Martin Luther
King, un sueño casi cumplido
El
28 de agosto de 1963, una marcha por los derechos civiles de los negros en
Estados Unidos recorrió Washington DC, la capital del país
El
doctor King, un excelente predicador, pronunció ante más de 200.000 personas
uno de los discursos más brillantes de todos los tiempos: ‘I have a dream’,
exclamó. Y la historia cambió
FRANCISCO
G. BASTERRA
EL
País, 21 AGO 2013
Hace solo 50
años,
en Estados Unidos, los negros, ese era su nombre, no afroamericanos, eran
linchados por fanáticos blancos. En los Estados del Sur, el Ku Klux Klan
quemaba sus propiedades y bombardeaba sus iglesias, y las cruces de esta
organización racista ardían amenazantes por las noches; la segregación racial
se practicaba en universidades y escuelas, en las estaciones de autobuses y
trenes todavía había salas separadas para las dos razas, también estaban
segregados los lavabos públicos. La abrumadora mayoría blanca, algo que también
pertenece ya al pasado, mantenía a los negros como ciudadanos de segunda
violentando los derechos humanos y la doctrina de la libertad sobre la que se
había construido el país; la policía utilizaba la máxima brutalidad e incluso
el crimen contra los negros; eran frecuentes las desapariciones de luchadores
por los derechos civiles mientras hacían campaña por Estados sureños como Alabama
y Misisipi, que luego aparecían torturados y asesinados, a manos de los mismos
sheriffs encargados de mantener el orden. Un negro había muerto desangrado en
Alabama porque el conductor, blanco, de la ambulancia que acudió a la llamada
se negó a recogerle.
Es
importante recordar esta realidad para comprender lo que supuso la Marcha sobre
Washington que el 28 de agosto de 1963 movilizó a unas 200.000 o 300.000
personas, en su inmensa mayoría negros, que caminaron por el Mall de la capital
federal, desde el obelisco erigido en recuerdo de Washington, el primer
presidente del país, hasta el Memorial de Lincoln, el presidente que acabó con
la esclavitud, auténtica catedral civil de Estados Unidos. La minoría negra
llevaba tiempo organizándose y saliendo a la calle dividida entre los que
predicaban la vía pacífica de Gandhi, para los que los agravios sufridos por
los negros podían resolverse, sin violencia, dentro del sistema, y un sector
extremista, no despreciable, que propugnaba utilizar la fuerza; estos últimos,
capitaneados por Malcolm X, arengaban a los jóvenes negros con la incendiaria
consigna: Burn, baby, burn.
El verano de 1963, el año en el que Richard Burton
y Elizabeth Taylor se enamoraron en el rodaje de Cleopatra, los Beatles
realizaron su primera gira por Estados Unidos y el general De Gaulle vetaba la
candidatura de Reino Unido al Mercado Común, fue muy caliente y las ciudades
estadounidenses comenzaron a arder en los primeros disturbios raciales. El
escritor de color James Baldwin advertía en The New Yorker: “El precio de la
liberación de los blancos es la liberación de los negros”. Estados Unidos tenía
189 millones de habitantes, y el libro más vendido era Las sandalias del
pescador, de Morris West.
La
minoría negra llevaba tiempo saliendo a la calle dividida entre pacifistas y
extremistas
Ocupaba
la Casa Blanca el joven presidente Kennedy, que había comprendido la necesidad
de afrontar la polarización racial, que consideraba una cuestión moral
irresuelta, “tan vieja como las Escrituras y tan clara como la Constitución
americana”. JFK había solicitado al Congreso que promulgara una ley de derechos
civiles comprometiéndose a que “la raza no tenga sitio en la vida o en la ley
del país”. Optimista, creía que un gran cambio estaba al alcance de la mano y
era la hora de hacer esa revolución pacíficamente. No llegaría a verla: tres
meses después caería asesinado en Dallas. Fue su sucesor, un presidente sureño,
Lyndon Johnson, quien sacó adelante la Ley de Derechos Civiles y la ley que
garantizaba el voto igual para los negros. “Su causa”, explicó, “debe ser la
nuestra, porque no solo son los negros, sino todos nosotros quienes debemos
superar el abrumador legado de la intolerancia y la injusticia”. No se
cumplieron los temores de violencia en la Marcha del 28 de agosto. Los
manifestantes sorprendieron por su disciplina y 5.900 policías asistieron,
tensos, a una manifestación pacífica; los 4.000 soldados y marines listos por
si acaso no fueron llamados. Los congregados portaban pancartas en las que exigían
¡Derechos civiles efectivos, ya! Unos jovencísimos Bob Dylan y Joan Baez
cantaron a coro When the ship comes in. Pero el himno sonoro de la Marcha fue
el We shall overcome (Venceremos).
