Todos
espiados!/ Michel Wieviorka
Publicado en La
Vanguardia | 31 de octubre de 2013
Los
casos de espionaje nos enseñan mucho a veces sobre el estado de las sociedades
afectadas por ellos. Así, a finales del siglo XIX, el caso Dreyfus, así
conocido por el nombre de este capitán del ejército francés, judío, acusado de
espionaje a partir de una burda falsificación, reveló en su momento la
existencia de una discrepancia profunda en el seno de la sociedad francesa y
puso en evidencia la “guerra de las dos Francias”, entre progresistas y
republicanos, por un lado, y nacionalistas más o menos antisemitas por el otro.
Con
las revelaciones de Edward Snowden, entramos de lleno en un universo en el que
el espionaje y la vigilancia nos incitan a reflexionar sobre el lugar de
nuestro país en el mundo, también sobre el lugar de Europa, y a partir de ahí
efectuar una gran separación intelectual para ir de lo más global, de lo más
general, de lo mundial, hasta lo que cada uno de nosotros tenemos de más
íntimo, de más personal. La cuestión se plantea en un espacio más amplio que el
de un solo Estado nación –España, Francia, por ejemplo– y cada vez más cada
ciudadano puede sentirse afectado personalmente. Viene como a sintetizar todas
las clases de dimensiones de la experiencia contemporánea.
Quizá
en primer lugar hay que sorprenderse, allí donde uno se sorprende poco, y al
mismo tiempo pedir que se acabe con las falsas sorpresas. ¿Cómo una máquina tan
sofisticada como la NSA ha podido ser ella misma víctima de una única persona y
ser penetrada de alguna manera por un único ejecutante, que además ha acumulado
una fenomenal masa de informaciones? ¿Es posible hacer funcionar un dispositivo
tan pesado y complejo como el que denuncia Snowden sin que tarde o temprano se
produzcan fugas? Y por otra parte, dejemos de ser naifs: lo que parecen
descubrir los gobiernos de los países espiados y los medios no debería ser una
sorpresa llegados a este punto, al menos desde que existen los servicios de
información y allí donde estos han alcanzado un cierto nivel de competencia,
incluida la tecnológica. Razonablemente se puede suponer que los gritos
desaforados y los indignados propósitos de algunos dirigentes europeos están
dirigidos a calmar a su opinión pública y a permitir seguir negociando,
especialmente en materia comercial, con Estados Unidos, admitiendo que no
vengan de una repentina comprensión de lo que hace la NSA. ¿Y por qué no imaginar
que tarde o temprano, si las presiones sobre esta agencia no cesan, la
Administración americana, a su vez, dará a conocer las prácticas de espionaje
de los países espiados por Estados Unidos?
Las
revelaciones de Snowden son la ocasión de leer el mundo en su brutalidad
geopolítica. Estados Unidos aparece en su voluntad hegemónica y esta no
consiste solamente en el soft power teorizado por Joseph Nye, la cultura y una
cierta ejemplaridad, sino también en actividades cínicas de vigilancia que
arruinan la confianza y la amistad afectando tanto a los mayores responsables
mundiales como a los simples ciudadanos. La imagen de la potencia amiga
asegurando la paz, la democracia y la libertad más allá de sus fronteras cede
el paso a la de un Gran Hermano que funciona no sólo a escala de Estados Unidos
sino a escala planetaria. El Reino Unido, asociado a EE.UU. en su política de
piratería, no sale engrandecido de revelaciones que demuestran su duplicidad
respecto a la Unión Europea y que al mismo tiempo obligan a esta a
pronunciarse: ¿es capaz de aportar una respuesta integrada, o por el contrario
deja a los estados reaccionar de modo disperso y separado?
Esta
respuesta, más allá de las relaciones diplomáticas, implica la puesta en
práctica, a escala europea, de dispositivos que aporten al Viejo Continente su
independencia y el respeto de las reglas claramente dictadas en materia de
comunicación y de internet. Y estamos lejos de eso.
