Proceso # 1848, 1 de abril de 2012
Lo lograron los legisladores
mexicanos, aprobar la reforma constitucional que da derecho a “la libertad
religiosa” para obsequiársela al Papa Benedicto XVI, que recién visitó nuestro
país. Una grata nueva para el pontífice que ha promovido a través de sus
obispos idéntica reforma en otras constituciones nacionales, para abrir la
posibilidad de que la Iglesia católica coloque a un sacerdote en cada aula del
sistema de educación público. En un texto previo a la aprobación de la reforma,
narraba yo en este espacio, una conversación ocurrida entre Charles Darwin y la
reina Victoria hace 130 años. En Inglaterra se debatía, precisamente, si en las
aulas los niños debían estudiar la Biblia o El origen de las especies, y la
reina quería preguntarle si acaso a él no le parecía factible que ambos libros
fueran enseñados.
Encamado, enfermo, Darwin de inmediato decepcionó a su reina. No veía
cómo la Biblia y El origen pudiesen conciliarse. El origen, le dijo, contradice
a la Biblia palabra por palabra y de principio a fin. El origen describe un
mundo en perpetuo cambio, en perpetua diversificación de sus formas, sin un
plan predeterminado, donde la perfección es una ilusión. En cambio la Biblia
describe un mundo creado por un Creador, con un plan divino de
perfeccionamiento, que el Creador vigila. Pero hay todavía algo más, dijo
Darwin. La religión es una teoría de cómo debe ser la vida: se acerca a la
realidad para ajustarla a sus ideales. La ciencia observa lo real para
aprehenderlo. La religión declara su relato de la vida completo y perfecto, y
al que lo pone en duda lo declara pecador y hereje. La ciencia en cambio es un
relato siempre en construcción: se sabe incompleto e inexacto, siempre por
corregir y alargar.
Pero mister Darwin, dijo la reina irritada, la ciencia no tiene nada que
decirnos sobre cómo debemos vivir los humanos. Su Origen muestra a la vida
animal como una lucha donde triunfa el más dotado. Aun si eso fuese cierto,
dijo la reina Victoria, y suponiendo sin conceder que no existiese un Dios que
regulara más amorosamente la vida, tendríamos que inventarlo, para proteger a
los débiles. Medio siglo más tarde Nietzsche lo habría de reiterar en Más allá
del bien y del mal: La belleza de la religión no es su verdad, sino su mentira.
“La religión es un neoplatonismo que debemos forzarnos a creer”.
No es casual que las palabras de la reina Victoria resuenen en un México
donde la moral laica, encarnada en las leyes civiles, parece haber fracasado.
Como el Estado no logra hacer cumplir las leyes –peor todavía, como el Estado
mismo viola a menudo sus propias leyes–, ha resurgido en México el lenguaje de
la buena fe religiosa. El candidato de la izquierda a la Presidencia lo emplea,
la candidata de las derechas, curioso: más discreta, lo insinúa, y la
reconquista de la Iglesia católica del sistema público educativo no encuentra
resistencia, ni siquiera en la élite intelectual. Me lo tuiteó así un atento
lector hace dos semanas: “Mejor que los niños crean en el Infierno y el Paraíso
a que sean delincuentes, ¿o no, Sabina?”
Regreso a Darwin. Es una higiene intelectual siempre regresar a Darwin,
el Moisés que separó las aguas de la religión y las de la ciencia hace ya siglo
y medio. Darwin replicó: Pero no es necesario “inventar” la moral. Existe una
moral natural, que nace de la vida misma. Someternos a una moral imaginada por
seres imaginarios es una violencia terrible. ¿A qué llama usted moral?, lo
interrumpió la reina. Darwin replicó: Moral son las conductas que protegen y
aumentan los recursos del grupo y vuelven mejor su convivencia. Y se explicó
con mayor cuidado. Explicó que desde la publicación de El origen, preocupado
por sus posibles implicaciones sociales, se había dado a la tarea de observar
qué hacen los animales además de luchar. Cayó en la cuenta que sólo luchan una pequeña
porción de sus días, cuando hay escasez de comida o territorio o parejas
sexuales. Cuando no hay escasez, se la pasan bastante bien: toman el sol, se
limpian unos a los otros, construyen moradas, juegan y tienen sexo recreativo.
Es decir, colaboran amistosamente.
Las especies gregarias, según dijo Darwin en aquella conversación y
según lo escribió en El origen del hombre, poseen una moral natural. Es decir,
conductas para evitar la escasez donde vendría a cuento la lucha. La moral, de
cierto, parece ser una ventaja evolutiva considerable. No en vano las especies
morales son las más difundidas en el planeta. Las hormigas, las ratas, los
monos, los peces que viven en comunidad, las diversas aves que viven en
parvadas. Los seres humanos, añadió Darwin, son la especie más abundante del
planeta y la más moral. Y luego formuló un deseo. Esperaba que en una nueva era
científica, la especie humana cifrara, gradualmente, una moral natural, por
tanto menos opresiva que la moral judeocristiana.
Inspirados por Darwin, eso hemos hecho los monos pensantes los últimos
130 años. De esa moral atenta a la naturaleza y no a los dioses, se desprenden
valores, algunos de los cuales coinciden con los de las viejas religiones –la
prohibición del asesinato, el robo y la mentira, notablemente–, pero otros de
sus valores se oponen flagrantemente. La ciencia defiende la diversidad sexual,
el sexo recreativo, el control de la maternidad, el aumento de los bienes
comunes y la libertad de pensamiento, porque son benéficos al grupo, mientras
niega los milagros y los seres divinos.
Es en las aulas donde se forma el pensamiento de las generaciones
venideras. Es en las aulas donde se decide el futuro de una cultura. Lo saben
el Papa Benedicto XVI y sus obispos. Lo curioso es que los legisladores de
nuestro Congreso lo ignoren y permitan que nuestra educación pública dé un
brinco atrás. Un brinco de unos 130 años.
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