Religión y política en América Latina/Borja Vivanco Díaz, Dr. en Economía y Licenciado en Psicología
EL CORREO DIGITAL, 09/05/2007;
Cuando George W. Bush acudió a Roma hace algo más de dos años, a los pocos días de la muerte de Juan Pablo II, no buscó sólo rendir el preceptivo homenaje al pontífice fallecido. Aprovechó la visita para reunirse con alrededor de una decena de cardenales norteamericanos que tenían derecho a participar en el cercano cónclave y, apelándoles a la defensa de los intereses de Estados Unidos, les solicitó que evitaran la elección, como nuevo Papa, de un prelado latinoamericano.
Debemos recordar que la inteligencia de Estados Unidos acusaba a la Iglesia católica, desde finales de la década de los 60, de convertirse en enemiga de sus intereses políticos y económicos en América Latina. El conocido informe Rockefeller y los documentos de Santa Fe, elaborados hace ya unos decenios, con el fin de orientar la política exterior de Estados Unidos en América Latina advertían del peligro que suponía la Iglesia católica, que salía renovada y comprometida con la justicia, después del Concilio Vaticano II (1962-5). Como respuesta, las arcas públicas de Estados Unidos optaron por financiar grupos protestantes -algunos de ellos de carácter sectario- en países de América Latina y en especial en Centroamérica, con la intención de arrebatar terreno al catolicismo.
Estados Unidos temía que los intereses de las corrientes políticas de izquierda -incluso marxistas- confluyeran con los de la Iglesia católica, en una época en que las teologías de la liberación estaban en auge. Pero este anticatolicismo no era nuevo en la historia de Estados Unidos, en donde las clases hegemónicas o dirigentes, los ‘wasp’, se han caracterizado siempre por ser de raza blanca, anglosajonas y protestantes. No olvidemos que una de las dificultades que John Fitzgerald Kennedy encontró para ganar las elecciones presidenciales en 1960 fue profesar la religión católica.
Al ser elegido Joseph Ratzinger como sucesor de Juan Pablo II, Bush consiguió su propósito. Aunque estoy convencido de que todos los cardenales norteamericanos que le escucharon aquel día en Roma, en vísperas del cónclave, hicieron caso omiso a los deseos de su presidente. Es muy probable que algunos de ellos se decidieran a votar a un cardenal de América Latina. Y es un secreto a voces que en el pasado cónclave, por primera vez en la historia, un cardenal latinoamericano tuvo posibilidades reales de convertirse en Papa. El arzobispo de Buenos Aires, el jesuita Jorge María Bergoglio, estuvo a punto de bloquear la elección de Ratzinger. Lo que también anticipa que el próximo papa tiene ya muchas posibilidades de proceder, por fin, de América Latina. Algo que sería del todo lógico, si tenemos en cuenta que aproximadamente la mitad de los católicos de todo el mundo residen en países de esta región.
Hoy, el Papa Benedicto XVI comienza en Brasil su primer viaje a América Latina y fuera de Europa. Acude a participar en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que busca marcar las directrices de la Iglesia católica para los próximos años. La secularización de la sociedad de América Latina es un proceso que no se ha detenido en las últimas décadas, al igual que en el continente europeo. A lo que hay que añadir que, en tanto la Iglesia católica va perdiendo todos los años cientos de miles de fieles en estos países, las distintas iglesias protestantes los van ganando.
Eso sí, la Iglesia católica conserva, en América Latina, un prestigio y una presencia social mucho más relevantes que en Europa. La Iglesia católica emerge a menudo como máxima autoridad moral en buena parte de Latinoamérica, en donde los gobiernos corruptos y autoritarios no dejan de sucederse. Pese a todo, esto no ha evitado hace unos días, por ejemplo, la despenalización del aborto en México D.F. en las doce primeras semanas de gestación; a lo cual la Iglesia católica ha respondido, sin miramientos, anunciando la excomunión de los políticos que apoyaron esta iniciativa.
Benedicto XVI visita hoy un continente en donde la izquierda política está accediendo al gobierno de un número de países cada vez mayor. En algunos de ellos, como Venezuela o Bolivia, las relaciones con la jerarquía de la Iglesia católica pasan, con frecuencia, por momentos muy tensos. Lo que no es óbice para que dirigentes como Hugo Chávez, con su singular estilo, juren su cargo «por Cristo, primer socialista». En cambio, es impensable que un dirigente europeo de izquierdas tome de este modo posesión de su cargo.
Me parece que no es mera coincidencia que la crítica dirigida a las obras teológicas del jesuita Jon Sobrino, por parte de la Santa Sede, haya tenido lugar tan sólo unas semanas antes de la celebración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Sobrino es uno de los más destacados representantes de las teologías de la liberación y la notificación enviada por la Congregación para la Doctrina de la Fe reconoce la extensa divulgación en América Latina de las publicaciones de este jesuita de origen vasco.
