Por Fawaz A. Gerges, director del Centro de Oriente Medio
en la London School of Economics
Publicado en La
Vanguardia
28 y 30 de julio, y 1 de agosto de 2013
Después
del derrocamiento de la presidencia islamista de Mohamed Mursi por parte del
estamento militar egipcio, los comentaristas se han apresurado a anunciar el
final de la era islamista. Tales conclusiones precipitadas, sin embargo, no
toman en consideración cuestiones de mayor calado como las siguientes: ¿estamos
presenciando el principio del fin de los partidos de base religiosa o se trata
del fracaso de los islamistas a la hora de gobernar con eficacia y con
perspectiva integradora? ¿Hasta qué punto la primera experiencia en el poder de
los Hermanos Musulmanes ha perjudicado al movimiento islamista en la región?
¿Qué lecciones cabe extraer del comportamiento y del ejercicio del poder de los
islamistas durante su mandato? ¿Socava el derrocamiento del primer presidente
democráticamente elegido (islamista) de la historia contemporánea de Egipto la
transición democrática?
Para
empezar, la corriente islamista mayoritaria, variedad Hermanos Musulmanes, ha
sobrevivido a décadas de persecución, encarcelamiento y exilio por parte de
regímenes autoritarios de liderazgo militar. Y lo más probable es que puedan
capear el último golpe que ha barrido a Mursi. Pese a los esfuerzos coordinados
de hombres fuertes de inclinación laica como el difunto presidente egipcio Gamal
Abdel Naser para debilitar y aislar a sus rivales de orientación religiosa, el
denso entramado de redes islamistas y la lealtad de grupo ( asabiya) les han
permitido resistir el brutal ataque de las autoridades laicas e impulsar su
organización.
En
el curso de mis entrevistas con islamistas de base durante los últimos veinte
años en Egipto y en otros lugares, se me ha hecho evidente que los activistas
de orientación religiosa se nutren de una creencia en la victoria divina del
movimiento y están dispuestos a soportar el sacrificio, las privaciones y la
muerte para alcanzar tal deseado fin. Décadas de persecución que llevaron a los
islamistas a la clandestinidad han dejado profundas heridas en el universo
mental e imaginario de los islamistas. Por consiguiente, suelen considerar a la
sociedad en sentido más amplio como intrínsecamente hostil a su causa. La
expulsión de Mursi por parte de los militares reforzará esta mentalidad de
padecer asedio así como el sentimiento de ser víctimas y objeto de injusticia entre
los Hermanos Musulmanes y sus partidarios.
Si
atendemos a la historia como guía, los líderes islamistas antepondrán a corto y
a medio plazo la unidad y la solidaridad de las organizaciones al juicio
crítico sobre su actuación en el gobierno y a la extracción de las
correspondientes lecciones asimismo críticas. Esconderán la cabeza en la arena
y acusarán al mundo de confabularse contra ellos. Los Hermanos Musulmanes ya
han empezado a movilizar a miles de seguidores, tarea facilitada por una
profunda convicción de que los islamistas defienden la legitimidad
constitucional contra un “golpe fascista” a cargo de los militares. Los
Hermanos Musulmanes, uno de los movimientos más potentes de la región en el
plano social y político, pueden apoyarse en sus bases, que representan entre el
20% y el 30% del electorado, para seguir siendo una fuerza con la que hay que
contar tanto en las urnas como en las calles.
Aunque
los islamistas seguirán siendo efectivamente protagonistas clave en los países
más afectados por las revueltas populares árabes a gran escala y por los
problemas propios de Oriente Medio en sentido más amplio, su marca de fábrica
ha salido perjudicada. Como ha dicho el número dos de los Hermanos Musulmanes,
Mohamed Habib, la Hermandad no sólo ha perdido la presidencia, sino su
argumento y defensa moral, su reivindicación de hallarse por encima de la lucha
política y de saber lo que supone solucionar los desafíos económicos e
institucionales del país. El año largo de experiencia de gobierno de los islamistas
reveló un déficit de conceptos e ideas, una escasez de programas políticos y
una vena autoritaria que recuerda a sus homólogos de inclinación laica. El
islam político ha fracasado al nivel de la teoría y de la práctica. A ojos de
un sector crítico de la clase media y baja que han querido atraer los
islamistas tras la eliminación política del presidente Hosni Mubarak, Mursi y
los Hermanos Musulmanes no han estado a la altura de las expectativas ni del
desarrollo de sus funciones.
