El anonimato triste de Don Joaquín/Alex Álvarez
Todos los días le miraba pasar en punto de las cinco de la tarde, puntual como el caminar de su reloj desconsolado que esconde bajo su mano vieja, arrugada, cadavérica, manchada por los amores que se fueron y aún le esperan en el balcón de la inmortalidad.
Anda a paso lento como si contara los segundos que le quedan en este mundo, pareciera que por cada paso que da un recuerdo retumbara en su memoria y sonríe, le sonríe a la vida que le muestra el vestíbulo del hogar que ha de llevarlo a la habitación del descanso eterno.
Viste por el sólo hecho de hacerlo, ya no va a la moda o la moda ya no va a él, pantalón gris, zapato negro siempre limpio, camiseta interior para soportar el desgastante sol de verano y un sombrero corto que se aferra a cubrir los caminos que ha dejado el tiempo.
Dieciséis pasos recorre desde el momento en que gira sobre la avenida hasta que pasa frente a mí y es ahí en donde empiezo a cuestionarme sobre su vida, sus años, sus romances, sus logros y derrotas, es cuando mi mente traza las incógnitas de aquel viejo que camina todas las tardes con un rumbo fijo pero a la vez sin sentido.
Al verle me doy cuenta de que el destino final es el mismo para todos, un cuerpo desgastado por el ir y venir de nuestras necedades que nos enmarañan la existencia, el lento andar; cansados de buscar y de interpretar las verdades a medias que se nos dibujaron en la frente y que sólo fueron vistas a través de los espejos que esperan ya sin vida, ya rotos con un reflejo distorsionado incapaz de revelarnos tal como somos o probablemente sea la discapacidad de aceptarnos en la decadencia.
Pudo haber sido testigo como padre de familia de los movimientos estudiantiles reprimidos por el Estado, vio cómo se derrumbó el muro que dividía a la razón esperanzado de que lo mismo sucediese en todas partes del mundo, debió haber perdido su hogar en el Gran terremoto que sacudió a la ciudad entera. Se sorprendió de las nuevas enfermedades que azotaban a aquellos que no seguían las reglas tradicionales, no entendió las apariencias en las nuevas generaciones, fue testigo del cambio de gobierno en el país algo que jamás imaginó. Se enamoró de la jovencita de la familia adinerada, es probable que se la haya “robado”, procreo hijos, se separó porque nunca pudo ser aceptado en la casa de su novia, se volvió a enamorar ya no con la misma fuerza que antes, buscó con quien pasar los últimos días de su vida y la encontró pero no contempló que ella se iría primero y lo dejaría de nueva cuenta llorando un amor, pero esta vez un amor viejo.
La vida de El viejo se evapora lentamente como si el calor se lo llevara consigo, por cada día es una arruga más, por cada arruga una historia más que me imagino. Lo contemplo desde mi banca mientras fumo un cigarro, estoy en tratamiento para dejarlo, cada día es menos, probablemente él nunca fumó o no se le arraigó el vicio, de haber sido así no se miraría tan sano para su edad o tal vez nunca haya dejado de hacerlo, he conocido de ancianos que fuman y no tienen problema alguno y también de quien ha dejado de hacerlo y comienzan a enfermar, espero yo no ser el segundo caso.
Tal vez me equivoco y las historias que vivió sean totalmente diferentes, que nunca se enteró de los movimientos sociales en el mundo, de las enfermedades de fin de siglo, que nunca se haya enamorado de aquella joven y que menos haya sido abandonado, es posible que su vida sólo fue en el campo, que su eterno amor fue la tierra, la siembra, el ganado y que con ellos hubiese contemplado las puestas del sol, el frio amanecer de noviembre, los atardeceres rojizos de verano y que las estrellas hayan sido testigos de su romance con la luna desvanecido por los fuertes vientos que sólo se pueden disfrutar en el campo, en lo despoblado, y que por accidente llegó a la ciudad.
Sí, es probable que así haya sido, que el campo le otorgó otra realidad, distinta a la que enfrentamos todos los días en el asfalto, una vida de felicidad contemplada en su relación hombre-naturaleza, esa felicidad que se disfruta cuando sentimos la libertad plena. Y puede ser que no conozca más allá de eso, pero a él no le importa, porque ¿qué puede ser más subjetivo que la vida misma?
Es jueves y estoy sentado en la misma banca de hace dos días, recién enciendo un cigarrillo mientras miro que el reloj marca las cinco en punto, no tarda en pasar el viejo. Cinco con diez y comienzo a preocuparme lo que me lleva a encender el segundo cigarrillo de la tarde, él nunca se retrasa. Dieron las seis de la tarde y no pasó.
La siguiente semana estoy puntual ya no con un cigarrillo en mis labios ahora bebo una taza de café negro para calmar los nervios, miro el reloj queriendo que el tiempo no pase demasiado rápido pero no puedo detenerlo y una vez mas me dice que el viejo no pasará, son las seis con diez y nada, el viejo ya no pasó.
Una semana después me entero de que lo que le daba vida a mis tardes soleadas era aquel hombre que pasaba todos los días frente a mí y que su vida que un día imagine triste y repleta de cuadros empolvados era lo que le daba sentido a la banca que me acompañaba por esos instantes antes de regresar a mi alcoba vacía que intento llenar con mis pensamientos, escoltado por aquellos hombres tan amables que visten largas batas blancas.
Hasta que aparezca de nuevo con su lento andar, con su sombrero corto y su reloj empuñado en su mano derecha, ahí quedará la banca vacía que lo miraba pasar todos los días en punto de las cinco de la tarde
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