Podemos estar de acuerdo o no con el contenido de la evaluación del Vaticano a las obras de Sobrino. Pero no podemos interpretar en ella una desatención de la Santa Sede a la causa de los pobres, como muchos se han apresurado a deducir y propagar durante las pasadas semanas. La opción preferencial por los más pobres no se agota en las teologías de la liberación, afortunadamente. No es necesario recurrir a ellas para comprometerse, por entero, con los colectivos sociales más desfavorecidos.
Las teologías de la liberación no son tampoco, ni mucho menos, un cuerpo doctrinal excesivamente específico o uniforme. Más que de la teología de la liberación, es necesario hablar de teologías de la liberación. A mitad de la década de los 80, el entonces cardenal Ratzinger ceñía su crítica, fundamentalmente, a la teología de la liberación que se alimentaba del pensamiento marxista. Por lo tanto, tampoco es justo acusar a la jerarquía de la Iglesia católica de oponerse a la teología de la liberación. En 1980 el general de la Compañía de Jesús, el bilbaíno Pedro Arrupe, también se oponía, en una de sus cartas hoy ya olvidadas, al empleo del análisis marxista en la teología. Sin embargo, los decretos de la Congregación General XXXII de la Compañía de Jesús, cuya redacción el propio Arrupe lideró a mediados de los años 70, vinculados con la promoción de la fe y la justicia, es común identificarlos como textos inspirados en la teología de la liberación.
No me cabe la menor duda de que las teologías de la liberación han aportado más luces que sombras a la historia reciente de la Iglesia católica y de América Latina. Fernando Cardenal, jesuita y ministro de Educación en el Gobierno sandinista, reconocía los riesgos de las implicaciones políticas de las teologías de la liberación: «Es posible que esté equivocado, pero déjenme equivocarme en favor de los pobres, ya que la Iglesia se ha equivocado durante muchos siglos en favor de los ricos». Su hermano Ernesto, sacerdote, poeta y ministro de Cultura en el mismo Gabinete, fue amonestado públicamente por Juan Pablo II en su visita a Nicaragua, en 1983.
Mientras que Juan Pablo II se opuso con rotundidad a la participación directa de los sacerdotes en la vida política de América Latina, no se mostró ni mucho menos tan contundente en el caso de Polonia. El apoyo que Juan Pablo II y los obispos polacos brindaron al sindicato Solidaridad de Lech Walesa, en la lucha contra el comunismo, fue más que evidente. ¿Acaso lo que le preocupaba a Juan Pablo II era que los sacerdotes de América Latina tendían a participar más a menudo en movimientos políticos y sociales de corte izquierdista? Benedicto XVI no descubrirá hoy un continente tan convulsionado y una Iglesia tan dividida como los que su predecesor se topó en los primeros años de su pontificado. El Papa debe ayudar a la Iglesia católica a discernir cuál es su misión en América Latina, sabedora de que las líneas de actuación que se proponga asumir tendrán, como ya ha ocurrido en el pasado, una incidencia posterior en la trayectoria política, cultural y social de todo el continente.
Debemos recordar que la inteligencia de Estados Unidos acusaba a la Iglesia católica, desde finales de la década de los 60, de convertirse en enemiga de sus intereses políticos y económicos en América Latina. El conocido informe Rockefeller y los documentos de Santa Fe, elaborados hace ya unos decenios, con el fin de orientar la política exterior de Estados Unidos en América Latina advertían del peligro que suponía la Iglesia católica, que salía renovada y comprometida con la justicia, después del Concilio Vaticano II (1962-5). Como respuesta, las arcas públicas de Estados Unidos optaron por financiar grupos protestantes -algunos de ellos de carácter sectario- en países de América Latina y en especial en Centroamérica, con la intención de arrebatar terreno al catolicismo.
Estados Unidos temía que los intereses de las corrientes políticas de izquierda -incluso marxistas- confluyeran con los de la Iglesia católica, en una época en que las teologías de la liberación estaban en auge. Pero este anticatolicismo no era nuevo en la historia de Estados Unidos, en donde las clases hegemónicas o dirigentes, los ‘wasp’, se han caracterizado siempre por ser de raza blanca, anglosajonas y protestantes. No olvidemos que una de las dificultades que John Fitzgerald Kennedy encontró para ganar las elecciones presidenciales en 1960 fue profesar la religión católica.
Al ser elegido Joseph Ratzinger como sucesor de Juan Pablo II, Bush consiguió su propósito. Aunque estoy convencido de que todos los cardenales norteamericanos que le escucharon aquel día en Roma, en vísperas del cónclave, hicieron caso omiso a los deseos de su presidente. Es muy probable que algunos de ellos se decidieran a votar a un cardenal de América Latina. Y es un secreto a voces que en el pasado cónclave, por primera vez en la historia, un cardenal latinoamericano tuvo posibilidades reales de convertirse en Papa. El arzobispo de Buenos Aires, el jesuita Jorge María Bergoglio, estuvo a punto de bloquear la elección de Ratzinger. Lo que también anticipa que el próximo papa tiene ya muchas posibilidades de proceder, por fin, de América Latina. Algo que sería del todo lógico, si tenemos en cuenta que aproximadamente la mitad de los católicos de todo el mundo residen en países de esta región.
