1 ago 2013

Boda en el bósforo/


Por Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de la Historia.
 Publicado en ABC, 1 de agosto de 2013
Por razones personales que no hacen al caso, asistí hace meses a una boda en Estambul. La ceremonia y la fiesta (por completo «occidental») tuvieron lugar en la orilla asiática, donde la ciudad va dejando de serlo para convertirse en bonitos barrios ajardinados de chalecitos o palacios sobre el Bósforo. Para abreviar, imaginen todos los elementos de una postal en buena fotografía: crepúsculo en el Estrecho, con los puentes y la vieja urbe de telón de fondo recortándose en el horizonte, escalinatas que llegaban hasta el agua y amplios salones para cenar, bailar y… beber. Pero la belleza del sitio y la emoción del momento casi eran secundarios. Lo de veras importante se centraba en la condición de los contrayentes, gracias a la —todavía— legislación laica del país: una turca musulmana casándose con un europeo cristiano y con proyecto de vida en Turquía, algo impensable en la inmensa mayoría de los estados musulmanes, en los cuales tal pretensión tropieza directamente con cárcel o muerte, aunque lo más probable es que nadie tenga la humorada de intentar algo así, por haber asumido desde la cuna dónde están los límites del comportamiento y quiénes los fijan. Y, por ende, un imposible legal.

En un escenario de tacones altos, saludables minifaldas, escotes de muy buen ver y músicas ensordecedoras como las de aquí, la pareja rompía la endogamia en el islam. Y bienvenida sea tal ruptura por cuanto apunta a un designio de libertad de elección, de normalización de la modernidad y apertura de la sociedad turca, al menos en Estambul y en algunos círculos. Mientras se hacía de noche y turcos y no turcos nos divertíamos, no podía ahuyentar un resquemor: ¿seguirá siendo así dentro de veinte o treinta años, o los salvajes que, en los barrios populares, atacan a las muchachas vestidas como cualquier señora que me esté leyendo, habrán impuesto del todo y para muchos años su visión asfixiante de la vida, con las salmodias del Corán por doquier y a todas horas, aburriendo, aplastando, recordando que no eres ciudadano sino muslim (sumiso). Por entonces, aun no se habían producido las manifestaciones de Taksim, Istiklal y zonas adyacentes, en apariencia concluidas en tablas, pero sí se percibía con nitidez el choque entre una y otra concepción de la vida. Y no podía evitar el recuerdo de Egipto —de aquélla, aun estaban Mursi y sus fanáticos en la cresta de la ola perpetrando abusos— y su paulatino hundimiento en el oscurantismo gracias a la manga ancha que los gobiernos de Sadat y Mubarak regalaron a los Hermanos Musulmanes: hasta en las imágenes en que la multitud celebraba la caída de Mursi (en Midán et-Tahrir o en la Puerta del Sol) numerosas mujeres aparecían tapadas casi por completo bajo sayas y pañoletas. No se puede celebrar mucho el derrocamiento de los Hermanos si su presencia perdura, bien implantada en los hábitos diarios de quienes dicen estar contra ellos, en prejuicios y autolimitaciones profundas, algo inimaginable en tiempos de ‘Abd en-Naser, que no pudo, o no quiso, o le faltaron años de vida, para acometer una reforma y revolución social y jurídica semejante a la de Atatürk.
El islamismo rampante ha introducido la represión indumentaria por las buenas (pocas veces), por las malas o las peores, en medios y capas sociales en que había desaparecido del todo, en tanto suplantaba hasta los trajes populares tradicionales: los vistosos mandil (pañuelos) multicolores y las tarhas (chales transparentes) y en las gallabiyyas femeninas el ambir (del francés empire, popularizado durante la expedición de Napoleón), bordado en la pechera, caso de existir, ya es invisible. La impronta roma y monocorde del pietismo se impone, su absoluta falta de respeto por las formas culturales populares, también. Y no huelga aclarar que las muestras de diversidad en el islam siempre se han movido entre la proscripción y el descrédito social por parte de alfaquíes, muftíes y cadíes, por cuanto pudieran entrañar de innovación o salida de la ortodoxia, naturalmente objeto de propiedad de jurisconsultos y cabecillas religiosos, intérpretes prodomosua del consenso general en materia de costumbres. Un puritanismo que deja en mantillas el de los luteranos, despectivo —cuando no exterminador— con las creencias locales, las diversiones y desahogos lúdicos (música, baile, poesía) y hasta con los dialectos del árabe, cuya existencia niegan por principio, en una pirueta en verdad esquizofrénica, porque ahí están, bien visibles. Todo es sospechoso. Por fortuna, en un área de dispersión tan grande como la del islam (de Marruecos a Indonesia) y durante una historia ya larga, las circunstancias políticas y económicas, la incomunicación con los grandes centros de poder o el mero cruce con otras culturas, han impedido la liquidación de muchas formas y expresiones autóctonas, aunque debamos reconocer que todas las religiones han sido intolerantes en una u otra medida con creencias anteriores y sus vestigios. Pero la destrucción a cañonazos de los Budas de Bamiyan por los talibanes afganos no es tan grave como la latente prohibición a las niñas de ir a la escuela, o matarlas o abrasarles la cara con ácidos por contravenir la norma no escrita. La barbarie contra personas u objetos artísticos no es una exclusiva del islam, mas vivimos en el momento presente, no en el pasado, y es en él en el que podemos ejercer nuestra influencia. Por ello es tan halagüeño que mujeres musulmanas y hombres que no lo son rompan el tabú y acerquen así a los demás seres humanos a una comunidad que tiene vedada la normalización de sus relaciones en función de los intereses de los cabecillas, que se basan en Corán, LX, 10. Mantener apartados a los fieles es la mejor vía para su control y dominio, aunque de ahí se derive todo género de suspicacias, marginaciones y enfrentamientos con el grupo mayoritario en los países donde el islam, hoy por hoy, es minoritario; y que genera una opresión intolerable contra las minorías donde los musulmanes son mayoría. Por ejemplo, en Egipto. En Turquía ya no existe el problema, porque luengos años ha los ortodoxos griegos no llegan al 1%. Superar la endogamia —a muy largo plazo, no nos hagamos ilusiones— vendrá en beneficio de todos, empezando por los musulmanes. Y de las musulmanas no digamos.

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