Pero
la geopolítica y la construcción europea no lo son todo. Si se movilizan las opiniones
públicas, y no solamente los jefes de Estado o de Gobierno, es también porque
la vigilancia es masiva y porque accediendo diariamente a millones de
conversaciones, mails, etcétera, la NSA puede no sólo ejercer un control sobre
cada uno de nosotros y constituir dossiers que nunca serán suprimidos, sino
también saber cómo piensa la gente, cómo cambian sus opiniones y, a partir de
ahí, predecir mejor los comportamientos, las actitudes, las emociones. El
espionaje que revela Snowden está en todas direcciones, afecta a los
responsables de nuestras naciones tanto como a la sociedad civil y a cada
ciudadano, permitiendo a EE.UU. promover mejor sus intereses políticos y
militares, así como los económicos y culturales.
En
un caso de espionaje se pasa de este modo a la vida social. Y aquí, internet es
básico. Porque el velo que se descubre ocultaba al menos en parte las
implicaciones de nuestra entrada en un universo en el que las nuevas
tecnologías de la comunicación transforman la cultura, los comportamientos, las
relaciones entre las personas, autorizando nuevas formas de movilización, pero
también de control y de poder. Comunicar, se entiende mejor así, también es
producir datos que pueden inmediatamente circular o ser almacenados en la nube
y permitir no sólo la vigilancia sino también el uso instrumental y la
manipulación. Lo que los ciudadanos descubren, aparentemente al mismo tiempo
que sus dirigentes, es que la sociedad de la información o de las redes
–llamémosla como queramos– presenta características específicas que la vuelven
compleja y vulnerable. La vida social ya no está, o al menos no como antes,
inscrita en un cuadro único de un Estado nación, en fuerte correspondencia con
él, sino que es global por la existencia de Google, Facebook, Twitter y demás.
No es sólo este espacio armonioso de intercambio enriquecedor y de la
movilización emancipadora, no está hecha necesariamente de una comunicación
feliz. Es también fuente de nuevas formas de dominación, de control de
alienación.
Google,
por ejemplo, es una formidable herramienta de acceso al saber y a la
información; pero es también un instrumento de poder económico, político y
cultural, una herramienta de marketing y de publicidad. Y entonces, al mismo
tiempo que no deja de hablar de globalización, de mundo multipolar, de países
emergentes, las revelaciones de Snowden sugieren que este tipo de instrumentos
están al servicio de la potencia americana, articulada en torno a su
Administración y su complejo militar-industrial y que es fuente de diversas modalidades
de opresión o de desigualdades sociales.
Desde
entonces la necesaria confianza con el vínculo social se ha roto. Los
ciudadanos, en Europa, descubren que incluso sus más altos dirigentes son
vigilados, pierden la confianza en la capacidad de su propio país para
protegerse y para protegerlos. Descubren que los Estados Unidos de Barack Obama
finalmente no son mejores que los de Ronald Reagan o de George W. Bush si se
trata de los valores universales, del derecho y de la democracia y de cómo
llevarlos a la práctica. Y se preocupan por la falta de reacción real de sus
autoridades, que parecen prudentes por debilidad más que por preocupación por
cuidar el futuro de las relaciones con Estados Unidos.
Y
por último, la guinda del pastel: entre los gobernantes que protestan más o
menos y las opiniones públicas que pierden confianza, el debate apenas está
estructurado en Europa. Por ahora no es más que un asunto de los parlamentos o
de la representación política. Pero las revelaciones de Snowden, que alimentan
las inquietudes, el sentimiento de abandono, de desamparo, de pérdida de
influencia y de la capacidad de los estados, no pueden también alimentar a las
fuerzas políticas que se alimentan de estos miedos. Estas revelaciones
contribuyen a profundizar la crisis de la representación política y bien
podrían favorecer a los partidos populistas y nacionalistas.
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