Hoy, el Papa Benedicto XVI comienza en Brasil su primer viaje a América Latina y fuera de Europa. Acude a participar en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que busca marcar las directrices de la Iglesia católica para los próximos años. La secularización de la sociedad de América Latina es un proceso que no se ha detenido en las últimas décadas, al igual que en el continente europeo. A lo que hay que añadir que, en tanto la Iglesia católica va perdiendo todos los años cientos de miles de fieles en estos países, las distintas iglesias protestantes los van ganando.
Eso sí, la Iglesia católica conserva, en América Latina, un prestigio y una presencia social mucho más relevantes que en Europa. La Iglesia católica emerge a menudo como máxima autoridad moral en buena parte de Latinoamérica, en donde los gobiernos corruptos y autoritarios no dejan de sucederse. Pese a todo, esto no ha evitado hace unos días, por ejemplo, la despenalización del aborto en México D.F. en las doce primeras semanas de gestación; a lo cual la Iglesia católica ha respondido, sin miramientos, anunciando la excomunión de los políticos que apoyaron esta iniciativa.
Benedicto XVI visita hoy un continente en donde la izquierda política está accediendo al gobierno de un número de países cada vez mayor. En algunos de ellos, como Venezuela o Bolivia, las relaciones con la jerarquía de la Iglesia católica pasan, con frecuencia, por momentos muy tensos. Lo que no es óbice para que dirigentes como Hugo Chávez, con su singular estilo, juren su cargo «por Cristo, primer socialista». En cambio, es impensable que un dirigente europeo de izquierdas tome de este modo posesión de su cargo.
Me parece que no es mera coincidencia que la crítica dirigida a las obras teológicas del jesuita Jon Sobrino, por parte de la Santa Sede, haya tenido lugar tan sólo unas semanas antes de la celebración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Sobrino es uno de los más destacados representantes de las teologías de la liberación y la notificación enviada por la Congregación para la Doctrina de la Fe reconoce la extensa divulgación en América Latina de las publicaciones de este jesuita de origen vasco.
Podemos estar de acuerdo o no con el contenido de la evaluación del Vaticano a las obras de Sobrino. Pero no podemos interpretar en ella una desatención de la Santa Sede a la causa de los pobres, como muchos se han apresurado a deducir y propagar durante las pasadas semanas. La opción preferencial por los más pobres no se agota en las teologías de la liberación, afortunadamente. No es necesario recurrir a ellas para comprometerse, por entero, con los colectivos sociales más desfavorecidos.
Las teologías de la liberación no son tampoco, ni mucho menos, un cuerpo doctrinal excesivamente específico o uniforme. Más que de la teología de la liberación, es necesario hablar de teologías de la liberación. A mitad de la década de los 80, el entonces cardenal Ratzinger ceñía su crítica, fundamentalmente, a la teología de la liberación que se alimentaba del pensamiento marxista. Por lo tanto, tampoco es justo acusar a la jerarquía de la Iglesia católica de oponerse a la teología de la liberación. En 1980 el general de la Compañía de Jesús, el bilbaíno Pedro Arrupe, también se oponía, en una de sus cartas hoy ya olvidadas, al empleo del análisis marxista en la teología. Sin embargo, los decretos de la Congregación General XXXII de la Compañía de Jesús, cuya redacción el propio Arrupe lideró a mediados de los años 70, vinculados con la promoción de la fe y la justicia, es común identificarlos como textos inspirados en la teología de la liberación.
No me cabe la menor duda de que las teologías de la liberación han aportado más luces que sombras a la historia reciente de la Iglesia católica y de América Latina. Fernando Cardenal, jesuita y ministro de Educación en el Gobierno sandinista, reconocía los riesgos de las implicaciones políticas de las teologías de la liberación: «Es posible que esté equivocado, pero déjenme equivocarme en favor de los pobres, ya que la Iglesia se ha equivocado durante muchos siglos en favor de los ricos». Su hermano Ernesto, sacerdote, poeta y ministro de Cultura en el mismo Gabinete, fue amonestado públicamente por Juan Pablo II en su visita a Nicaragua, en 1983.
Mientras que Juan Pablo II se opuso con rotundidad a la participación directa de los sacerdotes en la vida política de América Latina, no se mostró ni mucho menos tan contundente en el caso de Polonia. El apoyo que Juan Pablo II y los obispos polacos brindaron al sindicato Solidaridad de Lech Walesa, en la lucha contra el comunismo, fue más que evidente. ¿Acaso lo que le preocupaba a Juan Pablo II era que los sacerdotes de América Latina tendían a participar más a menudo en movimientos políticos y sociales de corte izquierdista? Benedicto XVI no descubrirá hoy un continente tan convulsionado y una Iglesia tan dividida como los que su predecesor se topó en los primeros años de su pontificado. El Papa debe ayudar a la Iglesia católica a discernir cuál es su misión en América Latina, sabedora de que las líneas de actuación que se proponga asumir tendrán, como ya ha ocurrido en el pasado, una incidencia posterior en la trayectoria política, cultural y social de todo el continente.
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