Aprender a ayudar/CRISTINA LLAGOSTERA
Publicado en El País Semanal, 25/04/2010
Compartir cualquier dolor aligera su peso. Ayudar requiere saber escuchar y ponerse en el lugar del otro para conseguir que se sienta más capaz ante su problema y no lo contrario.
Algunos pensadores afirman que el ser humano es básicamente egoísta. “El hombre es un lobo para el hombre” (Homo hómini lupus), escribió Thomas Hobbes en el siglo XVII, y muchas personas continúan creyendo que ante todo nos mueven el interés personal y la defensa del propio territorio. Miramos a nuestro alrededor, leemos las noticias y, ciertamente, no faltan ejemplos de vivo egoísmo. Sin embargo, a pesar de no ser tan visibles o impactantes, existen también infinidad de gestos que nacen de la voluntad de ayudar.
Un hombre cae en la acera e inmediatamente varias personas acuden para auxiliarle. Una joven escucha con atención a una amiga que habla disgustada sobre un asunto que le preocupa. Alguien perdido en una gran ciudad encuentra a una persona que se ofrece amablemente para guiarle. Son escenas simples, cotidianas, en las que la ayuda surge como un impulso natural ante la necesidad de otro ser humano.
Incluso en este momento en que se dice que las relaciones se han vuelto más frías e impersonales, en que la rentabilidad parece ser el valor prioritario, la ayuda desinteresada sigue estando presente. Una muestra de ello son las asociaciones, el movimiento del voluntariado o los grupos de ayuda mutua que proliferan cada vez más.
Las personas que ofrecen su tiempo y su dedicación a otras lo dicen claramente: ayudar les hace sentirse bien. Sin embargo, esto no significa que se trate de una tarea sencilla. Ante alguien con dificultades, a menudo surge la pregunta: ¿cómo puedo ayudar? Se duda acerca de si tener un papel más o menos activo, si la generosidad puede resultar invasiva o qué hacer para que los problemas de los demás no afecten excesivamente. Tras el deseo genuino de querer hacer algo por alguien es preciso buscar la mejor forma de actuar.
¿Altruistas o egoístas?
“Nadie es una isla, completo en sí mismo; todo hombre es un trozo del continente, una parte del todo” (John Donne)
El etólogo Konrad Lorenz ya señalaba la importancia de la cooperación en la supervivencia de las especies. No sólo la lucha y la agresividad resultan cruciales para defenderse y evolucionar, sino también formar parte de un grupo. El altruismo, por tanto, cumple una función importante, al poner el interés colectivo por delante del individual.
La ayuda es un fenómeno universal y, como vemos, no exclusivo del género humano. Pero sí somos una de las especies que más dependen del apoyo de los demás. Nacemos indefensos y precisamos cuidados durante un largo periodo de tiempo. Incluso ya adultos, seguimos necesitando recibir afecto y atención del entorno.
“Uno de los mayores padecimientos es no ser nada para nadie”, dijo en una ocasión la madre Teresa de Calcuta. Y es que todas las personas tienen esta necesidad de pertenencia, de sentirse integradas en sus relaciones. Cuando esto falta nos volvemos más vulnerables. Se sabe, por ejemplo, que la soledad y la inadaptación aumentan la probabilidad de padecer ansiedad o depresión.
Sin embargo, no sólo necesitamos ser ayudados. También es preciso ayudar a los demás para fomentar nuestro desarrollo y madurez, y sobre todo la sensación de capacidad.
Un encuentro mutuo
“La necesidad más profunda del hombre es superar su separación, abandonando la prisión de su soledad” (Erich Fromm)
La ayuda se genera básicamente en un encuentro entre personas. Una se muestra más necesitada, y otra, dispuesta a responder a esa necesidad. La relación de ayuda es, por tanto, asimétrica, pues no se produce en igualdad de condiciones.
Para empezar, quien necesita ayuda tiene que afrontar dos dificultades: por un lado, el problema que le acucia, y por otro, reconocer ante otra persona que se siente incapaz de resolverlo por sí mismo. En este primer punto, ya sea por vergüenza, por miedo a no ser comprendido o por no poner en entredicho la propia imagen, se puede bloquear el circuito que permite recibir apoyo. Si no existe la disposición a ser ayudado, poco se puede ayudar.
Resulta distinto recibir una petición de ayuda que ofrecerla. En el primer caso, la propia persona admite tener una necesidad, mientras que en el segundo es alguien externo quien cree detectarla.
