Novela negra, cine negro/Gregorio Morán
Publicado en LA VANGUARDIA, 27/03/10;
Algo profundo ha de estar pasando en nuestra sociedad para que las obras de mayor éxito en el cine y en la novela traten sobre los mundos de la delincuencia organizada, en definitiva, sobre las mafias. Si se tratara de algo superficial, ya hace tiempo que la ola hubiera pasado y hoy estaríamos afrontando otros géneros, o inventando alguno nuevo. Pero no es así, los mundos mafiosos no sólo conservan el atractivo del que salieron algunas obras maestras –más del cine que de la literatura-, sino que se renueva, o al menos se alimenta constantemente de novedades, cosa que no ocurre en otros géneros. ¿Y si la representación de nuestra época obligara a utilizar el género llamado negro?
Que el asunto nos pilla con el pie mal colocado se detecta desde el primer apunte. ¿A qué llamamos negro como género? A la representación del mundo de la delincuencia. En estos tiempos de lo políticamente correcto es llamativo que no se haya encontrado algún sinónimo que evite hablar de negro a un mundo habitado y alimentado casi en exclusiva por blancos.Entendemos por negro quizá aquello que tiene de oscuro, de poco claro, pero al tiempo nada evita pensar que denominamos negro al mundo del delito por contraposición al mundo de la ley, de las relaciones humanas y los buenos sentimientos, al que tendríamos la desfachatez de calificar, por omisión, de blanco.
Si será complicado el asunto que hasta tenemos un problema de lenguaje. ¿A qué llamamos qué? Abandonamos una terminología heredada de la infancia.
Las películas entonces tenían muchos géneros, y se definían de manera incontestable. De vaqueros, de risa, de romanos, de miedo, españolada… Para acercarnos al que ahora denominamos cine negro debíamos dar una vuelta sinuosa, cargada de significados que entonces, es obvio decirlo, no captábamos en toda su amplitud. Lo que más se acercaba a lo que ahora llamamos negro era una de policías y ladrones; cosa hoy fuera de lugar porque en las tramas cinematográficas apenas si hay policías salvo para acompañar a los delincuentes. Y, sobre todo, lo más llamativo: la evidencia de que el ladrón ya no es la figura estelar de los filmes. Pocas cosas han pasado tanto de moda como los ladrones, al menos en su sentido clásico. Para acercarse a la realidad tendría que robar un alijo, y eso ya le introduce en un mundo que no es estrictamente el de los ladrones, sino el de los traficantes.
La invención –más reciente de lo que la gente cree- de la expresión negro para designar entre nosotros un género en la novela y el cine vino forzada por nuestras limitaciones expresivas. ¡Adónde íbamos a llegar con lo de policías y ladrones! La cosa aún subía en grados cómicos en catalán, con lo de lladres i serenos. Tengo aún una vaga memoria de las novelas pretendidamente negras del olvidado Manuel de Pedrolo. ¿Cómo se podía apellidar aquello como de lladres i serenos?
La novela negra en castellano, como género, nace con la transición y llega a España al tiempo que la heroína –¡vaya nombre para una droga!-, que se adelantó a la coca, y cuyos efectos devastadores sufrieron muy significativas familias intelectuales del país. Hasta entonces la novela de intriga, o como se la quisiera llamar, tenía ejemplos aislados pero no llegaba a moda. La incorporación de los clásicos del género – Dashiell Hammett y Raymond Chandler- llegó en los sesenta, editada como gran literatura y avalada además con un texto antiguo del poeta Luis Cernuda. Lo que vino luego de la mano, entre otros, de Manolo Vázquez Montalbán, fue otra cosa, más doméstica y sobre todo llena de guiños para un lector que quería convencerse, no sin mala conciencia, de que “contra Franco vivía mejor”. Lo cual era manifiestamente falso.
