De
Carlos III a Felipe VI, historia del porvenir/Manuel Lucena Giraldo, historiador e investigador del CSIC.
ABC
| 3 de julio de 2014
Estamos
tan acostumbrados a contemplar el Museo Nacional del Prado como uno de los
iconos de España, que por lo general desconocemos su origen. El edificio
maravilloso diseñado por Juan de Villanueva no fue concebido para atesorar las
pinturas del Bosco, Velázquez o Goya. Allí debía situarse, según los planes
diseñados en el reinado de Carlos III, la academia de ciencias que tanto
necesitaba España, junto con instituciones anexas. Algunas perduran hasta
nuestros días, como el Real Jardín Botánico, abierto en la sede actual del
Prado en 1781, trasladado desde la sede de Migas Calientes, junto a Puerta de
Hierro. O el Museo de Ciencias Naturales, establecido en 1776 como Real
Gabinete de Historia Natural en la benemérita Real Academia de Bellas Artes de
San Fernando, junto a la Puerta del Sol. Informes de la época muestran el temor
de algunos funcionarios, convencidos de que los fósiles, pinturas o animales
disecados del Gabinete no serían objeto de visita por los vasallos del Rey,
pues se encontraba «alejado de las calles concurridas de la villa y corte». En
el Prado terminaba Madrid y la muchedumbre se movía alrededor de la Plaza Mayor
y calles cercanas. La Puerta del Sol «quedaba lejos» y las fuentes de Neptuno y
Cibeles representaban el final de la urbe, cuyo límite en esa dirección se
hallaba en la Puerta de Alcalá. Del mismo modo que existe un Madrid «de los
Austrias», hay otro carolino, visible en ese eje central que los técnicos
llaman Prado-Recoletos. Reflejo de un siglo extraordinario como el XVIII,
marcado por la transición desde una monarquía compuesta y austracista a otra
borbónica, nacional y española, observamos hoy en esa contundencia simbólica
que vertebra la capital de España la propia solidez de la monarquía de Carlos
III. Este llegó al trono con 43 años y, como se dice hoy, estaba muy preparado.
Rey de Nápoles y Dos Sicilias hasta el fallecimiento en 1759 del gran monarca
Fernando VI de «melancolía involutiva», una dolencia depresiva relacionada con
la muerte años atrás de su amada reina portuguesa Bárbara de Braganza, fue un
monarca eficaz en paz y en guerra.
En
este sentido, Carlos III accede al trono de su hermano con una considerable
práctica política. No se trata solo de que hasta el Motín de Esquilache de 1766
y más allá esté rodeado de ministros y oficiales «italianos», que ponen en
marcha empresas técnicas tan novedosas como la consecución de una moderna
contabilidad, logística de los ejércitos y fábrica de artillería, o la
fundación de cuerpos administrativos y de gestión que hoy parece han existido
siempre. Carlos III, cuyo escudo recogió la advocación del apóstol Santiago y
el lema «Desde la salida del sol hasta el ocaso», fue familiar y contenido. Sin
duda resultó austero para sus contemporáneos, en especial aquellos que
recordaban las fanfarrias cortesanas de la centuria anterior. Al poco de
empezar su reinado, posó para los imprescindibles retratos que garantizaban la
fabricación de majestad y debían mostrar un lenguaje político renovado. Sin
duda sabía que era su deber, pero también comentó que de ese modo pintores y
artistas garantizaban su subsistencia. El clásico pintado por Anton Raphael
Mengs en 1761, que Felipe VI acaba de disponer en su despacho, muestra al
soberano en atuendo militar de gala, con bastón de mando, manto real y los
collares del Toisón de oro, Saint-Esprit y San Jenaro, napolitano por el que
tuvo singular devoción. En el ámbito de lo privado, el cuadro pintado por Luis
Paret y Alcázar hacia 1775, «Carlos III comiendo ante su corte», nos muestra en
cambio al monarca en una estancia palaciega, decorada con escenas que aluden al
patriotismo, amor y honor.
Sentado
a la mesa en presencia de ministros, embajadores, sirvientes y perros de caza
favoritos, cuando ha sobrepasado la mitad de su reinado, incluso en una pintura
como esta, calificada de humorística y cotidiana, transmite un mensaje
poderoso. El Rey se halla rodeado de gente, pero aparece solo, incluso
demasiado solo. A la derecha, con los correspondientes uniformes y vestidos de
gala, abogados, golillas y manteístas procedentes de universidades, junto a
oficiales de los ejércitos. La exhibición de la fórmula bajo la cual Carlos III
promovió un reinado reformista no puede ser más evidente. Impulsor de una
administración que separaba cada vez más los negocios patrimoniales y reales de
los propios de la nación española, encuentra en la meritocracia la estrategia
que asocia la monarquía a la movilidad social y la felicidad pública. El
optimismo resultante como emoción predominante quedó plasmado por Goya en sus
series de cartones para tapices. Corresponde sin duda a un orgullo de nación
que tiene también su explicación en un contexto atlántico. Carlos III recibió
de su hermano una España en cuyos reinos peninsulares había concluido en 1749
la unificación de leyes y jurisdicciones. Los españoles europeos vivían bajo un
cuerpo jurídico común, mientras los americanos se preparaban para integrarse en
el mismo esquema. El reinado de Carlos III fue fundamental en la exitosa
transformación de una monarquía patrimonial en otra nacional; el nacionalismo
romántico todavía no se había inventado, para su fortuna. En su transcurso se
acomodaron las diferencias en un reparto de ventajas comparativas a escala
imperial. El reglamento de comercio libre de 1778, por ejemplo, creó una zona
de preferencia comercial sin la cual metrópolis tan importantes de las costas
peninsulares como Barcelona, Gijón o Málaga no hubieran aprovechado el primer
tirón del naciente capitalismo.
Ese
pragmatismo de emprendedores, como los llamamos hoy, caracterizó la España de
Carlos III. También la poderosa mano real se empeñó en la organización y
colonización del territorio peninsular y americano. Desde la población de
Sierra Morena con alemanes a los correos, el impulso formidable a la Real
Armada y el comercio, la cartografía del territorio o la fundación de jardines,
bibliotecas y gabinetes, tanto en la península como en la América española,
todo se explica por el apoyo constante y discreto de la real persona. Cuando
Carlos III muere en 1788 el imperio español ocupa la mitad del actual territorio
de Estados Unidos. Se extiende también de Filipinas a Patagonia, o de Alaska a
los Pirineos. El año anterior el monarca había intentado que su línea de
gobierno se consolidara mediante las Instrucciones a la Junta de Estado,
redactadas por el conde de Floridablanca, muy criticadas, pero no tan ajenas a
sus consejos. Sin duda esa situación renovada de España que logró le acarreó
una adversa fortuna historiográfica. Rey agresor e imperialista para británicos
y próceres hispanoamericanos, introductor de liberales y masones para quienes
tacharon en los años cuarenta el siglo XVIII de edad oscura, conoce un singular
renacimiento a partir de 1988, cuando se celebran en el segundo centenario de
su fallecimiento importantes exposiciones y congresos. Resulta un consuelo
pensar que el Monarca que hoy reina en España contempla el reformismo prudente
de su antepasado como parte del legado que nos debe conducir hacia el futuro.
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