Daesh tiene una historia que contar/Irene Lozano, es escritora y miembro del Comité de Expertos del PSOE
El Mundo |23 de noviembre de 2015
Nosotros, los demócratas, aún no
sabemos cómo llamarlos: Daesh, ISIS, ISIL, Estado Islámico… Ellos, en cambio,
ya tienen una historia que contar y les basta un solo nombre para señalar a sus
enemigos: “infieles”.
Daesh es tres cosas al mismo tiempo: un
grupo terrorista, un proto-Estado y un relato. Para enfrentarnos al grupo
terrorista tenemos el Derecho. Para combatir a ese embrión de Estado
brutalmente medieval, disponemos de los medios de la guerra. Sin embargo, ante
su narrativa estamos desarmados.
Estos yihadistas a quienes los líderes
de Al Qaeda consideran demasiado extremistas, son salvajemente violentos, pero
también hábiles narradores. Cuidan extremadamente su propaganda, y se sirven
del lenguaje audiovisual, el más apto para conquistar los corazones hoy día,
con el que hacen proselitismo en la web y las redes sociales.
Radicalmente contemporáneo en el uso de
los medios, el sustento intelectual y teológico de Daesh es literalmente
medieval, pues preconiza un regreso al siglo VII. Su interpretación acabada del
islam -la del salafismo-, no sólo sigue con rigor las enseñanzas del profeta,
sino que tiene como referentes históricos los momentos de máximo esplendor y
hegemonía política del Islam, cuya añoranza el Daesh ha convertido en promesa
de futuro. La implantación del Estado Islámico en parte del territorio de Siria
e Irak ha significado para sus adeptos la materialización de esa promesa, con
el empoderamiento que ello supone.
daesh-tiene-una-historia-que-contarHoy
el califato no es un recuerdo histórico, sino una forma de organización
política que ha normalizado la crucifixión y la esclavitud, dominada por la
religión, en la que ninguna ley humana está por encima de la ‘sharia’, con una
sola persona como autoridad política, jurídica y religiosa. Si algo ha
resultado atractivo de los totalitarismos a lo largo de la Historia es que
ofrecen una visión completa del mundo, pétrea, sin incertidumbres ni dudas.
En ese Estado Islámico que gobierna a
unos ocho millones de personas no hay identidades complejas y los conflictos se
resuelven de forma expeditiva. Frente a los matices y contradicciones propios
de las sociedades occidentales, así como de las sociedades musulmanas que
buscan su lugar en el mundo de hoy, la narrativa siniestra de Daesh ofrece un
cómodo dogmatismo, que encuentra en su misma ferocidad el reflejo de su
coherencia.
Las decapitaciones, las violaciones
masivas de mujeres, las ejecuciones… repugnan nuestra conciencia civilizada.
Nosotros vemos una crueldad inhumana y la voluntad de diseminar el terror.
Ellos muestran orgullosos su violencia porque simboliza su poder: una
dominación salvaje, un poder primario, pero poder al fin y al cabo.
La estrategia es una vieja conocida de
la violencia política: la propaganda por el hecho. Que los propios actos de
muerte y violencia definan a quienes los cometen. El efecto propagandístico de
la carnicería de París persigue mucho más que aterrorizarnos. Forma parte de
los actos de reclutamiento, pues narra un futuro prometedor a quienes se
incorporen a las filas de Daesh: ese Estado Islámico embrionario ya recauda
impuestos, regula los precios, administra servicios como la justicia, la
sanidad, la educación, y decide sobre la vida o la muerte de los ocho millones
de personas sobre los que gobierna… Si además puede causar una matanza a miles
de kilómetros, ¿de que no será capaz cuando alcance su máximo esplendor?
Captan a esos jóvenes -europeos o no-
porque ofrecen poder donde ellos sienten impotencia y les dan un significado
trascendente a vidas que no han encontrado su sentido. Ésta ha sido la función
de los grandes relatos en la Historia de la humanidad hasta que su defunción fue
certificada, quizá con cierta precipitación, por Jean-François Lyotard. La
lucha cotidiana por un título académico es pequeña y acaba en un contrato
precario. Incluso la reivindicación que hacía Bin Laden en su día respecto a la
retirada de las tropas norteamericanas de Arabia Saudí se antoja diminuta al
lado de la lucha por un califato de dimensión universal, cuya última estación
es el paraíso.
Podemos llamarles nihilistas, pero el
Daesh les da un sentido de trascendencia. Cuando hablamos de evitar los procesos
de radicalización, deberíamos pensar en ofrecer una narrativa propia, que
contrarreste la suya. Muchos jóvenes se radicalizan solos, frente a las
pantallas de su ordenador, porque el relato yihadista, como toda narrativa
revolucionaria, tiene una dimensión moral y eso lo hace mucho más poderoso.
Además, el Estado Islámico dedica un enorme esfuerzo al reclutamiento
individual. El sociólogo Scott Atran explicó en la Organización de Naciones
Unidas cómo en el proceso de captación pueden dedicar horas a un solo
individuo, para “comprender cómo sus problemas y sufrimientos personales
encajan en una narrativa universal de persecución contra los musulmanes”.
Por su parte, los ciudadanos europeos
se sienten castigados por las políticas que vienen de Bruselas, mientras los
valores europeos naufragan. Esa comunidad democrática que -con todos sus
errores y contradicciones- podría soñar con erigirse en el referente global de
los Derechos Humanos y las libertades, bracea para no ahogarse en una suma de
egoísmos nacionales. Ni siquiera podremos decir que la historia no nos esté
dando una última oportunidad: la crisis de los refugiados no trata sobre ellos,
sino sobre nosotros. No somos los europeos quienes podemos protegerlos, sino
ellos los que nos brindan la ocasión de defender nuestros valores, frente a la
tentación irreal de volver a sentirnos seguros en nuestro terruño nacional,
conviviendo entre pieles blancas. A medio y largo plazo, resulta muy peligroso
que sólo la xenofobia y el nacionalismo -mayor o menor- estén siendo capaces de
armar narrativas esperanzadoras para los ciudadanos, pues no defienden los
derechos y las libertades en tanto que universales, sino para los miembros de
una comunidad étnica o cultural a la que se promete mantener a salvo de este caótico
mundo otorgándole un puñado de certezas.
Se trata de una narrativa reaccionaria,
pues propone un regreso al pasado que sabemos imposible: los grandes desafíos
políticos -desde el cambio climático hasta el terrorismo, la inmigración o la
desigualdad- sólo podrán encontrar una solución global, y tendremos voz en ella
en la medida en que tengamos la fuerza de un continente. La ideología yihadista
se dirige a la ‘umma’ -la comunidad de creyentes- y ha adaptado su relato al
mundo global, mientras las democracias viven con impotencia las limitaciones
del Estado-nación, pero han dejado de soñar con superarlas.
Europa teme y se empequeñece; el
califato expende pasaportes al paraíso y ofrece esclavas sexuales a los
combatientes. No son nihilistas. Son hábiles narrando un proyecto ideológico
tenebroso. Y no están locos. Los locos seremos nosotros si seguimos pensando
que los grandes relatos han muerto y que la política europea sólo debe ocuparse
de una décima arriba o abajo del déficit.
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