Al
cabo de más de un año de su acceso al poder, la mala gestión de la economía por
parte de los islamistas puso en evidencia su pretensión de ser administradores
expertos y de estar mejor preparados que sus predecesores laicos y de corte
autoritario a la hora de prestar ayudas, servicios sociales y puestos de
trabajo. Han demostrado ser tan incompetentes, faltos de ideas originales y de
preparación gestora y administrativa como aquellos a quienes han sustituido.
Lejos
de mejorar la economía, su confuso estilo de gobierno ha exacerbado de hecho la
crisis estructural y ha ocasionado más penurias a la población pobre del país y
a su menguante clase media. En el primer aniversario de la presidencia de
Mursi, millones de manifestantes, parte de los cuales había votado a favor de
los Hermanos Musulmanes, llenaron las calles y pidieron su dimisión. Mursi se
había distanciado no sólo de la oposición de tendencia progresista sino que
también había incomodado a millones de egipcios por su mala gestión económica.
Los Hermanos Musulmanes y otros islamistas cometieron un error catastrófico al
no desarrollar un repertorio de ideas de gobierno, sobre todo en materia de
economía política. En la última década, cuando yo mismo (y otros) presionábamos
a los islamistas para que definieran sus programas de política económica,
replicaban que era una cuestión llena de implicaciones, concebida para
exponerles a la crítica pública; decían que darían a conocer sus programas
cuando se les permitiera participar en el proceso político. El movimiento
islamista adolece de escasez de ideas originales. Es un cuerpo enorme con un
cerebro pequeño.
Islam y Poder
El
descontento social con respecto a Morsi va más allá de la deficiente actuación
en el terreno económico y se centra en sus maneras autoritarias y su esfuerzo
sistemático por consolidar el régimen islamista. Los islamistas no han
efectuado mentalmente el tránsito de grupo opositor a partido gobernante. Aunque
ganaron una sólida mayoría en las elecciones parlamentarias y presidenciales,
han actuado como si todo el mundo estuviera enfrentado con ellos, una actitud
que los ha impulsado a reaccionar de modo desmesurado y, en consecuencia, a
hacer cálculos notablemente erróneos.
En
lugar de cumplir sus promesas, tales como la de formar un gobierno de amplia
base e impulsado por Enahda (renacimiento), Morsi trató por todos los medios de
monopolizar el poder y colocar a los Hermanos Musulmanes en las instituciones del
Estado. Muchos egipcios de toda clase y condición creen que Morsi intentó
modelar Egipto a imagen de los Hermanos Musulmanes (“Al Ijuan misr”) y
subordinó la presidencia a estos últimos; un error fatal en un país que llama a
Egipto “Um al Dunia” (la madre del mundo).
Es
innegable que Morsi, funcionario maleable y opción segura para los Hermanos
Musulmanes, es profundamente responsable del desastre islamista. Morsi era el
peor enemigo de sí mismo, sordo y ciego ante la tormenta que se cernía sobre
él. Dominaba el arte de crearse enemigos y hacer planchas, y convirtió a
millones de egipcios que le habían votado en enemigos acérrimos. Era el hombre
equivocado para dirigir Egipto, el Estado árabe más populoso, en esta crítica
coyuntura revolucionaria.
