Una
cura para Francia/ean Pisani-Ferry is a professor at the Hertie School of Governance in Berlin, and currently serves as the French government’s Commissioner-General for Policy Planning. He is a former director of Bruegel, the Brussels-based economic think tank.
Traducción: Esteban Flamini
Project
Syndicate |2 de julio de 2014
Hoy
día, casi todo el mundo ve a Francia como un país que fue incapaz de asumir la
globalización o modernizar su modelo económico y social. Incluso sus
ciudadanos, con el correr de las últimas décadas, se han vuelto más pesimistas
que nunca acerca del futuro de su país. ¿Podrán los franceses hallar una
salida, vencer el desánimo imperante y recrear la prosperidad?
Para
hacerlo, lo primero que necesitarán es un diagnóstico lúcido. La economía de
Francia hoy está peor que la de otros países que hace 25 años estaban en un
nivel de desarrollo similar. La diferencia no es tanta (seis puntos
porcentuales de PIB per cápita), pero la tendencia es lo bastante preocupante
como para demandar correcciones. Además, el desempleo se mantiene en niveles
vergonzosamente altos. Y aunque Francia está bien ubicada en indicadores
sociales relacionados con la atención de la salud, la desigualdad de ingresos y
la prevención de la pobreza, el precio de su desempeño en esta materia fue un
aumento sostenido del gasto y la deuda del sector público.
La
razón para este estado de cosas no es que a la economía de Francia le falte
potencial. Claro que tiene algunas debilidades, como la relativa escasez de
empresas medianas, un estilo confrontativo en las relaciones laborales y las
ineficiencias del sector público, por nombrar algunas falencias importantes.
Pero Francia también tiene fortalezas dignas de destacarse: en promedio, su
población en edad de trabajar está mucho mejor preparada que hace un cuarto de
siglo; es más joven que en la mayoría de los países vecinos; alberga más
empresas internacionales líderes que Alemania o el Reino Unido; y cuenta con
una infraestructura sobresaliente. Sumando el debe y el haber, no debería haber
motivos para el desánimo.
Pero
las causas del malestar francés están en otra parte. Para empezar, Francia está
demasiado indecisa en temas fundamentales; la sociedad francesa es ambivalente
respecto de su propia identidad, del porvenir de su modelo social, de su
postura ante la globalización y ante el proyecto europeo y, cada vez más,
respecto del crecimiento económico.
Por
supuesto, en todas las sociedades democráticas las preferencias colectivas son
objeto de un debate vigoroso. Pero una característica fundamental de la
sociedad francesa es que no confía en sus instituciones políticas y en sus
dirigentes. Y es la presencia de dirigencias e instituciones políticas
legítimas y obligadas a rendir cuentas lo que mantiene unidas a las sociedades
divididas y las ayuda a superar sus dilemas. Ese aglutinante no existe hoy en
Francia.
Otra
razón para el mal desempeño económico de Francia es el modo excesivamente
gradual en que encara sus reformas económicas y sociales. Cada gobierno hace
sus pequeños retoques a las reglamentaciones, pero en general ninguno llega
hasta una renovación profunda de los objetivos y los instrumentos de una
política dada, sino que se limita a sentar las bases para alguna otra reforma
que se hará cinco o diez años después.
Por
eso los ciudadanos franceses ven cada reforma como algo parcial, temporal y
posiblemente reversible. Pero la mitad de una reforma no produce la mitad del
efecto. A menudo produce mucho menos, porque no ofrece incentivos claros y
estables para el cambio de conductas. No son claras ni estables las reglas de
juego que supuestamente deberían guiar la conducta de las personas y las
empresas.
Francia
necesita definir mejor ciertas cuestiones fundamentales y actuar en
consecuencia. En primer lugar, el país necesita crear una economía más ágil y
abierta. No puede seguir confiando en un modelo de crecimiento que dio buenos
resultados en el pasado, pero que ya no tiene la misma eficacia. Empresas
francesas líderes como Safran y L’Oréal son un activo valioso, pero no pueden
seguir siendo fuente de crecimiento y exportaciones.
En
cambio, lo que necesita Francia es aprovechar el potencial de innovación y
crecimiento de las empresas jóvenes. Liberar ese potencial exige que estas
empresas salgan al mundo a buscar clientes y proveedores. Francia debe desechar
el mercantilismo y proponerse exportar más e importar más, para que su economía
responda mejor a las tendencias globales. También necesita extender el comercio
internacional a otras áreas, por ejemplo, abriendo la educación superior a la
internacionalización.
Además,
la sociedad francesa sigue siendo demasiado jerárquica y demasiado segmentada.
La élite económica, política y cultural es demasiado reducida, demasiado
uniforme y demasiado cerrada. Esto es una receta para la frustración de una
fuerza laboral educada que muy a menudo no encuentra ocasión de hacer realidad
su potencial. Es preciso cambiar esto. Las empresas deben adaptar sus prácticas
de gestión y gobernanza para empoderar a sus empleados. Y también el Estado
debe abrirse y nombrar en puestos jerárquicos a personas que hayan hecho
carrera fuera del servicio civil.
En
preparación para estos cambios, Francia debe aumentar el intercambio (emisor y
receptor) de estudiantes con el extranjero, pero no solo eso; en un país donde
una fracción nada desdeñable de cada generación todavía tiene problemas en
lectoescritura y matemática básicas, la educación pública debe seguir siendo
una prioridad clave. De hecho, es el único campo en el que hay que aumentar el
gasto público. Aunque en términos generales hay que continuar y ampliar los
programas de recorte actuales, al mismo tiempo es preciso reasignar fondos para
financiar la inversión en educación primaria.
Pero
el éxito no se consigue sólo con dinero. Los miembros del servicio civil deben
entender que igualdad (ese valor cardinal para los franceses) no implica
uniformidad, sino, más bien, mayor adaptabilidad y descentralización. Las
escuelas y otros servicios públicos situados en vecindarios postergados deben
recibir los medios y la autonomía que necesitan para servir a los objetivos
comunes del modo más conveniente.
Para
terminar, hay que repensar el modelo social de Francia, que fue creado para un
mundo en el que era común que los trabajadores hicieran la mayor parte de sus
carreras en una misma empresa. Ese mundo ya no existe. Por eso, la protección
del empleo, el aprendizaje continuo y las prestaciones sociales se deben
reorganizar en torno del individuo, no del puesto de trabajo. Hay que optimizar
el sistema de prestaciones para que esté centrado en la persona, en vez de ser
gestionado de acuerdo con determinados programas y flujos de fondos
categóricos.
Es
una propuesta ambiciosa. Pero con la falta de credibilidad que hoy hay en
Francia, es probable que no se crea en reformas que no lleguen a ser
integrales. Este es un momento para establecer claramente y debatir
abiertamente objetivos amplios que permitan a la sociedad francesa abrazar
metas comunes.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario