La muerte de la verdad/Juan Van-Halen, escritor y académico correspondiente de las Reales Academias de Historia y Bellas Artes de San Fernando.
ABC, Lunes, 17/Abr/2017
Joseph Goebbels, doctor por Heidelberg con una tesis llena de sensibilidad sobre el teatro romántico alemán y años después fanático ministro nazi de Propagada, no pronunció la frase que se le atribuye sobre que la reiteración de una mentira la convierte en verdad, lo que hubiese supuesto enseñar sus propias cartas, tentación en la que nunca caería un pertinaz mentiroso, pero Goebbels sí habló de la «fábrica de mentiras» obviamente sin considerarse a sí mismo el fabricante.
Mario Vargas Llosa, en el interesante diálogo público con Beitio Rubido, se refirió al avance de la mentira, fortalecida por las nuevas tecnologías, ante la verdad acosada e indefensa. George Orwell dejó escrito que «el lenguaje político tiene como objetivo hacer que las mentiras suenen verdaderas». Con palabras más hermosas lo había expresado tres siglos antes nuestro Diego Saavedra Fajardo. No comparto la afirmación orwelliana porque generaliza, pero es seguro que en ocasiones sucede.
El neologismo «posverdad», de moda y ya entronizado por algún diccionario prestigioso como el Oxford, refleja situaciones en las que la emoción y la creencia personal influyen más en la construcción de la opinión pública que la información y los hechos objetivos. Más allá del oportunismo del invento esa supuesta novedad es aburridamente vieja. No es extraño que las gentes se dejen llevar más por las sensaciones y las emociones que por la realidad. Así ocurrió para algunos con el Brexit y Trump.
Muchas veces la mentira ha desembocado en tragedia precisamente por la «posverdad». Ya en julio de 1834 un bulo achacó la epidemia de cólera al envenenamiento de las fuentes de Madrid por frailes y monjas, y dio lugar al asalto a conventos y al asesinato de un centenar de religiosos. Nadie se detuvo a valorar aquella evidente superchería; sencillamente la masa, manejada emocionalmente, se desbordó.
Cien años más tarde, mayo de 1936, se repitió el bulo: frailes, monjas y miembros de ciertas asociaciones piadosas habrían producido la muerte de niños en barrios humildes repartiéndoles caramelos envenenados. Se conocen los nombres de algunos propagadores de aquella falsedad; los asaltos y víctimas fueron desmentidos por medios oficiales. «Mundo Gráfico» unió entonces en un célebre reportaje los bulos de 1834 y de 1936. Regina García publicó años después su versión directa (aseguraba ser hija de una víctima) en un librito curioso, exagerado y hoy difícil de encontrar: «El bulo de los caramelos envenenados».
Hay mentiras que se han hecho hueco en el lenguaje político más allá de su tiempo y, sorprendentemente, también en el ámbito académico. Así el bautizo por la propaganda izquierdista como «bienio negro» a los años 1934 y 1935 sólo por tratarse de gobiernos de centro derecha. Stanley Payne insiste en su último libro, dedicado a la erosión de la democracia en los meses previos al 18 de Julio, en la manipulación de la realidad que supone aquella injusta etiqueta, y lo hace con profusión de datos. Nada de «bienio negro» si se analiza con objetiva mirada histórica y no con contaminada mirada sectaria. Lo más «negro» de aquel bienio fue la espiral revolucionaria.
Seguimos padeciendo productos salidos de la fábrica de mentiras que también suele ser fábrica de olvidos. Poco se recuerda el atípico advenimiento de la Segunda República, reseñado casi al minuto por Josep Pla, testigo de excepción; su relato de la ocupación del Ministerio de Gobernación por Miguel Maura, sin título legítimo alguno y con un acobardado Azaña como testigo, es magistral; el tratamiento común que se da al irregular cambio de régimen es otro ejemplo de «posverdad». También se olvida o se edulcora la sangrienta insurrección asturiana de octubre de 1934, anunciada en sus expectativas más violentas por la prensa de izquierda. Y ha caído una losa de sombra sobre el fiasco, el mismo octubre de 1934, de la secesión de Companys en Cataluña que culminó con el cañoneo del Palacio de la Generalidad por orden del general Batet y la rendición de los sediciosos.
Mientras, se glorifica manipulando la verdad a ciertos voluntarios foráneos que lucharon en nuestro país convocados por la Komintern cuyo Secretariado lo había decidido el 18 de septiembre de 1936 en Moscú, a instancias de Stalin. Estos voluntarios, no dudo que bienintencionados y sobre todo consecuentes con sus ideas, no se incorporaron a la guerra civil española para defender la democracia, como se repite hasta la náusea, sino para implantar un totalitarismo como el que se afanaban en combatir, aunque de signo contrario.
El caso de Cataluña es señero a la hora de construir mentiras ya que los independentistas han falsificado la historia convirtiendo una guerra de sucesión entre dos pretendientes a la corona de España, en una guerra de secesión. Rafael de Casanova, patriota español, ha sido disfrazado de luchador contra la unidad de España y convertido en icono independentista cada 11 de septiembre. Atentados contra la verdad y la inteligencia asumidos como ciertos. Otra vez la «posverdad».
Las mentiras inundan el lenguaje político y acaban haciéndose inevitables incluso en temas menores. ¿Quién en los medios de comunicación y en el debate político se libra de llamar a los fondos de inversión «fondos buitre»? ¿O de tildar a la vigente ley de Protección de la Seguridad Ciudadana de «ley mordaza»? ¿O de condenar globalmente la externalización de la gestión de servicios públicos, a la que llaman «privatización», salvo que la decida la izquierda? O en un tema de más calado: ¿Quién se preocupa en saber antes de opinar cuándo el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas dio por finalizada la guerra de Irak, cuándo llegaron allí soldados españoles, y si lo hicieron precisamente respondiendo a una Resolución del Consejo de Seguridad? La célebre foto en las Azores; no importa más. El resto se da por cierto.
Las redes sociales, incontrolables y desbordadas, multiplican las mentiras contribuyendo a que el mensaje falso sea aceptado globalmente. Así resulta, por ejemplo, que se exige la derogación radical de la reforma laboral pese a que su balance demuestra que es un buen motor para crear empleo, y así lo proclaman los observadores internacionales. La exigencia de la derogación se debe a intereses muy particulares del poder sindical, uno de los menos transparentes.
El catálogo de productos salidos de la fábrica de mentiras es amplísimo y crece cada día. La «posverdad» se impone al rigor acaso porque en esta sociedad de la información global nos hemos vuelto crédulos y perezosos mientras los manipuladores desafían al ridículo, no descansan y se benefician del papanatismo generalizado. En un cuento de Silverio Lanza, raro precursor de la generación del 98, se narra una pesadilla. El cuento se titula «La muerte de la verdad». No descartemos que sea una premonición.
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