Dos
papas revolucionarios/Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y autor De Barack Obama al Papa Francisco (EIUNSA, 2014).
El
Mundo | 28 de abril de 2014
Diez
mil santos y beatos ha proclamado la Iglesia en su larga historia. Nunca a dos
papas juntos. Nunca canonizados por un Papa en activo, con la presencia de un
Papa emérito. Si la primera encíclica del actual Papa Francisco fue, como él
mismo dijo, «escrita a cuatro manos» (las suyas y las de Benedicto XVI), la
imponente ceremonia de ayer fue protagonizada por cuatro papas, a «ocho manos»,
transmitida en tres dimensiones, con una flota de 36 satélites emitiendo al
mundo entero. Se calcula que pudieron verla dos mil millones de personas y
escuchada por radio en 40 idiomas.
Los
reflectores de todo el planeta apuntaron a la plaza de San Pedro, enfocando a
dos papas revolucionarios, aunque muy distintos. Juan XXIII era originario de
un pequeño pueblo italiano (Sotto il Monte); Juan Pablo II nació en Wadowize
(Polonia): el primer Papa extranjero después de 455 años. Juan XXIII fue
elegido en un cónclave de 50 cardenales; el Papa polaco, en otro de 111. La
salida que el Papa Juan hizo a Loreto y Asís, en vísperas del Concilio Vaticano
II, duró menos de un día y levantó entonces el entusiasmo de los fieles: desde
1870 era el primer Papa que salía del Lazio. El Papa Wojtyla viajaría luego a
145 países, además de 150 desplazamientos dentro de Italia. Juan XXIII ocupó el
solio pontificio durante cinco años; Juan Pablo II, durante 27. El Papa
Roncalli fue elegido a los 77 años; Karol Wojtyla a los 58.
Pero
lo que ayer los unía no eran sus diferencias, eran su coincidencias. Ambos
tuvieron defectos, pero lucharon contra ellos, ambos aumentaron con un esfuerzo
tenaz sus virtudes y los dos procuraron enderezar hacia Dios las acciones de
pontificados plenos de realizaciones. Lo que ayer proclamó el Papa Francisco es
que esos dos papas «revolucionarios» en la historia de la Iglesia, lo fueron
más por su santidad que por su actividad. Más por su amor a Dios y al prójimo
que por sus realizaciones. Lo cual no quiere decir que éstas no tuvieran
importancia. Son «revolucionarios» también porque su actividad lo fue.
Hablamos
de coincidencias. Una interesante fue que ambos fueron propuestos ser
canonizados «enseguida». A la muerte de Juan Pablo II, hubo un amplio
movimiento para proclamarlo «santo súbito». Antes de iniciarse el cónclave,
muchos cardenales firmaron una petición en ese sentido. Elegido Benedicto XVI,
los propios cardenales se lo sugirieron. El Papa Ratzinger prefirió no saltarse
el proceso de beatificación, pero lo inició antes de pasados cinco años de la
muerte. Su consigna a los encargados fue: «Hacedlo rápido, pero hacedlo bien».
Menos conocido es que, tras el fallecimiento de Juan XXIII, en el seno del
Concilio Vaticano comenzó a abrirse un movimiento importante para canonizarlo
por aclamación. Se trataba de pedir a Pablo VI que otorgara a la Asamblea
Conciliar el poder de proclamar -naturalmente en unión con el Papa- a Juan
XXIII como «modelo de santidad a la vez nuevo y antiguo, que debe presentarse a
todos como presencia operativa de Dios en el mundo». Pablo VI -al igual que
años más tarde haría Benedicto XVI- prefirió abrir el proceso de beatificación
inmediatamente, junto al de Pío XII, pero siguiendo el trámite habitual.
Los
dos eran verdaderos ejemplos de serenidad ante las dificultades. Juan XXIII
contaba con buen humor que, después de la elección como Papa, tenía
dificultades para dormir, dándole demasiadas vueltas a las preocupaciones. Una
noche -contaba- su ángel custodio le dijo: «Angelo, creo que no deberías
tomártelo tan en serio». Desde entonces, Roncalli confesaba que dormía «como un
tronco». A Juan Pablo II su confianza en la Providencia era proverbial. Tras el
grave atentado de 1981, por ejemplo, rechazó el chaleco antibalas que le
aconsejaban los servicios de seguridad. La misma serenidad que lleva hoy al
Papa Francisco a prescindir de coches blindados.
Ambos
centraban en la oración la clave de su eficacia. En una ocasión, Juan Pablo II
estaba orando. Irrumpió en su oratorio un alto dignatario, reclamando su
atención sobre un tema «muy grave». Wojtyla lo miró y le contestó que, si era
tan grave la cuestión, lo mejor era que siguiera rezando y más tarde hablarían.