La
administración Morsi, de raíz islamista, heredó de hecho un país polarizado en
sentido político y en bancarrota en el plano financiero. Desde un principio,
topó con una fuerte oposición a su presidencia de parte de las instituciones
del Estado, inclusive en el caso de la policía y las fuerzas de seguridad, y
consolidó los intereses de la vieja guardia. Del mismo modo, la oposición de
matiz progresista nunca concedió a Morsi el periodo de gracia. Sectores laicos
y progresistas desconfiaron profundamente de los islamistas desde un principio
y juzgaron que constituían una amenaza vital para la identidad laica de Egipto,
lo que les impulsó a apelar a los militares para derrocar a un presidente
democráticamente elegido, una actuación no democrática. La línea de fractura
entre islamismo y nacionalismo que surgió a mediados de los años cincuenta
sigue mostrando actividad y las guerras culturales siguen causando estragos.
Esta línea divisoria se ha revestido ahora de connotaciones de tipo cultural y
de civilización. El destacado poeta Adonis, laico y vehemente crítico de los
islamistas, argumenta que la lucha entre islamistas y nacionalistas de
inclinación laica es más de tipo cultural y de civilización en sentido
humanista que política o ideológica; se asocia de forma natural a la lucha por
el futuro de la identidad árabe, por el futuro árabe.
Dadas
las circunstancias, lo más probable era que Morsi decepcionara y, en última
instancia, cayera. Los problemas de Egipto crecían, las circunstancias sociales
y económicas empeoraban y las divisiones políticas se ahondaban.
Aparte
de las críticas a Morsi, no hay nada especial en el hecho de que los islamistas
experimentaran las limitaciones de su nuevo poder y cayeran en la trampa de la
ciega ambición política. La cuestión no es la de si los islamistas son
progresistas o demócratas renacidos (no son ninguna de las dos cosas), aunque
ahora se presentan a sí mismos como adalides de la legitimidad constitucional.
Su perspectiva y mentalidad garantizan que lo más probable es que dirijan
democracias conservadoras, intolerantes.
No
obstante, los islamistas, incluidos los ultraconservadores, han subrayado el
compromiso de institucionalizar la democracia y aceptar sus parámetros y
reglas. Es una buena noticia, porque la tolerancia no antecede a la democracia,
es justo al revés. Una vez se consagran las instituciones y las prácticas
políticas democráticas, el debate sobre los derechos individuales y las
minorías y sobre el papel de lo religioso en la política puede abordarse
mediante la libertad de expresión y el cambio de las mayorías en el Parlamento.
La
expulsión de Morsi por parte de los militares socava el frágil experimento
democrático porque existe un peligro real de que los islamistas sean eliminados
y excluidos de la escena política. Se ve venir con la detención de Morsi y el
punto de mira dirigido contra decenas de líderes de los Hermanos Musulmanes. No
es un buen presagio para la transición democrática porque no habrá
institucionalización democrática sin los Hermanos Musulmanes, el mayor y más
antiguo movimiento principal de base islamista en Oriente Medio.
Las
consecuencias y repercusiones rebasarán Egipto en dirección a países árabes y
de Oriente Medio. En toda la región, los islamistas temen que la marea popular
se vuelva contra ellos. Después de las revueltas árabes a gran escala del 2010
al 2012, el mundo árabe percibió que los islamistas eran caballo ganador, un
corcel imparable. Esto se ha vuelto del revés tras la protesta de millones de
egipcios contra la administración Morsi, de liderazgo islamista, y su posterior
derrocamiento. Al Ijuan (los Hermanos Musulmanes) es una marca tóxica que
podría contaminar el islam político y debilitarlo.
Siendo
la principal organización islamista creada en 1928, el fracaso de la primera
experiencia en el poder de los Hermanos Musulmanes empañará probablemente la
reputación e imagen de las diversas ramas y grupos ideológicos afines en
Palestina, Jordania, Siria e incluso Túnez y Marruecos. Hamas ya sufre las
consecuencias de la violenta tormenta de El Cairo y los Hermanos Musulmanes en
Jordania notan el calor y la presión en casa. Los islamistas sirios son presa
de desorientación y miedo de que la marea se haya vuelto en su contra. La
oposición de signo progresista en Túnez se siente con fuerza y planea seguir
con su ofensiva contra Enhanda. Incluso el partido moderado Justicia y
Desarrollo y el movimiento Gülen en Turquía observan el desarrollo de los
acontecimientos en el vecino Egipto con preocupación e inquietud. Sin embargo,
sería imprudente escribir el obituario del movimiento islamista.
