Venezuela
huérfana/Antonio López Ortega es escritor, editor y promotor cultural venezolano.
Publicado en El
País | 21 de febrero de 2014;
En
la década de los años sesenta, Venezuela creó dos hitos culturales: la casa
editorial Monte Ávila y el Premio de Novela Rómulo Gallegos. El primero acogió
a la diáspora intelectual que huía del franquismo y de los regímenes tiránicos
del continente americano; el segundo marcaba un espacio para reconocer el valor
de la ficción como mecanismo liberador de las sociedades. Pero estos gestos de
afirmación cultural no eran azarosos; respondían más bien al entusiasmo de una
democracia naciente, que en 1958, después de una década de costosa
clandestinidad política, desechó al dictador militar Marcos Pérez Jiménez.
Entre los años cuarenta y cincuenta se estima que 500.000 españoles emigraron a
Venezuela, por no contar a italianos y portugueses. Esas diásporas huían de lo
que el poeta venezolano Eugenio Montejo ha llamado “las pestes del siglo XX”. A
saber, el franquismo, el fascismo, el nazismo o el comunismo.
Esas
oleadas de inmigrantes se hicieron venezolanas y sus hijos o nietos, entre
otros, pueden estar ahora protestando en las calles de Caracas, Valencia o San
Cristóbal. Venezuela ha sido fundamentalmente un país de acogida, de
bienvenida, con la tradición de exilio más baja del continente, quizás porque
el siglo XX, con sus contados paréntesis, fue el siglo de la conquista de la
paz, como gustaba de decir al historiador Manuel Caballero.
Ese
fulgor democrático de los años sesenta, vale recordarlo, no era la norma en
América Latina, continente asediado con los personajes preferidos por la
ficción que tramaban novelistas como García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes o
Roa Bastos, pero personajes que en la realidad creaban monstruos nada ficticios
y sí muy reales a la hora de acabar con críticos u opositores. Nadie recuerda
hoy que lo que se dio por llamar la doctrina Betancourt (en reconocimiento al
presidente Rómulo Betancourt) se constituyó en el primer obstáculo para que
regímenes como el de Cuba no entraran en la recién fundada OEA: una postura,
por cierto, muy distinta a la que muestra una reciente foto tomada en La
Habana, en la que 15 presidentes latinoamericanos sonríen a cámara sin emitir
una sola palabra sobre derechos humanos en la isla. La política latinoamericana
de hoy, qué duda cabe, es más amiga de los negocios que de los fundamentos
éticos.
La
gesta democrática venezolana duró al menos 40 años (1958-1998) y, si bien en
las postrimerías el crecimiento de la deuda social y el auge de la corrupción
gubernamental fueron cánceres letales, el precio que el país ha pagado por sus
omisiones no daba como para recuperar las pestes que, según el historiador
Ramón J. Velásquez, creíamos haber enterrado en el siglo XIX: militarismo,
caudillismo y personalismo.
La
llegada de Chávez en 1999, que para muchos representaba un esfuerzo para saldar
las cuentas de nuestra imperfecta democracia, para otros más conscientes
significó la vuelta de todas nuestras pesadillas, precisamente las que siempre
habían atentado contra nuestro sueño republicano. De militar exgolpista a
exponente de la antipolítica, de personajillo parlanchín a hijo putativo del
caimán barbudo, los muchos rostros que Chávez quiso tener se resumen a uno
solo: la idea de que la redención social pasa por un absoluto control del
poder. Y ese ha sido el pretexto que, aderezado con fusión de los poderes
públicos, alta renta petrolera y fuerte manu militari, nos ha traído hasta hoy,
cuando sus díscolos herederos se enfrentan a una revuelta social que, en
definitiva, no logran entender.
En
el testimonio de los estudiantes que hoy protestan en las calles de Venezuela prevalece
una noción inconmovible: la idea de que el futuro no existe. No tendrán
hospitales donde trabajar, puentes que construir, edificios que diseñar, casas
donde vivir, viajes que hacer. Por eso es que las concentraciones y marchas,
que se quieren pacíficas, a veces se vuelven rabiosas. Por eso es que una
estudiante se impacienta y llora frente a otra mujer que es soldado de una
barricada: “¿Es que no ves que ambas somos venezolanas?”, le increpa la
sensible a la que se muestra indiferente.
Para
estas reacciones humanas que van del dramatismo a la angustia, del grito a la
impotencia, los herederos de Chávez no han tenido otra idea distinta que
reprimir, reprimir a la juventud venezolana, quizás porque en estas
circunstancias no pueden admitir la evidencia mayor, que es la absoluta
incapacidad para resolver nada, pues conducen un Estado quebrado, forajido,
lleno de deudas y acreedores, inmovilizado hasta en las decisiones más
intrascendentes, que ellos mismos han desbancado.
Los
jóvenes piden el futuro que los herederos de Chávez, enamorados de ideas
muertas, les han quitado. Y los jóvenes saben que solo ellos, más los que se
quieran sumar a sus proclamas, pueden luchar por sus aspiraciones. Están
finalmente solos y bien lo saben. Son los huérfanos, los huérfanos de
Venezuela, pues la paternidad pública los ha abandonado, el estamento militar
los persigue y las “patrullas bolivarianas” (colectivos armados) les disparan
todas las noches. Si este rostro de futuro nonato es capaz de inspirar un
mínimo de reciprocidad por todo lo que Venezuela entregó al mundo en años no
tan lejanos, estamos a tiempo de demostrárselo.
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