24 ago 2013

Una jugada difícil para John Kerry


Una jugada difícil para John Kerry/Robert Skidelsky
Project Syndicate | 
En Por qué pierdes al bridge (el libro sobre bridge más gracioso jamás escrito), mi tío, S. J. Simon, aconsejaba a los jugadores no buscar el mejor resultado posible, sino el mejor resultado posible con el compañero que tienes. Este consejo vale también para el largamente estancado proceso de paz entre Israel y Palestina, ahora revivido por el secretario de Estado norteamericano, John Kerry.
Las Naciones Unidas hicieron en 1947 una descripción del “mejor resultado posible”, que suponía que Palestina (por entonces, un mandato británico) habría de dividirse en dos estados de tamaño aproximadamente igual. Israel aceptó esta solución, pero los palestinos no, de modo que el estado palestino nunca se fundó. En guerras sucesivas, Israel capturó la totalidad del territorio asignado a Palestina (principalmente Cisjordania y Gaza, donde ahora se apiñan millones de refugiados palestinos).

Después de la firma de los Acuerdos de Oslo de 1993, que preveían un estado palestino en Gaza y Cisjordania, se ha producido una serie de “hechos sobre el terreno” que recortaron todavía más el territorio supuestamente destinado a ese estado. Una parte de Cisjordania fue directamente anexada por Israel u ocupada por colonos israelíes. La Autoridad Palestina recibió una autonomía limitada sobre un 25% del territorio, dividido en parcelas discontinuas.
La formidable tarea a la que se enfrenta Kerry es conseguir que los palestinos acepten un estado más pequeño que el que desean y que los israelíes acepten un estado más pequeño que el que tienen. Ahora que la situación de seguridad en los “territorios ocupados” está bajo control, el gobierno del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, está satisfecho con el statu quo. Por eso, Kerry está destinando todas sus atenciones a los palestinos. Su estrategia parece ser sobornarlos con 4.000 millones de dólares para que acepten (en forma transitoria) una solución tipo “bantustán” (en referencia a los estados nominalmente autónomos en los que el régimen sudafricano del apartheid confinaba a la mayor parte de la mayoría negra del país).
Puede que funcione. Tal vez la oferta de dinero atraiga al presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, si va acompañada por los símbolos y signos exteriores de la soberanía. Con 78 años cumplidos, Abbas es un presidente que necesita urgentemente un estado. En cuanto a Israel, también es concebible que el gobierno de Netanyahu acepte una “entidad” palestina en el 75% de Cisjordania, siempre que el control general quede en manos de los israelíes.
Pero la iniciativa de Kerry tendría mejores perspectivas de éxito si hubiera más dinero sobre la mesa. Una forma de aumentar la oferta sería convertir la demanda palestina de “derecho a retorno” (a los territorios israelíes de los que huyeron en 1947–1948) en un derecho a compensación. En la fallida cumbre de Camp David celebrada en 2000, los negociadores israelíes sugirieron la creación de un fondo internacional de 30.000 millones de dólares para pagar compensaciones a los refugiados genuinos. Kerry podría volver sobre esa oferta israelí y así combinar hábilmente el estímulo económico con la satisfacción de una demanda palestina clave.
Sin embargo, incluso con un aumento de la oferta monetaria, es probable que ambas partes rechacen este simulacro de la solución de dos estados. A pesar de que el acuerdo dejaría satisfechas las necesidades de seguridad de Israel, también supondría abandonar el proyecto del Gran Israel por el que abogan los sionistas más radicales y los extremistas religiosos. Y aunque tal vez algunos cambios cosméticos al statu quo basten para tentar a Abbas, es probable que la mayoría de los palestinos los rechace como fraudulentos.
Un acuerdo de paz no es cosa imposible, pero obligaría a dirimir la cantidad de territorio que se destinará al estado palestino. Puesto que ningún gobierno israelí entregará las áreas fronterizas de Cisjordania donde hay mayor densidad de asentamientos, sería necesario ofrecer territorio israelí como compensación. Habría que dividir Jerusalén, poner la administración de los sitios sagrados bajo jurisdicción de las Naciones Unidas y encontrar un acuerdo sobre cómo vigilar la porosa frontera con Jordania.
Pero es muy improbable que la actual ronda de negociaciones termine con un acuerdo como el indicado. La mayoría de los israelíes (y sin duda, el gobierno actual) están convencidos de que para impedir la muerte de judíos a manos de palestinos hay que apelar a la fuerza. “¿Cómo resolvemos la contradicción entre nuestra moralidad extrema y nuestras circunstancias descaradamente inmorales?” se pregunta el escritor Uri Avnery. “Fácil: cayendo en la negación”.
El deseo de paz es más urgente en Ramallah que en Tel Aviv, pero Abbas tiene sus propios intransigentes: Hamás, que gobierna Gaza desde 2006 y cuya entrega a la violencia es la imagen en espejo de la “paz a través de la fuerza” de Netanyahu. Para que una auténtica solución de dos estados sea posible, se necesita un cambio de mentalidad (y de liderazgo) en ambos lados.
Del lado israelí, esto implica una visión menos paranoide de los palestinos, unida al reconocimiento de que la conducta de Israel es contraria a la ética moderna. Las conquistas del pasado no pueden ser base legítima para el dominio en el presente. Por eso todos los países civilizados han renunciado a la pretensión de dominio por la fuerza.
Por su parte, los palestinos deben aceptar que Israel está para quedarse y que la cooperación económica entre los dos podría dar lugar a enormes beneficios.
En ambas partes se necesitan líderes políticos dispuestos a correr riesgos reales por la paz; entre ellos el riesgo de ser asesinados. Después de todo, si los soldados de a pie corren riesgo de morir, ¿por qué deberían estar a salvo los líderes políticos, que son capaces de hacer mucho más bien o mucho más daño?
Pero las circunstancias pueden cambiar en respuesta a presiones externas. Hamás siempre ha creído que el único modo de obtener un estado palestino auténtico es mediante la violencia, así que si Abbas no logra cumplir su parte, los israelíes tendrán razón para temer una tercera intifada. En caso de producirse un levantamiento popular de esa índole, sería reprimido brutalmente, lo que en el corto plazo fortalecería a los intransigentes de ambos lados y en el largo plazo debilitaría el apoyo automático de Estados Unidos a Israel.
Otra posible fuente de presiones de cambio surge del desarrollo de los acontecimientos en Oriente Próximo, ya que la tormenta regional inevitablemente afectará a Gaza y Cisjordania. La creciente inestabilidad de los vecinos árabes puede dar a los israelíes un motivo para hacer las paces en un área pequeña y así tener a raya el caos en el exterior.
Lo más probable es que esta racha de diplomacia sólo produzca un arreglo provisorio que ambas partes presentarán como si fuera “el mejor resultado posible”. Esto incluirá el trazado de otro plan de ruta hacia la creación final de dos estados, con un cronograma de entrega de soberanía a los palestinos supeditado a que Hamás renuncie a la violencia. Los israelíes podrán decir que no cedieron en nada esencial; el partido Fatah de Abbas podrá decir que obtuvo un plan servido en bandeja de plata. Y el proceso de paz (que tiene más de proceso que de paz) seguirá avanzando a paso de tortuga hasta que otro escollo en el camino vuelva a detenerlo.
Robert Skidelsky, Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University and a fellow of the British Academy in history and economics, is a member of the British House of Lords. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999. Traducción: Esteban Flamini.


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