Erdogan
y una Turquía europea/Jean-Paul Marthoz, periodista, escritor, profesor de la Universidad Católica de Lovaina.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa
La
Vanguardia, 4 de julio de 2013;
Sábado,
22 de junio. La tenue luz solar acaricia Estambul. Luciendo una sonrisa
desenfadada, el vendedor ambulante de simit ha vuelto a su puesto habitual, a
pocos pasos de mi hotel, para vender sus roscos de pan espolvoreados con
sésamo. En la avenida Istiqlal, el gran bulevar peatonal situado en la parte
europea de la capital, los tenderos suben las persianas metálicas como si
supieran que la jornada será hermosa y resplandeciente. Un aroma a café recién
hecho llena el aire de las calles que conducen al hotel Pera Palace y al puente
Gálata.
La
víspera, en un bar situado en el barrio bohemio y burgués de Cihangir, un amigo
turco me confía su optimismo: “Al recibir a una delegación de los ocupantes del
parque Gezi, el primer ministro ha hecho un gesto. Quién sabe. Al fin y al
cabo, Recep Tayyip Erdogan puede perfectamente prestar atención a voces
distintas de las de sus cortesanos”, dice.
Los
acordes de la guitarra de Yavuz Akyazici, el saxo de Ilhan Ersahin, las
melodías sufíes de Abdul Gani suenan en la taberna donde la gente joven charla
tranquilamente o se dedica a sus tabletas. Tras la violencia de los últimos
días, los ánimos parecen más sosegados aunque los manifestantes, equipados con
cascos de construcción de vivos colores y mascarillas antigás, se dirigen a la
plaza Taksim.
El
mismo sábado, Murat Yetkin, cronista del periódico Hurriyet, decía: “Taksim
anuncia una Turquía mejor, una Turquía pluralista, una Turquía capaz de
solucionar sus crisis en el marco de la democracia”.
Y,
no obstante, personalmente no podía librarme de cierto sentimiento de malestar.
Las fuerzas de policía seguían congregadas en las proximidades del parque Gezi.
Distribuidos por toda la ciudad, los vehículos de bomberos parecían esperar
emboscados. La imagen de un Erdogan imperial adornaba pósters de un rojo vivo
que apremiaban a sus partidarios a participar en las manifestaciones del
domingo en Estambul. Durante la mañana en calma, los canales de televisión
habían difundido ultimátums y advertencias del primer ministro a los
terroristas y vándalos.
Y
entonces, súbitamente esa misma noche, todo estalló. Mientras los ocupantes,
acompañados de espectadores, familias y turistas, escuchaban un concierto, las
fuerzas de policía requirieron el abandono del lugar en quince minutos. Pocos
minutos después, cientos de policías con casco y mascarillas antigás lanzaban
botes de gas y disparaban sus cañones de agua, sin distinguir entre
manifestantes pacíficos y extremistas. La gente huía hacia los hoteles, donde
se refugiaban los que lograban escapar de la violencia.
En
suma, Erdogan no había cambiado. “Su Turquía” no había adoptado ninguna nueva
medida. En el periodo de dos semanas, por tanto, el irritable primer ministro
ha logrado hacer añicos la imagen de su país en el extranjero y sembrar dudas
entre quienes habían rechazado hasta ahora la caricatura de Erdogan como un
nuevo sultán. Sus declaraciones y su opción por la represión han trazado el
perfil de la “vieja Turquía”: la intolerante, altanera y autista Turquía que
los partidarios del primer ministro en Bruselas y Washington habían juzgado
cosa del pasado.
Erdogan
–nos dijo un amigo turco– “no tiene escrúpulos”. Las elecciones se celebrarán
en el 2014 y él apuesta sobre el hecho de que su propia intransigencia le
garantizará el apoyo constante de su electorado populista y mayoritario. Está
persuadido de que la comunidad internacional, en última instancia, acallará las
voces críticas dada la importancia económica y estratégica de Turquía. Turquía,
la “nación indispensable”.
