciones son más modestas: las firmas que elige están al alcance de las mujeres de clase media, y los vestidos que lleva se encuentran colgados de las perchas de muchas boutiques frecuentadas por mujeres profesionales. Tampoco es una Eleanor Roosevelt. Puede compartir con ella sus inquietudes sociales y su fuerte personalidad, pero Michelle no puede evitar ese toque hot y sexy que le atribuyen todos los ciudadanos americanos. Sexy no en un sentido puramente sexual (aunque también); sexy como definición de lo atractivo.
La última persona con la que charlé sobre Michelle es alguien tremendamente peculiar, Bisila Bokoko. Bisila es de origen guineano, criada en Valencia y actualmente directora ejecutiva de la Cámara de Comercio de España en Nueva York. Bisila es bella y brillante, sexy en el sentido michelliano, y también comparte con Michelle la naturaleza de su matrimonio, pero a la inversa. Es una negra africana casada con un afroamericano de Chicago. Bisila fue una más entre esa legión de voluntarios que trabajaron para llevar a Obama a la presidencia. Estuvo en la toma de posesión y pisó, una por una, todas las fiestas que aquella noche gélida de enero se celebraron en Washington. Vio al matrimonio Obama entrar en algunas de ellas, en la que le prepararon los africanos, en la que organizaron los voluntarios:
“Y ahí estaba ella, fuerte, encajando con una sonrisa todas las barbaridades que le soltaban las mujeres a su marido, que estaban locas, locas, pidiéndole hijos [se ríe], echándole piropos tremendos. Fue divertidísimo. Sí, ella tiene un aspecto muy sexual, en el sentido más puro de la palabra, se le aprecia picardía en su mirada. Puede ser juguetona en un momento dado y proclive a enamoramientos fortuitos si se la deja de lado y no se le presta atención. Ellos han debido de tener sus cosas, como todos los matrimonios. Se cuenta que tras el discurso en la convención demócrata en la que Barack se dio a conocer como el gran orador que es, ella le dijo: ‘Ahora no la jodas’. Es algo que la gente oyó y que se suele contar. ¿Cómo lo interpretas? Ella le puede decir a él lo que no le va a decir nadie. Es una negra sin complejos, mira a los ojos directamente, es franca, y ha conseguido tener a su lado a un hombre brillante. Eso es algo que admiran de manera especial las afroamericanas, que a menudo sufren una gran frustración por haber ascendido ellas en la escala social y no encontrar hombres negros a su altura. Es pasional, independiente, y desde su llegada a la Casa Blanca debe haberse sometido a un autocontrol para no saltarse las reglas sociales. Pero está claro que los desafíos no la asustan, ahí está su propia vida para demostrarlo. Es genuinamente madre y disfruta de ese papel”.
Madre, madre que abraza a sus hijas, que las reprende, que se preocupa por su educación. Tal vez en lo más básico de su comportamiento esté el secreto de la fascinación que esta mujer ha provocado en el pueblo americano. Madre y sexy. Una condición y un adjetivo que muchas mujeres americanas consideran incompatibles.
“Ah, había un comentario muy divertido aquella noche de fiesta en Washington”, dice la genial Bisila. “¡Al fin una pareja que hará el amor en la Casa Blanca!”.
Mucho hemos escrito en nuestro país sobre el sentido simbólico y real que contiene el hecho de que un negro haya llegado a ser presidente de Estados Unidos. El ascenso de Michelle al puesto de primera dama se ha considerado, en cambio, una circunstancia delegada. Tal vez la lejanía nos impide entender que un negro no es igual a otro en América: Barack Obama está limpio de los traumas de los afroamericanos, puesto que su familia paterna provenía directamente de África; Michelle, en cambio, desciende de esclavos americanos.
Desde que esta sobresaliente pareja comenzara la campaña electoral más emocionante que ha vivido el pueblo americano hasta su desembarco en la Casa Blanca son muchos los periodistas que han rastreado en los orígenes de la primera dama. Michelle Obama, nacida Michelle Robinson LaVaughn, tuvo como tatarabuelo a Jim Robinson, que nació esclavo en Carolina del Sur, fue liberado en la adolescencia y trabajó hasta su muerte, de sol a sol seis días a la semana, en los campos de arroz. Todos los recuerdos que la familia Robinson conserva de su ancestros son orales, dado que de los negros, al no ser considerados personas, sino parte de la propiedad del amo, no hay constancia en registros de nacimiento, boda o defunción. Y esa misma narración oral es difusa; si para los blancos la esclavitud constituye un capítulo vergonzoso en la historia de su país, para los negros, la conciencia de los padecimientos de sus mayores fue tan traumática que tendieron a obviarla hasta hacerla casi inexistente en el patrimonio de la memoria familiar.
