George Orwell en tiempos de Trump/Fernando Báez es autor de ‘Nueva historia de la destrucción de los libros’.
El Español, 18 DE FEBRERO DE 2017
Durante décadas, la novela 1984 de George Orwell, publicada en 1949, sirvió como un instrumento de propaganda de los gobiernos de EE.UU. y Reino Unido para retratar el estalinismo de la Unión Soviética; otro vigoroso relato clásico de Orwell titulado Rebelión en la Granja (1945) hizo pensar que no cabía duda de que la sátira contra el comunismo como sistema era intachable y terrorífica.
Uno de los cerdos que protagonizan la obra anotaba un divertido precepto inolvidable: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. Como bien se sabe, o no se sabe si no se confirma con la etología, nada mejor que las fábulas zoológicas para mostrar las depravaciones de los seres humanos, y si alguien lo duda que lea con atención a Esopo o a Jean Lafontaine.
Sin embargo, los libros, en manos de sus lectores, rescinden siempre lo contiguo por lo imprevisto. Don Quijote de la Mancha (siglo XVII) nació como una modesta parodia de las novelas europeas de caballería en la época de Miguel de Cervantes y se transformó no sólo en el libro más traducido después de la Biblia sino en una apología universal del contraste entre el realismo y el idealismo para cambiar el mundo, en una obra que creó la novela moderna. No fue, claro, el único caso.
Otra notable pieza literaria que los lectores asumieron de modo diferente con los siglos fue Los viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift, que fue en un principio una ficción para solaz de los niños; pero que hoy nadie puede leerla sin sentir que es una invectiva profunda sobre la condición humana que retrata la envidia, el poder y la absurdidad del nacionalismo exacerbado.
Con Orwell, pasa algo parecido y pasan muchas otras cosas. Dado que no se intenta aquí una crítica rebuscada sino un ensayo político, conviene retomar 1984 a partir de la descripción de la distopía o anti-utopía conceptual para evidenciar que con la caída de la Unión Soviética la única potencia que ha ido transformándose progresivamente, desde la Segunda Mundial, es EE.UU. que dejó atrás al Tío Sam intervencionista por el Gran Hermano orwelliano. Durante la Guerra Fría, como suele suceder entre combatientes enemigos, las tácticas fueron copiadas para controlar el sector económico y cultural. La maldad tiene algo perverso y contagioso como una epidemia de gripe: intoxica el sistema, produce fervor, y exacerba los valores de supervivencia por encima de los del razonamiento.
Nacido en Motihari (India) el 25 de julio de 1903, Eric Arthur Blair, mejor conocido por el pseudónimo de George Orwell, educado en Eton, fue, entre 1922 y 1927, miembro de la policía inglesa en Birmania. De esa traumática experiencia proceden numerosos ensayos y artículos suyos; sin duda, sus novelas pueden ser examinadas desde uno de esos primeros textos como el que publicó en 1936 con el título de Disparando al Elefante cuyo pasaje inicial no tiene desperdicio: “Para ese entonces yo había decidido ya que el imperialismo era una cosa demoníaca y que lo más pronto que dejara mi trabajo y me largara sería lo mejor”.
Un buen día, según relata Orwell, un elefante se enfadó con sus dueños, bien por torturas o por apetito, y lo llamaron a él, quien era el policía del lugar para que matara al animal. Cuando fue a buscarlo, el elefante comía tranquilamente con ese aire displicente y colosal que distingue a dicha especie y ya se le había pasado la furia que lo había llevado a matar a una persona. El escritor, tras mirar hacia los lados y ver la expectativa de los nativos, no pudo evitar dispararle porque él no era sino el representante de la supremacía británica y no podía ser indulgente o compasivo. No tener elección lo defraudó profundamente; vivió contrito el resto de su vida por haber pertenecido a una institución tan cruel.
Para entender el pensamiento orwelliano hay que rescatar también El camino de Wigan Pier (1937), libro en dos partes que pueden leerse independientes: una relación de la cruel pobreza de los mineros en Reino Unido y un ensayo brillante donde aborda puntos de vista políticos en torno a su apoyo al socialismo de tipo democrático.
