La
renuncia de Benedicto XVI/ Juan Manuel de Prada, escritor
ABC |12
de febrero de 2013
Señalaba
Gustave Thibon que, cuando las instituciones son fuertes e inamovibles, están
por encima de las personas que las representan, a las que sostienen; en nuestra
época, caracterizada por el debilitamiento de las instituciones, muchas veces
son las personas las que sostienen las instituciones. Dante, por ejemplo, pudo
permitirse el lujo de incluir en el elenco de condenados al «che fece per
viltade il gran rifiuto», refiriéndose tal vez a Celestino V, que renunció a la
tiara pontificia (y que, sin embargo, luego sería elevado a los altares), sin que
por ello se menoscabara el prestigio del papado. Hoy, a diferencia de lo que
ocurría en tiempos de Dante, tiende a encumbrarse a las personas que encarnan
el papado, a veces con fervorín idolátrico; pero tales excesos ditirámbicos
–tan vacuos– ocurren mientras los enemigos de la Iglesia se emplean mucho más
eficazmente en desprestigiar la institución.
La
renuncia de un Papa es un hecho de extrema gravedad y un motivo de profunda
preocupación para los católicos conscientes; y quien diga lo contrario miente.
El derecho canónico contempla este supuesto; y se sabe, por ejemplo, que
algunos Papas de los últimos siglos contemplaron tal posibilidad: así, por
ejemplo, Pío XII, que llegó a redactar un documento ológrafo con la orden de
publicar su renuncia si Hitler llegaba a consumar su secuestro, para asegurar
la libertad de la Iglesia; y algo semejante hizo Pío VII, cuando más apretaba
Napoleón.
Pero
la renuncia de Benedicto XVI reviste circunstancias muy distintas; y también
muy llamativas, después de que gran parte del pontificado de Juan Pablo II
transcurriera entre el griterío farisaico del mundo, que reclamaba su renuncia,
ante las muestras de deterioro físico causadas por los años y las dentelladas
feroces de la enfermedad. Resulta, sin embargo, innegable que aquella
resistencia heroica de Juan Pablo II en el timón de la barca de Pedro tuvo
efectos negativos para el gobierno de la Iglesia, confiado a personas que no
siempre actuaron con la diligencia debida. Probablemente, Benedicto XVI no
quería que los últimos años de su pontificado, ante un previsible decaimiento
paulatino de su fortaleza física, quedas e n marcados por el desgobierno de la
Iglesia; sospechamos que las tribulaciones vividas con los escándalos causados
por los casos de pederastia o por el robo de papeles confidenciales en los
mismísimos Palacios Apostólicos han sido determinantes en esta decisión
excepcional.
Escribo
estas palabras consternado; si dijese lo contrario, estaría mintiendo a mis
lectores. Creo en la naturaleza sobrenatural del ministerio petrino; creo que
el Papa goza de una asistencia de la gracia divina única y especialísima, como
vicario de Cristo en la tierra; y creo que la voluntad personal de un Papa
declina ante la misión que le ha sido asignada. Así lo defendí durante muchos
años, en decenas de artículos que escribí alabando la heroicidad de Juan Pablo
II, cuando desde diversas instancias mundanas se reclamaba su renuncia. Como el
propio Benedicto XVI proclamaba en el Ángelus del 10 de febrero de 2013, apenas
un día antes de sorprendernos con este anuncio, «la experiencia de Pedro,
ciertamente singular, es también representativa de la llamada de todos los
apóstoles del Evangelio, que no debe nunca desalentarse en anunciar a Cristo a
todos los hombres, hasta los confines del mundo. (…) El hombre no es autor de
su propia vocación, sino que da respuesta a la propuesta divina; y la debilidad
humana no debe tener miedo si Dios llama».
La
renuncia de Benedicto XVI no podemos interpretarla, sin embargo, como una
muestra de miedo o debilidad. Si ha decidido renunciar no es porque así lo
quiera su voluntad, sino porque se ha visto incapaz de sobrellevar la misión
que le fue asignada y considera que el bien de la Iglesia así lo exige. No
olvidemos que las instituciones no las sostienen las personas; y tampoco que a
la Iglesia, institución de origen divino, le ha sido asegurada la asistencia
del Espíritu Santo hasta el fin de los tiempos.
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