Hoy, con Michelle de primera dama, la plantación de Carolina del Sur donde vivieron sus antepasados hasta que se mudaron a Chicago en la gran emigración de la población negra hacia el norte en los años veinte, se ha convertido en un extraño reclamo histórico-turístico. Una de las cabañas se presenta como aquella en la que vivió el viejo Jim, cosa imposible de probar, pero que suele servir tanto al guía como al periodista para trazar una línea entre esa miserable casita blanca donde se hacinaban las familias negras, amenazadas por los mosquitos, las plagas, los caimanes y las serpientes, y esa otra Casa Blanca que se ha convertido, por voluntad del electorado, en el hogar de una tataranieta de esclavos.
Michelle no fue nunca ajena a la tortuosa historia de los negros americanos; de hecho, en la tesis con la que se graduó en Princeton con matrícula cum laude, Los negros educados en Princeton y la comunidad negra, disertaba sobre la posibilidad de cumplir el deseo de ascender profesionalmente en un mundo diseñado por blancos sin necesidad de renunciar a las raíces. El asunto no es trivial. Las comunidades negra y blanca en Estados Unidos han vivido tan ajenas la una de la otra que hoy no se puede afirmar que el racismo provenga sólo de una de las partes. Son dos culturas. Sus miembros trabajan juntos, viven en la misma ciudad, son ciudadanos del mismo país, pero raramente forman una pareja mixta, más extrañamente comparten el mismo círculo de amigos, y suelen segregarse en barrios distintos, incluso las clases medias. En este desencuentro participan hoy los negros tanto como los blancos. De ahí la importancia del discurso que pronunciara hace unos días Obama en la Asociación Nacional para el Progreso de la “gente de color”. Sólo un presidente negro puede permitirse la libertad de dirigirse a un lobby afroamericano y expresar, con valentía y claridad, que ni la esclavitud ni la actual postergación de esta minoría pueden justificar que los padres eludan las más básicas responsabilidades en la crianza y educación de sus hijos: “Quiero ver científicos, ingenieros, doctores y maestros, no sólo baloncestistas y raperos”.
La presencia de esta pareja negra en la Casa Blanca simboliza a diario una idea muy presente en los discursos de Obama y en las intervenciones de Michelle y que alude directamente a las minorías: no hay derecho sin deber, hay que trabajar para cambiar el mundo. Pero éste es, desde luego, el tema más sensible con el que Obama tendrá que lidiar durante su mandato. Patinar es demasiado fácil. Michelle probó, ya en la campaña electoral, el amargo trago de la rectificación. Cuando se atrevió a afirmar que por primera vez se sentía orgullosa de pertenecer al pueblo americano, muchos votantes se sintieron heridos: ¿no hubo grandeza en la historia americana antes de la presencia de Barack? No, matizó su portavoz, ella se refería al orgullo que le producía el gran nivel de participación.
Por fortuna, la campaña fue tan larga que Michelle tuvo tiempo para comprender que conviene administrar la naturalidad. No más coloquios televisivos de “chicas” en los que los ánimos se relajan y se acaba confesando que al marido, como a cualquiera, le huele el aliento por las mañanas y que tiene la desagradable costumbre de dejarse calcetines sucios tirados por el suelo. No más ironías acerca del puesto de primera dama, como aquella que le llevó a decir que no aconsejaba ese trabajo por el sueldo, ya que había otros puestos mejor remunerados. Estaba refiriéndose, sin duda, al que ella tuvo que abandonar, vicepresidenta del Centro Médico de la Universidad de Chicago, para acompañar a su marido en la carrera hacia la Casa Blanca; un cargo con el que, como es sabido, aportaba en casa más dinero que el futuro presidente. Las críticas fueron adiestrándola en la naturaleza de las bromas que pueden o no deben hacerse y, una vez que Michelle se convirtió en la jefa de casa tan emblemática, aseguró que el trabajo le atraía mucho más de lo que ella había imaginado.