Hoy, cuando Orwell vuelve a ser un clásico más debatido que nunca, selecciono su frase donde postula su concepción crítica: “Para odiar el imperialismo es necesario formar parte de él. Visto desde afuera, el gobierno británico en la India parece –y de hecho es- benévolo e incluso necesario; y así son también el gobierno francés en Marruecos y el holandés en Borneo, pues los países suelen gobernar a los extranjeros mejor de lo que se gobiernan a sí mismos. Pero no es posible formar parte de uno de estos sistemas de dominación sin reconocer que constituyen una injustificable tiranía”. Transculturación: el prejuicio de la maldad humana congénita desplazado a la vileza por refinamiento.
El autoritarismo, vigilancia de pensamiento y restricciones a la opinión, según Orwell, son sinónimos. Al abordar el industrialismo mecánico, impugnó el culto fanático a la máquina, rechazó las utopías de H.G. Wells y aclaró que su principal desdén se dirigía al fascismo: “La idea de estado totalitario está siendo sustituida por la de mundo totalitario… el desarrollo de la sociedad industrial debe acabar llevando a alguna forma de colectivismo, pero éste no tiene por qué ser necesariamente igualitario, es decir, no tiene por qué ser socialismo […]. Un comunitarismo totalitario como el que expuso Eugene Zamiatim en Nosotros, la gran novela prohibida de Rusia.
De El camino de Wigan Pier, obra convenientemente olvidada, queda una frase que explica por qué el Gran Hermano no es socialista sino fascista: “Es habitual decir que el objetivo del fascismo es el estado colmena, lo cual constituye un feo agravio a las abejas. Un mundo de conejos gobernados por comadrejas sería una imagen más adecuada. Hemos de unirnos para luchar contra esta horrorosa posibilidad”.
Otro paso para comprender la etimología cultural del Gran hermano es releer Homenaje a Cataluña (1938), sin duda, un testimonio magistral de Orwell donde cuenta sus experiencias como periodista y como miliciano del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) que luchó en el bando republicano. En medio de fieros combates, salió herido por un francotirador, y su libro pasó a ser un retrato interesante de la imposibilidad de vencer el sistema de vigilancia del fascismo que dirigía el general Francisco Franco y a la vez las contradicciones internas y persecuciones de los estalinistas.
En una confesión dura, Orwell admitió que se decepcionó con todos los bandos: “Uno de los efectos más tristes de esta guerra ha sido el de enseñarme que la prensa de izquierda es tan espuria y deshonesta como la de derecha”. Al pelear, se dio cuenta que ningún líder tenía una propuesta coherente sino la de ganar la guerra por cualquier medio y tomar el control. Supo que los seguidores de Franco y los republicanos mentían deliberadamente sobre sus objetivos utilizando a la gente más humilde, innegable a la luz de los documentos y testimonios que tenemos hoy en día.
En 1946, apareció un ensayo explícito donde Orwell respondió la pregunta ¿Por qué escribo? y dijo claramente: “Cada línea seria que he escrito desde 1936 ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como lo entiendo”. Orwell era socialista, anticomunista, anticapitalista, y libertario. No promovía sustituir la élite del capitalismo por la élite revolucionaria que vive a expensas de un pueblo.
Para reconstruir los antecedentes legítimos de la concepción orwelliana del Gran Hermano es importante buscar fuentes como Los escritores y Leviatán (1948), un escrito breve publicado el mismo año de su novela más famosa, de modo que hay una sintonía entre su forma de pensar y su forma de narrar. De sus críticas, destacó su anticipación sorprendente de la situación del intelectual contemporáneo: “[…] la invasión de la literatura por la política tenía que pasar. Debía haber pasado, aun cuando el problema del totalitarismo no hubiera surgido, porque hemos desarrollado una suerte de remordimiento que nuestros abuelos no tenían, una conciencia de la enorme injusticia y miseria del mundo […]”. No son palabras tomadas de Albert Camus o Jean Paul Sartre sino de Orwell.
