Después de Putin/ Pedro Rodríguez es periodista y profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE.
ABC; Jueves, 29/Jun/2023;
Si Rusia fuera un Estado como los demás, Vladímir Putin hubiera salido reforzado por haber detenido una asonada de mercenarios aunque sea de manera bastante inexplicable. Sin embargo, en una estructura de poder que no tolera ni tan siquiera la apariencia de debilidad porque tiene mucho más que ver con la lógica del crimen organizado y de la mafia, la rebelión del grupo Wagner no ha hecho más que plantear el principio del final de un régimen que por primera vez en 23 años no es capaz de ofrecer estabilidad y seguridad.El 'putsch' de Evgueni Prigozhin, disfrazado de «marcha de la justicia», ha conseguido entre otras cosas que el omnipresente Putin haya tenido que desaparecer de Moscú, cosa que no hizo Stalin en 1941 cuando las tropas alemanas fueron capaces de vislumbrar los colorines de las cúpulas de la catedral de San Basilio en la Plaza Roja. En su demoledora pesadilla en la cocina, el chef de Putin ha conseguido perforar la autoridad del Kremlin con daños difícilmente reparables, hasta el punto de cuestionar la propia supervivencia del régimen.
Al pasar a la ofensiva antes de ser eliminado, Prigozhin ha cuestionado abiertamente las justificaciones utilizadas por Putin para invadir Ucrania. Ha denunciado que la guerra está basada en una gran mentira y que el verdadero objetivo no es otro que beneficiar a la oligarquía rusa pese a la tragedia humana que representa la invasión iniciada hace año y medio. Estos reproches llaman especialmente la atención al venir de un sujeto que tanto se ha beneficiado de la privatización de la tiranía administrada por Putin.
Con sus palabras y sus acciones, Yevgeny Prigozhin ha roto dos principios no escritos pero fundamentales para el régimen. La regla número uno: nunca meterse en política. El cocinero ha utilizado la invasión de Ucrania como una especie de brutales primarias para presentarse como posible alternativa. Y la regla número dos: obediente lealtad a un sistema piramidal presidido por Putin y en el que siempre hay que pagar peajes. Al intentar literalmente hacer la guerra por su cuenta, Prigozhin ha terminado por rebasar su utilidad.
El avance de 5.000 sicarios de Wagner hasta acercarse sin grandes dificultades a Moscú ha sido también un viaje en el tiempo. Durante un largo día, la cuestionada Rusia de Putin ha recordado a la desmoronada Rusia de 1917: amenaza de guerra civil, posibilidad de un traumático cambio de régimen y un fracasado esfuerzo bélico que en la historia rusa siempre genera dramáticas transformaciones políticas.
La gran ironía es que esta vez Putin no tiene a nadie a quien culpar. Han sido sus propias acciones las que han terminado por provocar lo que más teme este metrosexual especializado en hacer la cobra retrógrada a Occidente: una insurrección que ponga en peligro tanto a Rusia como a su propio poder personal. Esta paranoia tan de Putin se remonta a la Revolución Naranja protagonizada por Ucrania en 2004 contra unas elecciones amañadas. Aunque como se supone que dijo Kissinger, el que uno sea paranoico no quiere decir que no tenga enemigos de verdad.
En el fondo y en la superficie, la rebelión de Prigozhin ha servido para confirmar lo catastróficamente mal que le ha ido a Vladimir Putin la invasión de Ucrania. La misma guerra que buscaba un cambio de régimen en Kiev amenaza ahora con un cambio de régimen en Moscú. Además de revelar las profundas grietas que la guerra ha causado en Rusia, por mucho que el Kremlin aspirase a lograr una triunfadora unidad apelando al espíritu de 1945 y la victoria del Ejército Rojo sobre el Tercer Reich. Pero el mero hecho de ver a milicianos armados en ciudades rusas exigiendo la destitución del alto mando militar ha servido para recordar la chapucera planificación del ataque a Ucrania, los desastrosos primeros días y sus más recientes fracasos.
Para intentar salvar su cuestionado liderazgo, no hay que descartar que Putin proceda a tirar por la borda a alguno de los altos mandos militares señalados por Prigozhin. Y aunque los generales Serguéi Shoigú y Valery Gerasimov podrían servir como convenientes chivos expiatorios, proceder a una purga de la cúpula castrense podría impulsar la creciente percepción de un Putin tan débil como desesperado. Con el riesgo adicional de fracturar a la élite rusa y plantear la duda sobre la viabilidad del sistema al que están ligadas sus fortunas.
Llegada la hora de anticipar cómo podría ser Rusia sin Putin, hay dos cuestiones esenciales a dirimir. La primera es la definición del país más extenso del mundo que persiste en considerarse un imperio, siempre tentado a extender sus fronteras territoriales para compensar sus limitaciones geopolíticas. Principalmente la ausencia de defensas naturales frente a las amenazas provenientes de Europa y la carencia de acceso fácil a las grandes rutas de navegación.
En este sentido, Rusia ha sido el gran renegado del sistema de Westfalia construido a partir de la paz firmada en esa localidad germana en 1648. Tras la guerra de los Treinta Años (especialmente devastadora por el empleo de mercenarios), el Estado-nación con soberanía, intereses y ejércitos permanentes se convertirá en el actor clave del sistema internacional. No las dinastías, no la religión, y, por supuesto, no los imperios. Sin embargo, Rusia optó por su vocación imperial y por el feudalismo, dejando pasar el tren de la modernidad, por lo menos en su desarrollo económico.
La segunda cuestión decisiva para definir una Rusia sin Putin sería la relación de sus ciudadanos con el poder. Mucho se habla del orgullo y la piel fina de los eslavos. Esta hipersensibilidad frente la humillación (supuesta o real) contrasta con la relación sadomasoquista que los rusos tienen con sus jerarcas. A pesar de haber obtenido históricamente resultados catastróficos, la sumisión por defecto a un poder absoluto por parte de la sociedad rusa hace inviables cambios políticos a mejor.
En dos ocasiones durante el siglo XX, Rusia ha tenido la desaprovechada opción de avanzar por la senda de las libertades, los derechos fundamentales y el respeto a la mínima dignidad del ser humano. En la revolución de octubre, pasaron de la autocracia zarista a Lenin y Stalin. Y en el colapso de la Unión Soviética, la esperanza transformadora de Gorbachov terminó en la pesadilla de Putin. Dos grandes oportunidades perdidas que no deberían convertirse en tres.
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