Pero ¿qué es lo que ha ocurrido para que aquellos primeros comentarios, que provocaron que una popularísima columnista como Maureen Dawd calificara a Michelle de “dominante” y “castradora”, se hayan transformado en sólo unos meses en una corriente de simpatía que coloca a la primera dama en un nivel de popularidad mayor que el de su marido y que ha conseguido elevar el porcentaje de aceptación de su figura entre las mujeres republicanas de un 40% a casi un 70%? Me atrevería a decir que el secreto no está en la labor de asesores y expertos, sino en ella misma, en la fuerza que irradia esta abogada doctorada en Harvard que abandonó su brillante andadura profesional para apoyar a su marido sin que esa renuncia le haya torcido el gesto. No ha sido la primera abogada en la Casa Blanca. Hillary tiene el honor de haber sido la pionera. Sin embargo, la actitud de Hillary siempre dejó traslucir la tensión (legítima) de quien se sabe en un papel por debajo de sus capacidades, y de quien está, como finalmente se supo, en una situación inasumible como pareja. Michelle se ha desvelado en un corto tiempo como una mujer fuerte y alegre, y lo que antes se juzgaba como autoritarismo hoy se celebra como modelo a seguir. En un país en el que las relaciones familiares son patológicamente distantes, y en particular en la comunidad negra de clase baja, con clara tendencia a la desestructura, la presencia pública de una familia que parece estar unida por el amor y el respeto puede tener un efecto benéfico socialmente.
Ya durante la campaña se conocieron las condiciones que Michelle puso antes de prestarse a participar en ella: no viajar más de dos días a la semana, no pasar más de una noche fuera de casa y dedicarle el fin de semana a sus hijas, Malia y Sasha. Esta mujer, que se autodefine como “madre en jefe”, ha abandonado la cantinela triunfalista con la que los políticos americanos suelen trufar sus discursos cuando se refieren a la familia y ha adoptado una actitud mucho más realista: “Todos los días me acuesto pensando que podría haberlo hecho mejor” o “mi matrimonio no es perfecto”. Estas confesiones pueden parecer pueriles en un país como el nuestro, donde la aceptación del error es mucho más alta; en Estados Unidos, que una primera dama adopte con naturalidad un tono autocrítico es todo un acontecimiento. Aquellas palabras sencillas pero significativas con las que definió a su marido sirvieron para definirse también a sí misma: “Es sólo un hombre”. Y ella es la mujer que camina a su lado, nunca detrás.
Durante todos estos meses caminé por territorio estadounidense con un bloc de notas virtual o de papel. Como aprender es preguntar, me propuse preguntar a todas aquellas personas con las que charlaba su opinión sobre Michelle y, finalmente, seleccioné aquellos testimonios que provenían de ciudadanos que, muy en sintonía con la vocación social de la primera dama, trabajan de una manera u otra para su país con entrega y generosidad. Jeffrey Barnes es una de esas personas; abogado del Ayuntamiento de Nueva York, originario de Massachusetts, muy en contacto con los casos públicos que se resuelven en la ciudad y poeta en sus ratos libres, expone con apasionamiento su opinión sobre Michelle:
“En primer lugar, habría que preguntarse qué es una primera dama: ¿algo simbólico, como la estatua de la Libertad?, ¿una reina?, ¿una movie star?, ¿una benefactora?, ¿una figura materna?, ¿una profesional de la política? En el caso de Michelle el puro magnetismo de su aspecto, su porte, su estilo, han desplazado absolutamente la idea que nosotros teníamos sobre lo que una primera dama debía ser, simplemente porque ella es mejor de lo que nosotros podíamos concebir. Ella es la primera dama, tras Jackie Kennedy, estilosa y vibrante, pero también es más que eso, es inteligente en toda la extensión de la palabra y no tiene miedo a mostrarlo en público. Hay algo en la manera en que Barack habla de ella que te hace sentir lo muchísimo que la quiere y presentir que ella no aguantará bobadas ni de él ni de nadie. El hecho de que el primer presidente negro ame a una persona que a su vez es querible y tranquilizadora es importante. El hecho de que ella no le quiera incuestionablemente, como parece que le corresponde a una mujer en su lugar, sino que le quiera con ese toma y daca, esa pizca de crítica, risas, discusiones y lágrimas que el amor implica, es importante. Más que una primera dama, es primera mujer, primera madre, primera esposa, primera hija, todo en uno. Es alguien de quien te puedes sentir orgulloso cuando te representa fuera de tu país. Impecable, bella, sonriendo cálidamente, con ese aire de que mientras ella esté por aquí todo va a ir bien. Está claro que no se conforma con menos. No hay más que ver al hombre con el que está casada”.
