Los
siete tabúes de Xi Jinping/Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China.
El
País |1 de noviembre de 2013
No
cabe duda de que China se apresta a un nuevo impulso reformista en lo
económico. Y como en anteriores episodios similares, parece diluirse la
esperanza de un contagio sustancial al ámbito político. Los más reformistas
consideran que sin la dimensión política, el cambio del modelo de desarrollo y
los ajustes estructurales en curso no funcionarán. Se trataría de completar el
abandono de la obsesión por el crecimiento con el abandono de la obsesión por
una estabilidad social asentada en el autoritarismo. No obstante, la reforma se
está planteando como un bálsamo que todo lo puede resolver. Los sectores más
conservadores ponen límites al impulso y, admitiendo la necesidad de una
profunda mutación en lo económico, niegan la mayor. Una reforma que afecte a
cuestiones sistémicas centrales puede poner en peligro la supervivencia y la
hegemonía del PCCh.
La
lógica que hasta ahora ha caracterizado el exponencial desarrollo del país es
bien simple: el crecimiento y la mejora del bienestar refuerzan la legitimidad
política sin necesidad de introducir cambios profundos. Aunque la actual
pérdida de impulso económico erosiona dicho axioma, los ajustes en lo político
afectarán esencialmente a la modernización administrativa y a la lucha contra
la corrupción, sin que en la agenda figuren asuntos largamente debatidos como
la necesidad de garantizar mayores libertades públicas, más independencia
judicial u otras medidas que rebajen los controles de la sociedad. Xi Jinping
ha enunciado los siete tabúes de esta etapa: los errores históricos del PCCh,
los valores universales, las tensiones en la sociedad, los derechos cívicos, la
independencia de la justicia, los privilegios de los dirigentes y la libertad
de prensa.
La
reforma económica genera más acuerdo, si bien puede encontrar resistencias en
los grupos de interés en cuanto afecte a temas sensibles como los monopolios,
los grupos industriales, el sector financiero… Ello requerirá pactos no siempre
fáciles de lograr y que pueden erosionar ese consenso que, por el momento,
sigue presidiendo la enorme capacidad de control del Estado-Partido sobre todos
los segmentos de la sociedad, incluido el pujante sector privado. El PCCh
enfrenta decisiones difíciles, complejas e inéditas, que sugieren debates
agudos ya que nadie está en condiciones de poder garantizar el éxito. Solo la
conciencia de que es necesario actuar cohesiona a los máximos dirigentes.
El
primer ministro, Li Keqiang, no esconde sus cartas. Desde la asunción del cargo
se ha destacado como un agitador reformista, reforzado tras la decisión de crear
la primera zona de libre comercio de Shanghai —clave para la reforma
financiera—, la llamada al orden en las cuentas del poder local o la
implementación de una ambiciosa reestructuración industrial y, en ciernes,
fiscal. Xi Jinping, por el contrario, combina su apoyo a la reforma con la
recuperación de una fraseología propia de las campañas maoístas (línea de
masas) que se creía circunscrita a los sectores más populistas del régimen.
Como acontecía en el pasado inmediato con el dúo Hu-Wen, nos hallamos ante un
reparto de papeles que, lejos de representar una división, cumple con el rito
de un jefe del partido que aspira a aglutinar el máximo de base social como
necesidad táctica. Con una de cal y otra de arena, Xi se desvincula
progresivamente de anteriores declaraciones que le asociaban a la defensa de un
prometedor constitucionalismo. Ahora se recuerda que fue el único miembro del
anterior sanedrín que en 2010 visitó el Chongqing del defenestrado Bo Xilai.
El
mundo académico, incluso en los medios más internos del PCCh como Xuexi Shibao,
alerta de lo trasnochado de las invocaciones neomaoístas del momento y sugieren
que la clave no es otra que la democratización, tal como se señaló en 2007, con
una hoja de ruta que parece descartada tras el estallido de la crisis global.
Autores como Li Haiqing o Yu Keping aseguran que solo el Estado de derecho y la
democratización pueden fortalecer las instituciones y ponerlas al servicio de
la sociedad, objetivos igualmente enunciados desde el aparato oficial, pero con
el añadido de nuevas directivas que ponen en guardia contra las ideas y
proclamas de corte occidental, por otra parte no del todo compartidas siquiera
por los reformistas. La clave del sueño chino consiste en reforzar la capacidad
de decisión de la propia sociedad, pero costará lo suyo que se haga realidad.
Quizá
las esperanzas de los reformistas puedan satisfacerse parcialmente con el
impulso de Li Keqiang y, las de los conservadores, con las proclamas populistas
de Xi. Pero nadie está en condiciones de asegurar que el nuevo avance del
mercado en la economía china vaya a traducirse en una reforma política de otro
alcance que no sea el ya conocido: reforzar la capacidad de maniobra y la
legitimidad de un PCCh revalidado con el buen ritmo del crecimiento y la mejora
del nivel de vida de la población.
El
Estado-Partido y su proyección burocrático-confuciana renuevan su pacto con la
sociedad china sobre la base del éxito de la nueva transformación que de aquí a
2025 llevará a un nuevo grupo de 300 millones de chinos al bienestar prometido.
Si fracasa, esos 300 millones serán la masa de maniobra de la próxima
revolución cultural, dice el investigador Yao Jianfu. No es descabellado.
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