Un acto de extrema
valentía y humildad/ Bieito Rubido, director de ABC
Publicado en ABC |
12 de febrero de 2013
El
humilde labrador de la viña del Señor está muy agotado. Probablemente,
exhausto. Tendemos a pensar a veces que determinados puestos de liderazgo son
un honor, un privilegio que envidiar. Rara vez reparamos en la carga que tal
lugar puede llegar a representar. La sonrisa de Albino Luciani no pudo tributar
más allá de 40 días bajo el nombre de Juan Pablo I. Joseph Ratzinger ha
decidido confesarse ante la cristiandad como el hombre débil que todos somos.
Conmueve su ejemplo. Es la imagen de Moisés ante Yahvé en el monte Horeb. No ha
recurrido a grandilocuencias para comunicar su decisión. Lo ha hecho en un acto
de valor que toma por sí mismo, meditado delante de Dios, enconciencia. El lole
otorga una dimensión intelectual y una hondura espiritual y humana que
convierten su Pontificado en uno de los de más profunda huella. El tiempo así
lo escribirá en la Historia. Como en aquella ocasión en que el Santo Padre
pidió perdón por los delitos de la Iglesia. El cansancio emocional también
erosiona. Por eso en esta hora es de rigor hacerle justicia por las profundas
heridas que un teólogo de su talla sufrió cuando decidió bajar a las bodegas
oscuras, donde reconoció verse rodeado de lobos.
Con
Benedicto XVI deja la silla de San Pedro el último Papa que participó
directamente en el Concilio Vaticano II. Desde entonces, la Iglesia Católica ha
abordado, con luces y también inevitables sombras, un valiente proceso de
renovación, de puesta al día, que obliga a quien quiere profesar el credo
católico. Estar comprometido con el mensaje de Cristo en un contexto que alardea
de modernidad resulta harto difícil. Y ese ha sido uno de los empeños del
actual Papa: fe y razón; compromiso sin complejos; firmeza frente al
relativismo; amor en todo. Por eso no cabe otra motivación a su renuncia que la
lucidez y la responsabilidad de un intelectual ilustrado que ha sabido vivir su
alta misión con sencillez, coraje y serenidad. Esa misma serenidad que le
permite dar un paso más en la puesta a punto de una Iglesia necesitada aún de
un debate profundo si quiere seguir siendo la sal del mundo.
El
cardenal Ratzinger estuvo con un protagonismo de primera línea en la escena de
Juan Pablo II. Probablemente desde aquella sangrante agonía, concluyó que no
podía volver a manifestarse aquel declive físico en el depositario del mandato
de Dios. Por eso ha insistido de forma reiterada en que la renuncia de un Papa
podría llegar a ser un deber. Todavía hoy recordamos la imagen doliente del
venerado Juan Pablo II. Su ejemplo sirvió además para revindicar el elogio de
la ancianidad en un mundo que ha sacralizado la juventud. Pero no es menos
cierto que la Iglesia necesita ser gobernada con mano vigorosa. No es fácil
dirigirla según los pasos de Dios. El complejo mundo moderno está más atento
que nunca a la posible germinación de un mensaje de esperanza al que no puede
ni debe renunciar la Iglesia de nuestros días.
La
renuncia de un Papa es un hecho casi sin precedentes. Por eso, puede ser
analizado desde tantas ópticas como uno quiera. Sin embargo y paradójicamente,
para entender la trascendente determinación de Benedicto XVI conviene dejarse
llevar un poco más por los sentimientos. No faltan ya las voces que aseguran
que estamos ante una mala noticia para la Iglesia Católica. Como otras que
aseguran que es un paso en el empeño de Ratzinger por modernizar la Iglesia.
Por encima de todo, creo que constituye un acto humano y espiritual. Una
decisión valiente. En la extrema debilidad física en la que se encuentra, el
Papa tiene el valor de tomar una decisión que hace más grande todavía su
legado. Una reafirmación más de su empeño de racionalizar la fe y, por tanto,
hacerla más auténtica, más influyente, más hermosa, más creíble.
Se
cierra un período. La fuerza de la Historia sigue, y traerá respuestas. En
ocasiones no somos capaces de intuir cómo evolucionarán en el futuro
determinados hechos o ideas del presente. Benedicto XVI fue la voz de la razón,
de la ilustración y asumió esa racionalidad en su mensaje frente a una época
posmoderna, de sociedad líquida, de relativismo rampante. Este Papa será
recordado y valorado por un Pontificado breve pero intenso, que ha permitido a
la Iglesia abordar una nueva apertura sin renunciar a su esencia. No me cabe
duda, en contra de lo que muchos piensan, que la libre, valiente, honesta y
humilde decisión de Joseph Ratzinger tiene un enorme valor para la Iglesia y
para su futuro.
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