Quien
hizo historia ese día fue un joven reverendo negro, líder de los derechos
civiles para su raza, el doctor Martin Luther King, un extraordinario
predicador que pronunció el discurso I have a dream (Yo tengo un sueño), que
resuena aún a la altura de la oratoria más inspiradora de todos los tiempos.
Esas cuatro palabras han quedado grabadas en el disco duro de la memoria
universal como un mensaje de esperanza e igualdad. Pronunciado bajo un silencio
casi religioso en las escalinatas del Memorial Lincoln, a la sombra de la
estatua en mármol del presidente también asesinado, King llamó a comparecer a
la conciencia de Estados Unidos. “Tengo un sueño de que un día esta nación se
levantará para convertir en realidad el verdadero significado de su credo:
‘Mantenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas, que todos los
hombres son creados iguales’. Sueño que un día en las rojas colinas de Georgia
los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos amos serán
capaces de sentarse juntos en la mesa de la hermandad. Sueño que mis cuatro
hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el
color de su piel”. La América blanca recibió las palabras de King como una
ofensa, pero el movimiento de los derechos civiles recibió un empujón que mucho
después resultaría imparable. Pero antes el sueño del 28 de agosto de 1963 se
teñiría de violencia y retroceso en muchas ocasiones. Martin Luther King no llegó
a verlo: fue asesinado de un disparo en la cabeza en 1968 en el motel Lorraine
de Memphis. La muerte del discípulo de Ghandi desató la mayor oleada de
disturbios, incendios y saqueos de la historia del país, que afectó a 168
ciudades; solo en Washington fueron incendiados 711 edificios, algunos de ellos
a pocas manzanas de la Casa Blanca; los negros fueron llamados a coger sus
armas y 55.000 soldados fueron necesarios para restablecer el orden.
Sueño
que un día en las rojas colinas de Georgia los hijos de los antiguos esclavos y
los hijos de los antiguos amos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de
la hermandad”
Martin
Luther King
Hoy,
medio siglo después de la Marcha sobre Washington, Estados Unidos ya no es el
país binario, blanco y negro. La raza no es la cuestión central que lo divide.
En gran medida se ha cumplido el sueño que tuvo King hasta el extremo,
posiblemente nunca soñado por él, de contar con el primer presidente negro de
su historia. Barack Obama, que alcanzó la Casa Blanca gracias a no convertir a
la raza en el eje de su campaña, se considera, sin embargo, un heredero directo
del sacrificio y el esfuerzo de los líderes como King. Nada más llegar al
poder, devolvió al Gobierno británico el busto de Churchill que presidía el
Despacho Oval, que Londres le había prestado a George Bush tras el 11-S,
sustituyéndolo por uno de Luther King y otro de Lincoln. Obama, que solo tenía
dos años cuando tuvo lugar la Marcha sobre Washington, considera que la lucha
por la libertad de los negros no solo define la experiencia afroamericana, sino
la experiencia estadounidense.
En
el epílogo de la biografía sobre Obama El puente. Vida y ascenso de Barack
Obama, de David Remnick, el presidente declara al autor: “En el núcleo del
movimiento de los derechos civiles, incluso en medio de la ira, la
desesperación y el black power, hay una voz, que es sobre todo la de King, que
dice que nosotros, como afroamericanos, somos estadounidenses, y que nuestra
historia es la historia de Estados Unidos, y que perfeccionando nuestros
derechos perfeccionamos la unión… lo cual es una historia muy optimista a fin
de cuentas. No hay equivalente en muchos otros países: esa sensación de que
mediante la liberación de los peor situados, la sociedad entera se transforma
para mejor. Aún no hemos llegado, pero el viaje continúa”. Estados Unidos no es
todavía una sociedad posracial, pero ha curado en buena medida la feroz
división, se ha vuelto más café con leche gracias a un profundo cambio
demográfico, que puede hacer pensar en una falsa ceguera de color.
“El
precio de la liberación de los blancos es la liberación de los negros”,
escribió James Baldwin
En
la reelección de Obama, por primera vez, la participación de votantes negros
excedió a la de los blancos; en solo un año, la mayoría de los niños por debajo
de cinco años será de grupos minoritarios y la actual mayoría blanca
anglosajona desaparecerá a partir de 2045. Hoy los hispanos ya han superado a
los negros como primera minoría. Sin embargo, el paro entre los negros dobla el
desempleo entre los blancos; el 40% de los niños negros crece en la pobreza; los
afroamericanos son el 13% de la población, pero el 37% de los reclusos y el 50%
de las víctimas y culpables de homicidios. El 56% de los negros cree que hay
mucha discriminación en EE UU, frente a solo un 16% de los blancos. Todavía hay
color.
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