En las palabras de Jeffrey subyace una percepción que algunos votantes progresistas, en especial mujeres, tuvieron tras el escándalo Lewinsky: dejando a un lado que el acoso al que se vio sometido Clinton fuera indignante, Hillary quedó tocada. Se entendió que el matrimonio continuaba como mero proyecto político, que su actuación como pareja había sido una farsa a la que Hillary, sobre todo ella, se prestó para cumplir una ambición con la que ya soñaba cuando era consorte.
Pero no todo el mundo es tan incondicional de la primera dama como el abogado; por su parte, Marc Pascente, de origen italiano, que llegó a Nueva York desde Chicago y que actualmente dirige una serie de escuelas públicas en el Bronx, es más prudente a la hora de ensalzar las virtudes de Michelle. Marc tiene poderosas razones para practicar el escepticismo: su trabajo diario con estudiantes hispanos y negros de familias desestructuradas instaladas en la desesperanza y las ayudas sociales le hace ser prudente: “Hasta el momento no creo que haya podido hacer mucho más que instalar adecuadamente a sus hijas en la Casa Blanca. Espero que a partir de ahora se atreva a encarar asuntos que sí la harían diferente: los embarazos juveniles o la reforma educativa. Michelle es distinta, sí, pero más por lo que representa que por lo que ha hecho. Es verdad que se ha convertido en un modelo para las jóvenes negras, pero más que por su educación es por el color de su piel. Así de claro. Para ellas representa la posibilidad de ver ese mismo potencial en ellas mismas”.
Si hay un asunto al que Michelle Obama es especialmente sensible es la educación. La prensa ha dado cuenta en varias ocasiones de sus visitas a institutos en barrios deprimidos o a universidades donde la mayoría de los estudiantes son los primeros de su familia en alcanzar la enseñanza superior. No es la primera esposa de presidente que visita este tipo de centros, pero sí la primera que procede de clase trabajadora, con lo cual su discurso cobra un especial significado. La manera en que se dirige a los estudiantes suele ser directa, sincera, echando mano de su experiencia personal para empatizar con ellos. Aunque no se puede calibrar el impacto real de sus visitas, se cuenta que los estudiantes la escuchan fascinados: “Hacedme caso, si estoy aquí es porque nunca me dio vergüenza ser inteligente, aunque eso no fuera cool en mi ambiente y me señalaran por eso; nunca me desanimó que mis compañeros me dijeran que hablaba como una blanca; tampoco hice caso a esos profesores que pusieron en duda mis aptitudes y que, por supuesto, parecían convencidos de que yo nunca llegaría a Princeton; y cuando al fin llegué, luchando en contra de tantos obstáculos, hubo muchas veces en que me sentí como una extraña en aquel ambiente universitario. Estoy aquí porque fui tozuda e ignoré a aquellos que quisieron desanimarme”.
Michelle tuvo de quién emular la tozudez y la fortaleza. Su padre, Fraser Robinson, trabajó como empleado en el departamento de servicios hidráulicos de Chicago, soportando estoicamente durante años una esclerosis múltiple. Su madre, Marian, alternaba disciplina y cariño para conseguir que sus hijos, Craig y Michelle, alcanzaran una educación que ellos nunca pudieron tener. A Michelle le gusta recordar aquella máxima que tantas veces repetían sus padres: “No nos digáis que no podéis hacerlo y nos preocupéis por lo que no vaya a funcionar”. Marian Robinson, esa señora de elegancia natural que consiguió que sus hijos rompieran la barrera de la raza y la clase social, mantiene su pequeño apartamento en Chicago, pero se ha mudado a la Casa Blanca a petición expresa de Michelle, que quiere que sus hijas compensen con un ambiente cálido y familiar la extrañeza de vivir en el hogar oficial del presidente. La imagen de la señora Robinson completa el cuadro. En un país en donde la presencia de los abuelos en la vida de los nietos es infrecuente, Marian, que ha estado presente en algunos de los encuentros informales con la prensa, compone una bella figura. La describen como sólida, cariñosa, experimentada.
Hay una mujer, Beverly Brown, que me transmitió como nadie la emoción con la que los votantes demócratas recibieron la victoria del presidente Obama.