Ahora pasamos por otra situación en la que cualquier referencia a aquello suena a chiste. Fíjense por ejemplo en un filme como el francés El profeta. Es un modelo del género. He de confesarles un incidente que me obligó a reflexionar, y es que no pude ver la película entera. Una alarma o una amenaza de bomba – como ocurre en estos casos, no lo explicaron- hizo saltar los dispositivos de seguridad y obligaron a desalojar todo el edificio donde estaban situados los cines. Es decir, que yo he visto algo más de tres cuartos de película, pero no el final, y debo reconocer que sería incapaz de volver a ver todo el filme para enterarme de cómo termina. Sin embargo, me gustaría saber cómo resuelve la trama. Y creo que en esta especie de anomalía reside el interés y la humildad de este tipo de películas, y abarca también a la llamada novela negra actual. Es poco probable que a usted se le ocurra volver a verlas o leerlas. Cosa que sin embargo sería capaz de hacer con una obra de Hammett, aunque sólo fuera para desentrañar ese estilo que se jacta de no ser estilo. O una novela de Simenon que aún arde en mi cabeza, La nieve estaba sucia.
El estilo de filmes como El profeta es heredero del lenguaje televisivo. Planos cortos, ausencia de paisajes. (Hay un plano cuya simplicidad alcanza el patetismo: los pájaros pían en un amanecer a la puerta de la prisión. Para qué más explicaciones. Con esa ensalada de sensaciones ya hay suficiente para un paladar de comida rápida). Importancia de los diálogos como elementos decisivos de la trama, por tanto ha de darse la doble condición de unos avezados guionistas del género y unos actores sin caracterizar aún, es decir, relativamente nuevos en la pantalla pero excelentes como profesionales. Luego queda el entrelazado de intrigas, sucesivas y en escalada libre, cada vez más arriesgada y compleja. Y todo rápido, como si fuera el chiste de Billy Wilder en Un, dos, tres. Que entre por los ojos, que nadie dude que se trata de cine. Así hasta el final, un final que por cierto desconozco, pero sería incapaz de soportar de nuevo toda la vulgaridad narrativa para enterarme de cómo acaba. Antiguamente, con un resumen tan sumario, estaríamos hablando de lo que se denominaba serie B, de bajo presupuesto. Pero ya no hay series B, al menos en esto. LaBha pasado a televisión, y todo el cine figura como la misma clase, por más que haya unas películas con más presupuesto y otras con menos. El cine es industria, y cada vez se nota más la industria y menos el producto. No hay ni tiempo que perder ni euro que malgastar. ¿Es imprescindible para la trama? Vale. ¿Se puede evitar? Quítalo.
No es cuestión de limitarse a un filme o a una novela, es una representación de época. Las novelas de Stieg Larsson, la película española Celda 211,y así sucesivamente. Ingenuos lectores y cándidos espectadores rompen sus supuestos espíritus virginales ante la reconstrucción de un mundo brutal, absolutamente alejado de su cotidianidad, de su formación. Un mundo del que en principio no saben nada y no tendría por qué interesarles. ¿O quizá sí? ¿Existe el sueño mafioso?
Todo adolescente pasa su periodo de ambición; a algunos les dura toda la vida. No sólo es la prolongación de la infancia, sino también la definición del horizonte sobre el que desea instalarse. El querer ser lo más. Aventurero de Salgari, marino de Conrad, pirata de Stevenson, futbolista de la selección brasileña, abogado a lo Gregory Peck, valiente como Gary Cooper, aristócrata lúcido reencarnado en Burt Lancaster, arrogante y genial según Orson Welles… En mi tiempo nadie, que yo sepa, quería parecerse a Edward G. Robinson, aquel tipo de mirada extravagante y gesto esquivo, que siempre hacía de malo, malísimo, y frecuentaba chicas muy guapas que le tenían mucho miedo. Los personajes emblemáticos del pasado debían inspirar confianza, pero nunca temor. Incluso los más vulgares, como el Caballero del Antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín, Superman o el paquidermo Dumbo. Tramposos, racistas y autoritarios podían ser, pero seguros siempre. Quizá ha cambiado el paradigma, que decimos los pedantes. Pero si ha cambiado el paradigma es que han cambiado los dioses, y ya expresó Sánchez Ferlosio en una de sus sentencias más famosas: mientras no cambien los dioses nada habrá cambiado.
Pues bien, se equivocó también en esto. Cambiaron los dioses pero nada ha cambiado.
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