Desde
luego, sectores empresariales europeos se han alegrado de que la plaza Taksim
fuera despejada. Sin embargo, a ojos de numerosos observadores hasta ahora bien
predispuestos hacia Turquía, el comportamiento del primer ministro ha sido
causa de división. De ahora en adelante, será difícil esperar negociaciones
serias sobre la entrada de Turquía en la Unión Europea con un Gobierno que
atiza tensiones, denuncia conspiraciones extranjeras, es lenguaraz al referirse
a los medios de comunicación internacionales y gruñe a la Unión Europea. En
Estrasburgo, Guy Verhofstadt, el líder de los liberales, no tuvo pelos en la
lengua: “Apoyamos una Turquía europea, pero no una Turquía que vuelve la
espalda a los valores europeos”, dijo.
La
conciencia de esta putinización de Erdogan acarrea un brusco despertar a los
verdaderos aliados de Europa en Turquía; es decir, esos medios progresistas,
laicos o musulmanes, que apoyaron las reformas propuestas por el AKP en la
pasada década.
Son
las primeras víctimas de este enorme caos. Empujados por el populismo del primer
ministro, se ven obligados a aliarse con el viejo estamento militar y con los
ultranacionalistas laicos a los que se han opuesto intensamente hasta ahora.
¿Podría
venir un destello de esperanza de las facciones moderadas del AKP y, en
especial, del presidente Abdulah Gül, que durante la crisis ha intentado
mantener una imagen más favorable de Turquía? En el curso de mis numerosas
conversaciones en Estambul, sobre todo con periodistas islamistas próximos al
círculo de Fetulah Gülen, estos lanzaban abundantes críticas al primer
ministro. “Aun siendo conservadores, tenemos puntos de vista reformistas”, me
dijo uno de ellos. Otros se expresaban en los siguientes términos: “Fuimos
nosotros quienes abrimos el espacio político, controlamos a los militares y abordamos
temas tabúes como el del genocidio armenio. Hemos representado a los sectores
de población sumidos en la miseria, abandonados y humillados bajo el régimen
kemalista, la Turquía blanca. Y ahora Erdogan lo echa todo a perder”.
Un
creciente número de observadores están convencidos de que Erdogan ve la
democracia como “un tren del que uno se baja cuando llega a destino”,
entendiendo con ello que así se actúa cuando uno llega al poder. En pocos años,
el primer ministro ha invertido radicalmente las relaciones de poder
incumpliendo los objetivos democráticos de las reformas respaldadas por el
proceso relativo al ingreso en la Unión Europea. Como ha dicho Hamit Bozarslan
en su excelente libro Historia de Turquía (Tallandier, 2013), “Turquía no tiene
un contrapeso de poder ni mecanismos de control y equilibrio”. Un decepcionado
corresponsal europeo apunta: “Erdogan ha modelado el autoritario Estado
kemalista en lugar de desmantelarlo. Ha reemplazado un Estado militar por un
Estado policial”.
Erdogan
ha perdido una oportunidad histórica. ¿Sin querer? ¿Por exasperación? ¿O, tal
vez, de forma más consecuente, es que no se identifica con esos “valores
europeos” que le obligarían a contener su poder, a entablar un diálogo con sus
adversarios y a respetar la diversidad étnica, política y religiosa de su país?
Se
trata de una cuestión sobre la que la Unión Europea debería reflexionar en
lugar de abordarla de manera simplista, ya sea inspirada por burda islamofobia,
por eufóricas celebraciones de multi-culturalismo, por mantras evidentes del
mercado o por intereses estratégicos.
El
futuro de Europa se decide también en la plaza Taksim y su importante desafío
nos viene a suplicar que no confundamos las realidades de un país
alternativamente representado o como modelo o como elemento repelente de
quienes se acercan a él.
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