Beverly, afroamericana, es una de las encargadas de una institución memorable, el Internacional Center de Nueva York, donde un batallón de voluntarios se ofrecen para enseñar gratuitamente inglés a los inmigrantes. Beverly me enseña una foto en la que se la ve a ella y a su hermano en Detroit el día de las elecciones. Están llorando sobre la bandera de barras y estrellas. Una foto llena de belleza y dramatismo, como muchas de las que aparecieron en la prensa esos días. En las palabras de Beverly persiste la emoción de ese día:
“Muchos americanos pueden identificarse con Michelle. Es una mujer brillante y cultivada, pero sus orígenes son humildes; sofisticada, pero muy pegada al terreno, realista; conectada con la cultura popular, pero no superficial; puede ser estilosa y elegante, pero también atlética y algo desgarbada (algo tremendamente americano); no es una reina de la belleza, pero es bella; es creyente, pero no hace alarde a cada momento de su religión; sus valores están expresados en su estilo de vida; es exitosa en su profesión, pero se encuentra a gusto cuidando de sus hijas; apoya a su hombre, pero es claramente su igual. La gente está interesada en ella no como mero apéndice, sino como individuo. Hubo primeras damas que cautivaron los corazones o la imaginación de la gente, como Jackie o Hillary; las hubo que encontraron su camino siendo recatadas, como Laura Bush o Mammie Eisenhower; otras gustaron o fueron odiadas por ser combativas y habladoras, como Nancy Reagan y Roselyn Carter; pero Michelle Obama es la quintaesencia de la mujer moderna y no tiene intención alguna de adecuarse a ningún molde conocido. Michelle es, definitivamente, un modelo para las mujeres negras. Su relación con Barack constituye una inspiración para la comunidad negra. Los dos escenifican la fuerza de las relaciones sentimentales entre afroamericanos, una fuerza que a menudo ha sido ignorada por el estereotipo que dibuja a la pareja afroamericana como una institución fallida. Michelle trae a la luz las sólidas tradiciones de la clase media negra que muchos americanos (incluso negros) no conocen. Yo crecí en una familia de clase media afroamericana y me encanta ver a esta pareja en el candelero. Por simple que pueda sonar, es reconfortante tener a diario a este matrimonio atractivo, encantador y exitoso como imagen pública. Cuando ellos dicen, ‘yes, we can’ (y perdón por el eslogan), significa que tú puedes también”.
La expresión que más se repite para describir a Michelle es “down to earth” (con los pies en la tierra). Lo que más se le agradece es esa llaneza en el trato que parece no ocultar ningún lado oscuro en su personalidad. Abraza, besa, sonríe, se ríe o, por ejemplo, pasa la mano por la espalda a la reina de Inglaterra. Como siempre, el gesto se analizó milimétricamente. Algunos columnistas cursis americanos que entienden el encorsetado protocolo inglés como ejemplo de esa distinción de la que ellos carecen le afearon el gesto. Pero no la Casa Real inglesa, que desmintió haber sentido algún tipo de incomodidad con esa muestra de afecto. Por su parte, la mayoría de la prensa alabó la manera cálida y natural con la que Michelle se enfrentó a su primer viaje oficial.
De cualquier manera, el exceso de atención, unido a ese trato abierto que ella establece con los periodistas, tiene un precio. A diario se estudian con una ridícula exhaustividad los trajes de Michelle, los peinados de Michelle, los comentarios de Michelle sobre las niñas: “A Malia le gustan las judías verdes, Sasha prefiere el brócoli”, “piénsenlo mucho antes de comprarles un perro a sus hijos, soy yo la que me levanto a las seis de la mañana para pasearlo”. El showman Jon Stewart ha creado un pequeño espacio para contar, de manera humorística, las “no noticias” relacionadas con Michelle. Dentro de esos debates del absurdo en torno a la primera dama tuvo lugar el que hasta el momento ha provocado más comentarios y, como consecuencia, más bobadas: los brazos desnudos de Michelle. Los brazos desnudos de Michelle estuvieron en tertulias del corazón, sociales, incluso de carácter político. Michael Greenberg, escritor, fino columnista de la revista TLS y un hombre vivo, con agudeza e ironía para interpretar y escribir de su país, me hablaba del asunto:
“Para mí, la gran revelación de Michelle y las emociones que ha desencadenado en los americanos fue el escándalo de los brazos desnudos. Recuerda que ella comenzó a aparecer con vestidos sin mangas y que todo el mundo lo comentó y hubo gente que incluso se ofendió. Ella hizo como que no se enteraba y continuó llevando el mismo tipo de vestidos. Lo consideré brillante. Michelle es la única que desciende de esclavos en la Casa Blanca, no Barack; Michelle es la negra americana, la negra de Chicago y descendiente de negros del sur con profundas conexiones con el racismo y la historia más vergonzosa de nuestro país. Sus poderosos brazos negros evocan los brazos del trabajador del campo, son los brazos del recolector de algodón, los brazos de la nanny y de la fregona, los brazos de la esclava. Sospecho que para los medios de comunicación, todo ese rollo acerca de su estilo y su elegancia es una manera de encubrir el verdadero simbolismo de esos brazos, o sea, su negritud, que es bastante revolucionaria en su posición de primera dama, pero que es algo que nadie se permite decir en voz alta. Ella no es como ninguna primera dama. ¿Recuerdas cuando la vimos trabajando en su pequeño huerto en el jardín de la Casa Blanca? Yo creo que ella sabía lo que estaba haciendo, los prejuicios que día a día está partiendo en pedazos. Esa idea de que Michelle es como Jackie Kennedy, aquella recatada aristócrata de sangre azul, ¡es absurda! Otro encubrimiento. Ella es lo opuesto a Jackie. Ésa es la belleza de Michelle”.
