La renuncia de un
Pontífice/Rafael Navarro-Valls es catedrático de Derecho Canónico y autor
de ‘Entre el Vaticano y la Casa Blanca’
El
Mundo | 12 de febrero de 2013
La
renuncia de Benedicto XVI es, desde luego, una novedad mediática de primera
magnitud . Debo confesar, no obstante, que a mí no me ha sorprendido en exceso.
En primer lugar, el propio papa Ratzinger había declarado no hace mucho a un
periodista alemán que entendía como derecho –y a veces deber- que el Papa
dimitiera cuando piense que no se encuentra capaz física, mental o
espiritualmente para desarrollar sus obligaciones. Es cierto que, en buena
medida, condicionaba esa posible renuncia a que no hubiera una situación tan
excepcional que fuera interpretada como una «huida» ante una «situación
difícil». Tal vez eso hubiera pasado si la renuncia se hubiera dado en pleno
vatileaks o cuando explotaron los casos de paidofilia. No es el caso. Benedicto
XVI ha elegido un momento tranquilo de su pontificado. Siempre, claro está, que
existan momentos de sosiego en un cargo que es el mayor centro de poder
espiritual de la tierra. La segunda razón es que Benedicto XVI es el quinto
Papa de mayor edad en el cargo en toda la historia de la Iglesia. De ahí que
haya ponderado – según sus palabras, «en la presencia de Dios»- que era el
momento de dejar paso a alguien más joven y con mayores reservas físicas para
asumir el enorme peso del pontificado.
Para
los juristas la renuncia de Benedicto XVI es una novedad de facto pero no de
iure. Quiero decir que históricamente los casos de renuncia al pontificado han
sido escasos. En realidad, desde mi punto de vista, probablemente solo uno:
Celestino V. Los otros supuestos que suelen aducirse -estoy de acuerdo con
Piotr Majer- son de carácter legendario, de renuncias forzadas, o bien de
personas con dudosa condición papal (antipapas). El caso de Celestino V es
distinto y creador de un precedente legal que ha seguido vigente hasta ahora.
Tal vez por eso convenga detenerse en él, pues aclara el carácter perfectamente
ajustado a derecho de la renuncia de Benedicto XVI. Sintetizando mucho, Pedro
Angelari de Morrone fue elegido Papa en julio de 1294. Estaba tan ajeno a esta
elección de los cardenales, que estos tuvieron que trepar hasta una cumbre de
los montes Abruzzos para transmitirle la noticia. Conviene advertir que Pedro
era monje y vivía en soledad en una ermita desde hacía cincuenta años. El susto
y la sorpresa de Morrone debieron ser mayúsculos: de ahí que solo con mucha
dificultad pudo ser convencido. Celestino V -que este nombre eligió- era
piadoso, dócil, lleno de buena voluntad…»pero no tonto». Pronto se dio cuenta
de que el cargo superaba a sus cualidades. En diciembre de 1294 leyó una bula
de renuncia y murió dos años más tarde. Fue canonizado en 1313.
Su
renuncia fue acompañada de polémica acerca de la facultad de un Papa para
dimitir. El debate fue zanjado por su sucesor Bonifacio VIII que, en una famosa
decretal -una disposición legal eclesiástica-, justificó la renuncia de su
predecesor siempre que lo hubiera hecho libremente. Esta decisión
históricamente fue aceptada como precedente legal, de modo que el canon 332
& 2 del vigente Código de Derecho Canónico dispone : «Si aconteciere que el
Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la
renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por
nadie». Repárese que la norma no expresa causa alguna que el Papa deba aducir
para renunciar. En teoría, por tanto, sería válida una renuncia sin expresión
de motivos. Ya se entiende que eso no sería bien comprendido. Por ello
Benedicto XVI ha manifestado que «he llegado a la certeza de que, por la edad
avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio
petrino», añadiendo que «mi vigor ha disminuido de tal forma que he de
reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue
encomendado».
Por
lo demás, en su decisión claramente han concurrido las dos circunstancias que el
Derecho canónico exige para la validez de la renuncia: libertad y manifestación
formal de la decisión. Lo primero, pues la libertad de renuncia no aparece
limitada por circunstancia alguna que disminuya el pleno juicio del Pontífice
ni viciada por miedo grave, dolo o violencia física. La segunda, ya que la
manifestación de su voluntad ha sido clara e inequívoca. Así, pues, el 28 de
febrero Benedicto XVI pasará a ser un Papa emérito (por la novedad suena raro,
pero así es), con algunas peculiaridades que, en este foro no estrictamente
técnico, hago gracia al sufrido lector.
Probablemente
de mayor interés son algunas situaciones que han atraído enseguida la atención
de los medios. Por ejemplo, ¿qué pasará con la convivencia de dos Papas, el que
sea elegido y el emérito? Mi impresión es que no pasará nada. Si comparamos la
situación del depositario del mayor espiritual de la tierra (Vaticano) con el
depositario del máximo poder político (Casa Blanca), la convivencia entre dos
presidentes USA (el emérito y el efectivo) raramente ha producido especiales
problemas. En el caso de Benedicto XVI es proverbial su prudencia que, unida a
su excepcional inteligencia, evitará cualquier interferencia en el gobierno de
la Iglesia. Piénsese que, con su renuncia, cuando sea efectiva, el Papa perderá
todo su poder primacial. Además, como observa la doctrina jurídica, una vez que
sea firme la renuncia, el Papa no puede ya revocarla ni recuperar la potestad
que antes tenía. Esto es, no puede ser un potencial competidor, más o menos
difícil.
La
segunda cuestión es qué pasará a partir de las 20.00 horas del 28 de febrero.
La contestación está contenida en la norma que regula el proceso de elección de
un nuevo Papa. En ella (Constitución Universi Dominici gregis) se prevé que la
situación de Sede vacante se produce no solamente con la muerte del Papa sino
también con su renuncia, es decir, cuando «por cualquier causa o razón quede
vacante la Sede Romana». A partir, pues, del día 28 se dispara el mecanismo de
sucesión y elección de un nuevo Papa .
Durante
este período y hasta la nueva elección, la dirección de la Iglesia está
confiada al Colegio de cardenales, pero sin los poderes que tendrá el futuro
Papa elegido. Es decir, y por ejemplo, los cardenales no pueden modificar
ninguna de las leyes dictadas por el Papa emérito. Cesan en el ejercicio de sus
cargos todos los Jefes de los Dicasterios de la Iglesia (algo así como los
ministerios en sede civil) y todos sus miembros. Existen algunas excepciones:
el cardenal Camarlengo, el Penitenciario Mayor (alguien tiene que poder
levantar las sanciones graves reservadas a la Santa Sede) , el cardenal Vicario
General de la diócesis de Roma, el sustituto de la Secretaria de Estado y los
nuncios.
Hasta
entonces, conviene cautelarse ante los calculadores que entran en el juego de
la lotería papal o comienzan a intentar tejer la tela de araña que entienden
rodea al cónclave. Lo cual -ya lo dije en otra ocasión- no significa prescindir
de la experiencia de anteriores elecciones y de las lecciones de la Historia
pues la intervención del Espíritu Santo en la elección del obispo de Roma se
opera a través de complejos mecanismos en los que se entrecruzan las virtudes y
las pasiones humanas. En todo caso, la decisión de Benedicto XVI es digna de
respeto y honra a uno de los Papas de mayor peso intelectual que ha tenido la
Iglesia católica.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario