Conversación
con los difuntos/Ángel L. Prieto de Paula es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alicante. Su último libro publicado es Poesía: textos y contextos (Aguaclara).
El
País | 17 de agosto de 2013
La
misión de los libros sobre literatura consiste en explicar, ponderar y ayudar a
penetrar en otros libros. Sin embargo, el prurito cientificista ha hecho que
abunden cada vez más títulos que, pertenecientes a ese género, terminan
mirándose el ombligo, como si las obras de que se ocupan fueran una excusa para
mostrar la bondad del método. Ejemplos de ese nocivo amor propio, rigurosamente
onanista, los hay de cualquier escuela: estructuralistas, defensores del “texto
en sí”, deconstruccionistas, valedores de la semiosis infinita o, tanto monta,
de la inexistencia de significado: en todas partes (y en todas las artes)
cuecen habas.
El
esoterismo terminológico prolifera como la mala hierba, aunque a veces solo sea
cáscara de un fruto vano. Las gozosas incursiones en la literatura, donde el
autor, por lo general un profesor o teórico literario, se dirigía al lector
común y no a sus pares, han ido disminuyendo según aumentaban los productos de
la erudición de acarreo, la bisutería pedagógica y la prosa mazorral.
Así
las cosas, los nuevos humanistas llevan las de perder. Y eso que ya no han de
descubrir los textos que explican, como los pioneros de seis siglos atrás, que
perseguían manuscritos por abadías de media Europa sorteando la ferocidad de
los salteadores, los fríos invernales o los miasmas de la peste. En El giro,
sobre el redescubrimiento por Poggio Bracciolini del libro de Lucrecio De rerum
natura en 1417, Stephen Greenblatt presenta a los monjes copistas como una
panda de ignorantes que custodian un tesoro que no sabían que lo fuera, más
reticentes a que se difundieran esos libros que temerosos de que desaparecieran
para siempre. Discutible modo de echarle sal al relato, pues los benedictinos
no eran como los indios americanos, poseedores de un oro que no valoraban, ni
tampoco aquellos humanistas eran conquistadores brutales, maestros de la rapiña
bibliográfica cuyo singular arte de cetrería habría inaugurado casi un siglo
atrás Petrarca cuando halló en la catedral de Lieja un manuscrito del Pro
Archia de Cicerón.
Al
humanismo viejo y nuevo ha venido a rendir pleitesía Clásicos vividos
(Acantilado, 2013), un librito de ni siquiera 100 páginas, ninguna estéril. Su
autor, José María Micó, es un poeta que no luce resentimiento ni afectación,
catedrático universitario de literatura, traductor ciclópeo y sabio intérprete
de los textos. Sus clásicos son vividos, no predicados. No hay en esas páginas
apostolado pedagógico ni exigencia de emoción estética. En este y otros puntos,
Micó sigue a Horacio cuando se burla del actor que solicita al espectador una
emoción que él no siente: “Si quieres que yo llore, primero te tiene que doler
a ti”. Horacio no nació a tiempo de leer La paradoja del comediante, de
Diderot, que propugna no un actor embargado por el sentimiento, sino un actor
que no sienta (mantenga la frialdad) precisamente para hacer sentir a otros.
Micó
lleva el arte hasta el último rincón de la vida. En los pliegos, tarjetones y
plaquettes que confecciona artesanalmente con poemas de ocasión, partituras con
sus letras de tango o adelantos de traducciones, firma con JMMJ (José María
Micó Juan): un homenaje encubierto a otro capicúa, JRJ (Juan Ramón Jiménez), de
quien es digno sucesor en sus caprichos de imprenta. Y eso que “el poeta
Jiménez”, como lo llamaba sin pretensión de hacer sangre Alfonso Reyes, no es
su poeta. Entre lo liviano y lo grave, Micó comienza este librito con otro
homenaje por lo bajinis, un guiño… ¿habré de decir “dantesco” sin tratarse de
hecatombes?, pues arranca a componerlo no “en medio del camino de la vida”,
como Dante, sino al pisar la raya del medio siglo, que ya son años.