Es cierto, ella rompió el molde. Inventó una nueva manera de ser primera dama. Aunque se la compara continuamente con Jackie por su elegancia, tanto la belleza como la elegancia de Michelle son una emanación de su personalidad, algo que heredó de la señora Robinson, su madre. Es muy femenina, pero no se ha dejado engatusar por los grandes modistas que habitualmente han vestido a las primeras damas. Sus elecciones son más modestas: las firmas que elige están al alcance de las mujeres de clase media, y los vestidos que lleva se encuentran colgados de las perchas de muchas boutiques frecuentadas por mujeres profesionales. Tampoco es una Eleanor Roosevelt. Puede compartir con ella sus inquietudes sociales y su fuerte personalidad, pero Michelle no puede evitar ese toque hot y sexy que le atribuyen todos los ciudadanos americanos. Sexy no en un sentido puramente sexual (aunque también); sexy como definición de lo atractivo.
La última persona con la que charlé sobre Michelle es alguien tremendamente peculiar, Bisila Bokoko. Bisila es de origen guineano, criada en Valencia y actualmente directora ejecutiva de la Cámara de Comercio de España en Nueva York. Bisila es bella y brillante, sexy en el sentido michelliano, y también comparte con Michelle la naturaleza de su matrimonio, pero a la inversa. Es una negra africana casada con un afroamericano de Chicago. Bisila fue una más entre esa legión de voluntarios que trabajaron para llevar a Obama a la presidencia. Estuvo en la toma de posesión y pisó, una por una, todas las fiestas que aquella noche gélida de enero se celebraron en Washington. Vio al matrimonio Obama entrar en algunas de ellas, en la que le prepararon los africanos, en la que organizaron los voluntarios:
“Y ahí estaba ella, fuerte, encajando con una sonrisa todas las barbaridades que le soltaban las mujeres a su marido, que estaban locas, locas, pidiéndole hijos [se ríe], echándole piropos tremendos. Fue divertidísimo. Sí, ella tiene un aspecto muy sexual, en el sentido más puro de la palabra, se le aprecia picardía en su mirada. Puede ser juguetona en un momento dado y proclive a enamoramientos fortuitos si se la deja de lado y no se le presta atención. Ellos han debido de tener sus cosas, como todos los matrimonios. Se cuenta que tras el discurso en la convención demócrata en la que Barack se dio a conocer como el gran orador que es, ella le dijo: ‘Ahora no la jodas’. Es algo que la gente oyó y que se suele contar. ¿Cómo lo interpretas? Ella le puede decir a él lo que no le va a decir nadie. Es una negra sin complejos, mira a los ojos directamente, es franca, y ha conseguido tener a su lado a un hombre brillante. Eso es algo que admiran de manera especial las afroamericanas, que a menudo sufren una gran frustración por haber ascendido ellas en la escala social y no encontrar hombres negros a su altura. Es pasional, independiente, y desde su llegada a la Casa Blanca debe haberse sometido a un autocontrol para no saltarse las reglas sociales. Pero está claro que los desafíos no la asustan, ahí está su propia vida para demostrarlo. Es genuinamente madre y disfruta de ese papel”.
Madre, madre que abraza a sus hijas, que las reprende, que se preocupa por su educación. Tal vez en lo más básico de su comportamiento esté el secreto de la fascinación que esta mujer ha provocado en el pueblo americano. Madre y sexy. Una condición y un adjetivo que muchas mujeres americanas consideran incompatibles.
“Ah, había un comentario muy divertido aquella noche de fiesta en Washington”, dice la genial Bisila. “¡Al fin una pareja que hará el amor en la Casa Blanca!”.
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