Tal vez por eso, un día preguntó a un grupo de colaboradores que le acompañaban
en una visita a un santuario mariano: «¿Qué es lo más importante para el Papa:
¿Quizás la unidad de los cristianos, la paz en Oriente Medio, la destrucción
del telón de acero..? ». Replicó sonriendo: «Para el Papa, lo más importante es
la oración». Por su parte Juan XXIII en su entrañable Diario del alma basaría
su empeño en hacerse santo, apoyándose en cuatro puntos: «el espíritu de unión
con Jesús; el recogimiento del corazón; el rezo del santo rosario; la
vigilancia en las propias acciones». Y su secretario particular, el hoy
cardenal Capovilla, insiste en que la clave para entender a Juan XXIII es que
«era un hombre de profunda oración».
Otro
punto de coincidencia -de los muchos que hay- era la cercanía afectiva de Juan
XXIII y Juan Pablo II al pueblo hebreo. Dos ejemplos bastarán. Roncalli, siendo
nuncio en Turquía, pasaba dos veces por semana sumas importantes de dinero a un
editor de prensa judío para que los hebreos refugiados en Turquía pudieran
adquirir alimentos. Su convocatoria del Vaticano II hizo posible la declaración
Nostra aetate, que condenó duramente el antisemitismo y afirmó que el
patrimonio común entre católicos y judíos debe llevar a la «mutua comprensión y
respeto». Edith Zirer, casada hoy y con dos hijos, que vive en Haifa, quiso
estar con el Papa Juan Pablo II en su viaje a Tierra Santa para darle
personalmente las gracias por lo ocurrido 59 años antes. Lo narra así: «Era una
fría mañana de febrero de 1945. La pequeña judía (12 años), el único miembro de
su familia que sobrevivió a la masacre nazi, agotada y cerca de la muerte, fue
ayudada por un sacerdote de 25 años, alto, fuerte, que sin pedirle nada,
simplemente le dio un rayo de esperanza. Mientras me llevaba en brazos – yo no
podía ni andar- con voz tranquila me reveló la muerte de sus padres, de su
hermano, y la necesidad de no dejarse llevar por el dolor y de combatir para
vivir. Me dejó en el propio tren». Edith sobrevivió y reconstruyó su vida en
Israel. El joven sacerdote era Karol Wojtyla.
Pero
he dicho antes que ambos pontífices fueron «revolucionarios». Unos
revolucionarios que, efectivamente, pensaban que somos fruto de una revolución:
la revolución monoteísta, seguida del hecho de la irrupción de Dios en la
Historia humana a través de Jesús de Nazaret. Para ambos, arrojar el miedo
fuera de los corazones implicaba redescubrir los verdaderos valores morales y
espirituales perdidos. Por eso Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II, Juan
Pablo II difundió su rico contenido por medio mundo, y el Papa Francisco está
luchando por su verdadera aplicación a todos los niveles. Hay que mirar con
profundidad los acontecimientos para percibir lo que Zweig llamaba «las ráfagas
revolucionarias». En este caso -son palabras de Juan XXIII- se trataba de
«renovar la Iglesia para hacerla más santa y capaz de transmitir el Evangelio
en los nuevos tiempos…buscar lo bueno de los nuevos tiempos y establecer
diálogo con el mundo moderno…».
Esto
lo entendió muy bien el Papa Wojtyla. Joaquín Navarro-Valls, su antiguo portavoz,
lo ha calificado de «activista de la dignidad humana». Allí donde la veía
agredida lo denunciaba. Para él los grandes escándalos del siglo XX fueron los
genocidios y los crímenes contra la humanidad; el apartheid, la tortura y el
hambre; las agresiones contra las libertades o los derechos económico-sociales;
los ataques contra la familia y el derecho a la vida, o la discriminación
contra las minorías. Lamentaba, en fin, la «corresponsabilidad de tantos
cristianos en graves formas de injusticia y marginación social». Cosas
parecidas dijo antes Juan XXIII, después Benedicto XVI y ahora las repite con
acentos nuevos Francisco.
A
los cuatro papas hoy «presentes» en la plaza de San Pedro se les «sentía»
unidos en esos objetivos. Y en los cuatro, tanto en las dos imágenes sonrientes
de los tapices, como en la cara del que celebraba la ceremonia y en la del Papa
emérito, se palpaba la alegría. La alegría de quienes se saben -como dijo
Francisco en la ceremonia- amigos de Dios, defensores de la familia y del Concilio
Vaticano II, y protagonistas del «desarrollo de los pueblos y de la paz».
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