Fawaz
A. Gerges, director del Centro de Oriente Medio en la London School of
Economics. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.
La clave, los
Hermanos Musulmanes
Al
cabo de un mes después de que los militares egipcios derrocaran la presidencia
islamista de Mohamed Morsi, los Hermanos Musulmanes, movimiento del que procede
Morsi, siguen movilizando a sus seguidores en las calles y exigen la reposición
de Morsi en su cargo. Lejos de ceder, la organización islamista ha prometido
oponerse a lo que ha calificado de “golpe fascista” y ha rechazado todo tipo de
diálogo con el gobierno de transición que no devuelva al poder al expresidente
Morsi elegido por el pueblo. Para los militares, la exigencia de Hermanos
Musulmanes es de cumplimiento imposible y ambos campos, con sus respectivos
seguidores, topan con un punto muerto que únicamente puede despejarse mediante
un acuerdo político o una confrontación total.
Se
corre el peligro auténtico de una mayor polarización y escalada de tensión, que
se ven venir tras la detención de Morsi y la demonización del movimiento
islamista por parte de los medios de comunicación egipcios y un sector de la oposición
laica. Las autoridades provisionales adoptan fuertes medidas contra el
movimiento y acusan a sus líderes principales de incitar a la violencia al
tiempo que han detenido a ocho figuras islamistas de relieve, inclusive a la
más influyente, Jairat el Shater, y al ex presidente del parlamento. Los
fiscales cursaron una orden de detención contra el supremo guía de los Hermanos
Musulmanes, Mohamed Badie, y contra otros cuatro. Las organizaciones defensores
de los derechos humanos han criticado la prohibición impuesta al canal de
televisión de los Hermanos Musulmanes y a otros solidarios con el movimiento,
además de las muertes de decenas de manifestantes en las últimas semanas.
Desde
el punto de vista político, los Hermanos Musulmanes no pueden permitirse el
lujo de rendirse porque esto equivaldría a reconocer su derrota y,
probablemente, provocaría brechas en el seno de su base social. En
consecuencia, seguirán resistiendo de forma pacífica, sacarán músculo y
presionarán a los gobernantes provisionales del país. El objetivo es obligar a
la autoridad apoyada en los militares a lidiar con los Hermanos Musulmanes y a
dejar de perseguirles. El vicepresidente del partido Justicia y Libertad, Esam
el Erian, dijo: “El objetivo de nuestras manifestaciones y sentadas pacíficas
en Egipto es obligar a los conspiradores a dar marcha atrás”.
Si
atendemos a la historia como guía, los líderes islamistas antepondrán a corto y
a medio plazo la unidad y la solidaridad de la organización. Los Hermanos
Musulmanes ya han empezado a movilizar a miles de seguidores, tarea facilitada
por una profunda convicción de que los islamistas defienden la legitimidad
constitucional contra militares golpistas. Los Hermanos Musulmanes, uno de los
movimientos más potentes de la región en el plano social y político, pueden
apoyarse en sus bases, que representan entre el 20% y el 30% del electorado,
para seguir siendo una fuerza con la que hay que contar tanto en las urnas como
en las calles. A ojos de los líderes de los Hermanos Musulmanes, admitir la
derrota perjudicaría a la base y la fracturaría. Las ventajas de la resistencia
superan cualquier posible desventaja; la organización islamista, de 85 años de
existencia, está mejor preparada para resistir la represión ejercida por los
militares de la era posterior a Mubarak que para hacer frente a las disensiones
y rupturas internas.
Merece
la pena recordar que los islamistas de la corriente islamista mayoritaria,
variedad Hermanos Musulmanes, han sobrevivido a décadas de persecución,
encarcelamiento y exilio por parte de regímenes autoritarios de liderazgo
militar. Y lo más probable es que puedan capear el último golpe que ha barrido
a Morsi.