Quien se ofrece para ayudar a menudo peca de querer detentar la verdad, pretendiendo saber exactamente qué le conviene hacer a esa persona. Si el otro se niega o no desea seguir ese camino, puede surgir el enojo al creer que en el fondo no desea resolver su problema. Sin embargo, puede que esa persona tenga un modo distinto de encarar su situación o simplemente que no sienta esa necesidad que el otro cree detectar.
La ayuda es ante todo un acto comunicativo. Implica el uso de la palabra, pero también la expresión corporal, la mirada, los gestos, el contacto físico… Al comunicarse se construye un puente entre dos personas que permite dar y recibir información, lo que puede tener un gran efecto terapéutico.
Compartir cualquier dolor o problema a menudo aligera ya su peso. Sentirse respaldado ayuda a sobrellevar situaciones que de otro modo serían doblemente difíciles. A través de la comunicación también es posible dar a otra persona nuevas perspectivas sobre su dificultad, consuelo y, sobre todo, comprensión.
La ayuda que no ayuda
“El más cercano a la perfección es quien, con penetrante mirada, se declara limitado” (Goethe)
Según Carl R. Rogers, precursor de la terapia centrada en la persona, las condiciones esenciales al ayudar son la comprensión empática, la congruencia y una actitud de aceptación hacia el otro. Sentirse escuchado, atendido, muchas veces es todo lo que la otra persona espera cuando comparte su pesar. Resulta paradójico, pero la ayuda también puede convertirse en un obstáculo para la mejora y el cambio. No basta con la voluntad de ser útil: es importante medir la manera en que se ofrece ayuda.
Acompañar continuamente a alguien que tiene miedo a estar solo puede facilitar que su temor se agrave. Proteger en exceso no permite que la persona se enfrente a sus propios retos, lo que merma su sensación de capacidad. La ayuda implica ese riesgo: relegar a alguien necesitado a una condición de mayor necesidad.
Necesitar y ayudar son dos experiencias que se complementan. Y cuando alguien sólo desea permanecer en uno de los dos lados surge un problema: ya sea porque espera que todo le venga dado, o porque quiere ayudar pero no ser ayudado, privando así a los demás de la inmensa gratificación de sentirse útiles.
Tras cualquier gesto altruista se esconden motivaciones personales que en la práctica suponen el motor que impulsa la ayuda. La ayuda sana es aquella que nos permite dar algo provechoso, pero también salir fortalecidos de la experiencia. Cuando ayudar nos frustra, nos hace sentir mal o tenemos la sensación de que únicamente perdemos, suele ser preciso poner un límite a esa generosidad.
En un estudio se observaron las características que favorecían el buen curso del duelo por el fallecimiento de un hijo. Los padres que al cabo de dos años padecían menos depresión y estrés eran aquellos que habían canalizado su energía en ayudar a otras personas, por ejemplo participando como voluntarios en grupos de duelo. Prestar un servicio a los demás crea una corriente de confianza entre las personas, nos hace salir de nuestro ensimismamiento y permite aprender y enriquecerse a través de experiencias ajenas. Este tipo de ganancia es la que suelen buscar las personas que realizan una labor de ayuda.
Intercambio humano
“La obra humana más bella es la de ser útil al prójimo” (Sófocles)
El escritor irlandés Oliver Goldsmith dijo: “El mayor espectáculo es un hombre luchando contra la adversidad, pero aún hay otro más grande: ver a otro hombre lanzarse en su ayuda”. Puede que necesitemos más que ninguna otra especie la ayuda de los demás, pero también somos quienes podemos conseguir más utilizando esta capacidad natural.
La ayuda no sólo resulta beneficiosa para ambas partes, sino que se puede considerar una necesidad social. Para reducir el sufrimiento y la soledad, pero también para llevar aún más lejos nuestras posibilidades individuales, necesitamos tejer una red de intercambios basados en la ayuda. No es un descubrimiento nuevo: para progresar es preciso cooperar.
La ayuda eficaz
Para ayudar de la mejor manera posible es conveniente:
1. La escucha atenta y una disposición sincera y genuina de intentar comprender la realidad ajena.
1. Reconocer la necesidad real: no confundir lo que uno necesitaría si estuviera en el lugar del otro con lo que en realidad necesita la persona.
2. Calibrar la acción: antes de actuar o dar consejos conviene calibrar los resultados. Lo importante es que la otra persona se sienta más capaz ante su problema, y no lo contrario.
4. Reconocer los bloqueos: el impulso de ser útil puede frenarse por diversos motivos:
- Desconfianza ante la reacción del otro.
– Miedo a perder o a que nos tomen el pelo.
– Estar centrado en las propias necesidades, sin dejar lugar para las ajenas.
– Escasa fe en uno mismo y en que se puede aportar algo valioso
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