El final de ETA?/ Rogelio Alonso, profesor de Ciencia Política de la Universidad Rey Juan Carlos
ABC, 22/10/11):
«EL único comunicado de ETA que interesa es el de su disolución». «La mera existencia de ETA es una amenaza». Estas son las declaraciones repetidas en los últimos años por nuestros dirigentes políticos que ayer parecían no haber sido pronunciadas jamás. Por supuesto el anuncio de «cese definitivo de su actividad armada» es mejor que una reanudación de atentados, pero el lógico alivio que provoca no debe hacernos olvidar que ETA no ha desaparecido y que tampoco ha renunciado a ejercer la coacción que supone su presencia en el escenario político. Como también se repitió en el pasado, aunque algunas optimistas valoraciones del comunicado parecen ignorarlo, lo que importa de ETA no es lo que dice en público, sino lo que hace.
Documentación interna de la banda, informes de Inteligencia y la reciente memoria de la Fiscalía General reflejan una preocupante contradicción entre lo que ETA hace y lo que se le atribuye que va a hacer al interpretarse favorablemente promesas como las que ahora formula y que ya incumplió en el pasado. «El grado de amenaza que representa la pervivencia de su estructura operativa no deja de ser elevado», concluía la Fiscalía relacionando el parón de atentados con el periodo electoral. Recordaba asimismo el interés de ETA en actuar como «garante» de «un proceso de negociación» y añadía: «Continuará realizando aquellas actuaciones que, sin demasiada trascendencia para la opinión pública, le permitan tener perfectamente engrasada su maquinaria terrorista para poder afrontar en el futuro la reanudación de su actividad terrorista», pues «sigue disponiendo de comandos en Francia y España que pueden actuar en cualquier momento en función de que su estrategia no surta los efectos deseados».
ETA interrumpe sus atentados mientras su brazo político se fortalece, como evidencia su crecimiento electoral y la reproducción por parte de actores democráticos de una narrativa favorable a los intereses del movimiento terrorista. Este relato legitimador de la trayectoria terrorista se sustenta en la legalización de una formación que la Policía y el Tribunal Supremo han confirmado es parte de ETA. El Gobierno fue incapaz de evitar la entrada de ETA en las instituciones, inutilizando una de las más eficaces medidas contra ella, a pesar de que, como reconocía el ministro del Interior —en clara admisión de su fracaso—, «Bildu no ha traducido en hechos el discurso que permitió su legalización». La internacionalización del relato etarra mediante la conferencia de San Sebastián constituye otro triunfo en la justificación del proyecto terrorista. Lo complementa la legitimación que Gobierno central y vasco le han brindado al entorno terrorista ensalzando sus tácticas propagandísticas —por ejemplo la Declaración de Guernica y otros comunicados— como pasos hacia la paz cuando solo enmascaraban una simulada pero inexistente ruptura con ETA.
Las exultantes valoraciones del último comunicado minimizan tan relevantes concesiones como pasos necesarios para lograr ese final de ETA tan celebrado pese a que no se ha producido. Con esa actitud se oculta el legado que la política antiterrorista deja al nuevo Gobierno, compleja herencia con un considerable potencial de conflicto a pesar del declive operativo de ETA. Y es que los riesgos derivados de la existencia de ETA no se circunscriben a la deseada desaparición de los atentados que ahora se anuncia, pero que sólo será definitiva si se articula una eficaz política antiterrorista. Debe recordarse que fuentes tan relevantes como las citadas en líneas precedentes confirman que hasta la fecha ETA mantenía su amenaza latente y sus objetivos tradicionales —autodeterminación y territorialidad—, persistiendo en sus intentos de reorganización para reactivar el terrorismo si superara su debilidad operativa. Conviene indicar que ETA opta por modulaciones tácticas en función de sus intereses, pero no suele recurrir a drásticos y súbitos cambios de estrategia como el que supondría aquel que todavía debe ser el objetivo de la política antiterrorista: la disolución.
El fortalecimiento que para el movimiento terrorista integrado por ETA y sus representantes ha supuesto su vuelta a las instituciones y la recomposición del nacionalismo radical ha llevado a la banda a ceder a su brazo político la gestión de un proyecto que sigue planteando un peligroso desafío para la sociedad. Precisamente esas favorables circunstancias, si lograra sortear su extenuación operativa, pueden disuadir a ETA de descartar un futuro regreso a la violencia por el temor al coste que le acarrearía a su frente político. Si ETA amenazara con atentar, sus representantes políticos podrían exigir más concesiones apoyándose en el discurso, alimentado por el Gobierno, que diferencia a los «políticos» de los «militares» pese a la coordinación entre ellos: su chantaje se sintetizaría en la exigencia de reforzar a los «políticos» para acallar a los «militares». ¿Cómo reclamarles entonces responsabilidades cuando se les ha eximido de ellas favoreciendo su inmerecida rehabilitación? A la coacción de ETA sobre el Gobierno entrante se sumaría la presión de quienes podrían reclamar al Ejecutivo iniciativas para evitar asesinatos y no echar a perder un horizonte de «paz» que tanta esperanza vuelve a suscitar. No es baladí que el lendakari propusiera un acercamiento de presos sin condicionarlo a la disolución de ETA y que otros actores planteen ya demandas políticas favorables al nacionalismo radical. Las injustas declaraciones de Felipe González propugnando incumplir la legalidad que debe exigírsele a ETA, acusando al PP de intentar humillar a la banda y de bloquear su final demuestran la falta de escrúpulos en esta cuestión.
Esta misma instrumentalización del terrorismo se aprecia en las declaraciones de responsables políticos que alardean de un final de ETA que aún no se ha materializado. Esta actitud encubre los fracasos de los decisores políticos y el hecho de que los éxitos antiterroristas son atribuibles en su gran mayoría a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. En realidad el principal acierto del Gobierno ha sido la recuperación de la presión policial y judicial sobre ETA atenuada durante la contraproducente negociación de la primera legislatura. Dicha reactivación ha logrado debilitar operativamente a ETA mientras ésta se ha fortalecido en el ámbito político y social, dimensiones en las que las autoridades que tanto explotan los éxitos policiales han fracasado rotundamente.
Ese es el legado para el nuevo Gobierno: una ETA debilitada operativamente, pero fortalecida políticamente y que probablemente exigirá la negociación política a la que no dice haber renunciado. Es por ello incongruente atribuir a este Gobierno un final de ETA que, desgraciadamente, todavía no se ha producido. Además ha ignorado que el terrorismo utiliza un medio —la violencia— en la persecución de un fin —la obtención de poder para imponer sus objetivos nacionalistas—, y que renuncia temporalmente a ciertas manifestaciones terroristas —aunque no a su amenaza latente— si logra sus aspiraciones mediante métodos complementarios. Se ha subestimado que los terroristas persiguen el poder y que tras obtenerlo no renuncian a él, sino que lo administran como lo han logrado, o sea, coaccionando y legitimando el terrorismo, como lo están mostrando ya desde las instituciones. Las amenazas y riesgos para la política antiterrorista del nuevo gobierno no serán solo aquellos en los que las Fuerzas de Seguridad han demostrado tanta eficacia, forzando a ETA a un cese de su actividad armada, sino que vendrán definidos por las diversas expresiones del desafío planteado por un movimiento terrorista que se adapta a las circunstancias. Deberán ser los decisores políticos los que diseñen una estrategia política que no vuelva a entorpecer el trabajo que con tanta profesionalidad desempeñan las Fuerzas de Seguridad para que, por fin, se logre la completa desaparición del terrorismo en cualquiera de sus formas.
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