En este punto, justo donde el autoritarismo es concebido como una estructura política que debe ser denunciada por un intelectual, la narración de 1984 queda expuesta como una novela que va más allá de un simple acontecimiento histórico para referirse a la distopía en el método de todas las sociedades totalitarias, un poco en la línea de Un mundo feliz de Aldous Huxley que ha sido extrañamente olvidada porque augura las consecuencias de la tecnología para lavar el cerebro a la sociedad estadounidense y reducirlos a consumidores pasivos en lo que el autor llamaba era “fordiana”.
El mundo orwelliano tiene mucho de reacción sobre las tesis del pensador James Burnham, especialmente de un libro que comentó en un ensayo suyo como lo fue La revolución de los directores (1941). Burnham fue uno de los padres de del movimiento neoconservador de EE.UU., y Orwell tomó algunos aspectos de la obra de éste para refutarlos en la ficción y otros los validó como base del terrible futuro que esperaba a la humanidad en un planeta donde no triunfarían el capitalismo o el comunismo sino los directorios corporativos o gerenciales encargados del control de tres grandes zonas.
Es innegable que debió impactarle este párrafo de Burnham: “El totalitarismo presupone el desarrollo de la tecnología moderna, y especialmente de los transportes y comunicaciones rápidos. Sin ellos, ningún gobierno, independientemente de sus intenciones, hubiera dispuesta de los medios físicos indispensables para coordinar tan íntimamente tantos aspectos de la vida”.
Hay un pasaje de 1984 donde el personaje Winston Smith, tras haber pasado la curiosa Semana del Odio, descubre que alguien ha deslizado en el bolsillo de su chaqueta un pequeño volumen titulado Teoría y práctica del Colectivismo Oligárquico. Es el truco del libro dentro del libro, tan estudiado por cientos de investigadores. Smith, con la confusión propia de quien abre los ojos después de haber pasado un largo período en la oscuridad y libre del control de la telepantalla, leyó en el texto misterioso estas líneas que son perfectamente aplicables a la metamorfosis habilidosa de EE.UU. en su búsqueda del dominio de la información mundial: “No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una victoria decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra [….]. En nuestros días no luchan unos contra otros, sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra no es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la palabra guerra se ha hecho equívoca.”
El Gran Hermano que previó Orwell fue un Estado Censor Omnipresente de naturaleza opresiva cuyo mensaje trastoca la propaganda de un mundo cuya población está enteramente controlada y manipulada por la propaganda reafirmada en consignas paradójicas para inducir comportamientos como cuando se afirma: “La guerra es la paz”, “la mentira es la verdad”.
El Gran Hermano es el administrador en 1984 de la Habitación 101, un lugar horrible que es un departamento administrativo del Ministerio del Amor, un infierno dantesco donde el protagonista descubre que su mejor amigo es quien lo ha traicionado y quien va a torturarlo. En un fragmento, ineludible para cualquiera que sepa de Guantánamo, se puede leer la advertencia del torturador: “La consigna de todos los despotismos era: No harás esto o lo otro. La voz de mando de los totalitarios era: Harás esto o aquello. Nuestra orden es: Eres. Ninguno de los que traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro[…]”.
El autor, con un toque de malicia, señaló en otro párrafo: “La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener razón […]. ¿Y si el pasado y el mundo exterior sólo existen en nuestra mente y, siendo la mente controlable, también puede controlarse el pasado y lo que llamamos la realidad?”. Dado que cada quien es lo que recuerda que es, no es una hipótesis exótica la de postular que manipular los recuerdos incidirá en el tipo de identidad de las nuevas generaciones: conformismo o rebeldía.
Cambian los tiempos, pero el esquema es el mismo. Uno de los grandes lugares comunes de EE.UU. en el espionaje de los programas de vigilancia permanente dentro de la ciberguerra es presentarse como víctima, pero a estas alturas de la historia las excusas por aumentar el poder y reforzar sus intereses como superpotencia ya no convencen, lo más que causa entre sus socios es resignación, y esto implica que la resistencia es posible como parece haber entendido México y una parte de Iberoamérica.
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