Es
muy poco probable que los Hermanos Musulmanes se alcen en armas contra los
militares como hicieron sus homólogos argelinos a principios de los años
noventa. El movimiento islamista más influyente en el mundo árabe renunció al
empleo de la fuerza y de la violencia a finales de los años sesenta y finales
de los setenta. Una de las lecciones aprendidas por los Hermanos Musulmanes a
partir de su experiencia en la clandestinidad en los años cuarenta a finales de
los sesenta es que la violencia es contraproducente y pone en peligro la propia
supervivencia del movimiento. En especial, la vieja guardia, inclusive Badie,
que guarda una viva memoria de los años de la clandestinidad, no caerá en la
trampa de enfrentarse militarmente al Estado; no correría ese riesgo. El
verdadero peligro potencial es que algunos elementos se unan a los grupos
extremistas en el desierto del Sinaí y en otros lugares para vengarse contra
las fuerzas de seguridad egipcias. Si el punto muerto en el plano político se
prolonga, los Hermanos Musulmanes podrían no ser capaces de controlar a un
sector de sus seguidores o no estar dispuestos a ello, una vía segura para
derivar en choques armados con el aparato de las fuerzas de seguridad.
Cuanto
más prolonguen sus protestas y actos de resistencia los Hermanos Musulmanes,
más probable resulta que los militares intensifiquen sus medidas enérgicas
contra ellos. A estas alturas, es impensable que los militares repongan a Morsi
en su cargo como exigen sus seguidores. Nada más lejos de sus intenciones. En
su primer discurso como presidente interino, Adli Mansur, ex presidente del
Tribunal Supremo, advirtió contra la tentación de echar gasolina al fuego y
prometió combatir a quienes –según afirmó– quieren desestabilizar el Estado. Su
advertencia transmitía un mensaje de los militares a los Hermanos Musulmanes.
En
una intervención televisada, Mansur dijo: “Atravesamos una etapa crítica y
algunos quieren que vayamos hacia el caos, siendo así que nosotros queremos
avanzar hacia la estabilidad. Algunos prefieren el camino sangriento mientras
que nosotros libraremos una batalla por la seguridad hasta el fin”.
El
gobierno interino se dedica a la tarea de formar nuevo gabinete y hoja de ruta
para redactar una Constitución y convocar elecciones presidenciales y
parlamentarias. Las autoridades provisionales han adquirido, de hecho,
legitimidad y reconocimiento tanto en el extranjero como en casa. Los
islamistas se enfrentan a una influyente alianza compuesta de un importante
sector de la población egipcia junto con los militares, las fuerzas de
seguridad y elementos atrincherados del antiguo régimen. El secretario de Estado
estadounidense, John Kerry, telefoneó al nuevo ministro egipcio de Asuntos
Exteriores, Nabil Fahmi, y expresó su esperanza de que triunfe el periodo
transitorio de gobierno, según declaró el mismo Fahmi. Ni la Administración
Obama ni la Unión Europea han llamado la atención a los militares por derrocar
a Morsi. Los países del Golfo, en particular Arabia Saudí, los Emiratos Árabes
Unidos y Kuwait ya han prometido 12.000 millones de dólares en concepto de
ayuda material y financiera, un balón de oxígeno para que el gobierno
provisional enderece su economía.
Está
en juego una carrera contra el tiempo entre una escalada y un diálogo político
y ni los seguidores de los militares ni los de Morsi son proclives a una
componenda. Mientras los militares se sientan envalentonados y sigan al frente
de la situación, los Hermanos Musulmanes estarán contra las cuerdas.
Prescindiendo
ahora del resultado de la coyuntura, esta lucha titánica y al parecer insoluble
socava la frágil experiencia democrática de Egipto porque acecha el peligro
real de que, una vez más, los islamistas sean reprimidos y excluidos del
panorama político del país.
Esta
situación no promete nada bueno para la transición democrática de Egipto,
porque no habrá institucionalización de la democracia sin los Hermanos
Musulmanes, el más importante y antiguo movimiento islamista mayoritario de
Oriente Medio.
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