México:
la revolución soñada/ Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política
Publicado en EL PAÍS, 01/12/10;
Es
de sobra conocida la peculiar relación entre el pueblo mexicano y la muerte. Ya
en el pasado prehispánico, como nos recordara Paul Westheim, la vida y la
muerte forman un conjunto inseparable, siendo el sacrificio un factor necesario
para la renovación de la vida. De ahí que en la evangelización subsiguiente a
la conquista fueran asumidos sin dificultad íconos del cristianismo, tales como
el martirio de san Sebastián o el Sagrado Corazón con su corona de espinas.
Ahora bien, las formas y los rituales del presente no se remontan a ese tiempo,
sino al universo de calaveras que en torno a 1900 creó el dibujante Posada
vinculando el Día de Difuntos con una crítica punzante de la desigualdad y de
la opresión vigentes durante la belle époque de Porfirio Díaz. Balance actual:
en tales fechas, la imagen de la calavera pasa a adueñarse de todos los
rincones de la vida ciudadana. En el Museo de Arte Popular una serie de escenas
donde todos los personajes son calaveras servía para reconstruir la historia
del país.
Las
Ofrendas de Muertos, altares que en ocasiones evocan la muerte reciente de
notables desaparecidos -como sucedió hace semanas para el escritor Carlos
Monsiváis en el centro anticuario de la Zona Rosa-, pueblan las ciudades.
Octavio Paz escribió que los mexicanos han trivializado la muerte. Ninguna
prueba mejor que el hecho de que en el lugar de la ciudad donde por encima de
otros hubiera sido preciso tomar la memoria de la muerte en serio, la plaza de
las Tres Culturas en Tlatelolco, en cuyo recinto un número aún hoy
indeterminado de estudiantes fueron masacrados el 2 de octubre de 1968, la
Ofrenda de Muertos brilló por su ausencia. Para refrendar el olvido forzoso, en
la breve Historia de México, elaborada para el bicentenario, con prólogo del
presidente Calderón, la iniciativa de la tragedia se carga sobre los
estudiantes y nada se dice sobre el posible crimen de Estado.
Por
lo demás, nada tiene de extraño que justo en el punto de encuentro de los dos
centenarios, el del grito de Dolores que dado por el cura Hidalgo el 15 de
septiembre de 1810 inicia la lucha por la independencia, y el de la Revolución
puesta en marcha el 20 de noviembre de 1910, se prefiera recordar la
iconografía romántica de ambas gestas, porque en el desarrollo de ambas pesó en
exceso la sangre y el año actual se ajusta más a esa dimensión trágica que a la
festiva de las celebraciones. Los 10.000 muertos por la guerra del narcotráfico
en lo que va de año superan ya los registrados en los seis años precedentes, y
esto solo parece el anuncio de algo peor. Por lo demás, cada efemérides estuvo
vinculada a una violencia que recorre la historia de México. Alos 10 días del
grito de Hidalgo los insurgentes tomaron la capital minera, Guanajuato, y en el
asalto a su alhóndiga acabaron con los españoles allí refugiados, haciendo
efectivo el grito de ¡mueran los gachupines! Fue la aurora de sangre de un
enfrentamiento enormemente costoso en vidas y en bienes materiales. Unas horas
antes se habían reunido en Cádiz las Cortes que elaboran la Constitución de
1812, tan influyente en México y que dio nombre a la plaza mayor de la capital,
hoy más conocida por el Zócalo.
Cien
años más tarde la Revolución, con mayúscula, acabó con los abusos de la
dictadura pedagógica de Porfirio Díaz, si bien al precio de una cascada de
enfrentamientos civiles, en el curso de los cuales entre combates, matanzas y
destrucción de cosechas y transportes (hambruna de 1916-1917) se perdieron un
millón de mexicanos en el censo de 1921. En el imaginario auspiciado tanto
desde abajo como desde el poder, los protagonistas son exclusivamente los
líderes revolucionarios, Zapata y Villa, mientras de los constructores Carranza
y Obregón, eso sí también manchados de sangre, y en particular de los dos
anteriores por el mismo orden, casi nadie se acuerda. Por fin, el bicentenario
se presenta asimismo en rojo, esta vez del narco, terrible novedad, pero que en
buena medida no es tal, ya que como me explicaba un historiador franco-mexicano,
lo ocurrido estos años es en buena medida fruto de la democratización que puso
fin al control omnipresente que ejercía el PRI sobre todos los dominios
esenciales de la vida mexicana, sin olvidar el crimen organizado. Era “el
regulador de la vida social”, en palabras de nuestro presidente Cárdenas. Su
legado de corrupción que impregnaba al aparato de Estado, y singularmente a la
policía, ha ofrecido una plataforma decisiva utilizada por las mafias de los
narcotraficantes para agostar los intentos de erradicación, y singularmente la
vía militar hoy fallida de Calderón.
Cabe
apreciar un paralelismo entre los tres estallidos, a pesar de su diferente
naturaleza. Tanto en la etapa final del virreinato, como en los años dorados de
Porfirio Díaz y en el periodo que contempla el paso del priísmo a la
democracia, se registra un fuerte crecimiento económico, con la formación de
élites que se benefician del tirón de la plata en el XVIII, por la
industrialización de 1880-1910 y, en fin, por el auge del gran capital
favorecido por el neoliberalismo. En tres escenarios bien diferentes, sin
embargo, los respectivos crecimientos descansan sobre niveles demasiado
visibles de desigualdad que desembocan en impresionantes estallidos sociales.
Si miramos primero al presente, una numerosa población joven sometida al paro y
a la precariedad ofrece un recurso inmejorable para la lotería de la muerte en
el narco. “¿Qué otra cosa hay que hacer?”, se pregunta un personaje de El
infierno, de Luis Estrada, desafortunada pero ilustrativa versión mexicana de
Gomorra.
La
primera década del siglo mostró que el mundo feliz de los propietarios era
sacudido por conflictos y por desatendidas demandas de justicia social.
Porfirio Díaz, ex liberal, pudo abrir la espita autorizando elecciones libres.
No lo hizo y México se convirtió en un mosaico de revoluciones.
Por
fin, Carlos Marichal ha probado la importancia decisiva de la aportación
mexicana a la Hacienda borbónica y a la de la Junta Central hasta fines de
1810. Expropiación, reforzada por la preeminencia de los gachupines, que
resultaba inaceptable para las élites criollas y para la mayoría de la
población. Los mexicanos ansían la independencia, advertía el vencedor de
Hidalgo, general Calleja: “Este vasto reino pesa demasiado sobre una metrópoli
cuya subsistencia vacila”. Solo que el poder virreinal servía al menos para
contener las tensiones y los intereses contrapuestos. En su ausencia, la
fragmentación imperó, sobre un telón de fondo compartido con la metrópoli: la
modernización política se puso en marcha, explicó Pierre Vilar, justo cuando
desaparecían por la guerra las precondiciones que la habían impulsado. Fueron
transiciones de desagregación, con una conflictividad bélica recurrente, crisis
de las actividades productivas y el pronunciamiento por emblema. La estabilidad
solo fue alcanzada, de modo insatisfactorio, bajo signo conservador y casi al
mismo tiempo: 1876 es el año de Cánovas y también el de Porfirio Díaz. Los
límites inherentes a ambos regímenes llevarán a contiendas civiles y a una
prolongada supervivencia de residuos de inestabilidad. Todavía en el reciente
pronunciamiento civil de López Obrador resuenan claramente los ecos del pasado.
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