El
tema de los clásicos vividos nos aproxima a la tradición de los muertos vivos,
autores de la antigüedad con cuya desaparición se fue despoblando el mundo. En
esta tradición destaca un soneto de Quevedo sobre la imprenta y los libros,
gracias a los cuales, confiesa, “vivo en conversación con los difuntos / y
escucho con mis ojos a los muertos”. Tres siglos y medio después, Valente puso
en versos magníficos una carta de Maquiavelo a Francesco Vettori, de diciembre
de 1513, donde el autor de El príncipe, caído en desgracia con la llegada de
los Médici a Florencia y confinado en un villorrio cercano, relata la sordidez
de sus días, entre trifulcas con leñadores, peleas de taberna, naipes,
vocinglería, mugre. Pero al caer la tarde, se despoja de los vestidos
embarrados y los sustituye por un traje adecuado a sus eximios interlocutores:
los muertos con los que se solazará durante unas horas de lectura, durante las
cuales “ni la pobreza temo ni padezco la muerte”.
Sin
dejar de ser conversación con los difuntos, el libro es ante todo una lección
de vida por parte de quien les ha dedicado la suya: desde Petrarca a Eugenio
Montale, pasando por Ausiàs, Ariosto, Góngora, Rubén…, y por supuesto
Cervantes. De Petrarca subraya su condición de exiliado de sí mismo (Sum
peregrinus ubique, “En todas partes soy un peregrino”), porque su paraíso era
el retrospectivo de la antigüedad, que, a despecho del Renacimiento, se fue
para no volver nunca. En Ausiàs, acaso el mejor poeta europeo en el siglo de
Villon o de Manrique, destaca la experiencia literaria del yo (“Jo sóc aquest
que em dic Ausiàs March”), como si fijara pautas existenciales a José Hierro
(“Yo, José Hierro, un hombre / como hay muchos”), Blas de Otero (“¿Dónde está
Blas de Otero? Está dentro del tiempo, con los ojos abiertos”) o Ángel González
(“Para que yo me llame Ángel González…”). Cada uno a su modo, todos identifican
la poesía con aquella esquina de la literatura donde el sujeto dice yo.
Aunque
La Mancha es la síntesis de todas las idealizaciones de un lugar (desde fuera
se percibe como una especie de Gaula, Comala o Macondo), Micó se centra en los
cinco capítulos barceloneses del Quijote, donde cuaja la melancolía del
caballero antes de caer derrotado en la playa, actual barrio de la Barceloneta.
Góngora, por su parte, le sirve de ocasión para mariposear de Homero a Byron,
de Catulo a Ana María Fagundo o José Ángel Cilleruelo, a propósito de las
bestezuelas, hoy diríamos mascotas, a las que cantan conmovidos los poetas, a
menudo con motivo de su muerte.
Cierra
este volumen un relato de formación; más exactamente, del nacimiento de una
vocación. Tan barcelonés como florentino, José María Micó es también, por razón
de los ancestros, de Jalance, un pueblo del valle de Ayora-Cofrentes donde
tampoco había nacido el exiliado y profesor de literatura en universidades
norteamericanas Vicente Llorens. En Jalance pasó Micó los primeros veranos de
su vida y Llorens los últimos de la suya. Proyectando este su ejemplo sobre el
muchacho que buscaba un norte, el capítulo acaba mostrando, probablemente al
margen de las intenciones del autor, que los maestros crean discípulos como
Pigmalión solo cuando los discípulos crean maestros. Sucede igual con los
textos clásicos, cuyas minas nos ofrecen todo lo que un lector pueda extraer
(dicho con Schopenhauer, la profundidad del mar no rebasa la de la longitud de
la sonda). Al cabo, el retrato que Micó hace de Llorens lo leemos nosotros como
un confiable autorretrato.
Frente
a los dómines que nos zarandean para que nos estremezcamos ante la belleza,
esta incitación a la literatura carece de énfasis, como es propio de alguien
lleno de convicción, pero sin voluntad de convencimiento. Equidistante de los
profetas del distanciamiento (Diderot, Brecht), que refrenan la emoción para
favorecer la capacidad crítica, y de los de la conmoción verista
(Stanislavski), que nos obligan a vivir el arte, Micó camina más bien a la zaga
de Horacio, “cerdo de la piara de Epicuro”, como dice el venusino de sí mismo
para desactivar a sus impugnadores, adelantándose a ellos, y rebatir, desde su
propuesta de felicidad moderada, el sufrimiento y la abnegación del estoicismo,
tan prestigioso. El que a buen árbol se arrima… Yo no obligaría, en fin, a leer
este libro a los filólogos en cierne que aún pueblan, altos de miras o quizá
solo inconscientes, nuestras Facultades de Letras, pero sí le abriría un hueco
para que pudiera llegarles algo de su luz.
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