6 abr 2012

Las Malvinas


Entre la tragedia y la farsa/ Miguel Bonasso
Proceso # 1848, 1 de abril de 2012
A treinta años del desembarco argentino en Malvinas la célebre frase de Carlos Marx en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte se confirma –una vez más– con rigor científico: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces. Pero olvidó agregar que una vez como tragedia y otra como farsa”.
El 2 de abril de 1982, comandos argentinos dieron inicio a la fase central de la “Operación Rosario”: la recuperación militar de las Islas Malvinas ocupadas de manera violenta e ilegal por Gran Bretaña el 2 de enero de 1833. Tras un breve combate, tomaron la capital Port Stanley (que pasó a llamarse Puerto Argentino) y detuvieron al gobernador británico. Cuatro días más tarde los 10 mil efectivos que transportaba la flota enviada por el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri completaban la Operación, desplegándose en todo el territorio insular. Hasta ese momento sólo debían lamentar una baja, el capitán de fragata Pedro Giachino.

El temulento dictador Galtieri, el mismo que cuatro años antes había enviado un comando a México para secuestrar montoneros en el exilio, era aplaudido en la Plaza de Mayo por una gigantesca multitud, que observaba de lejos la guerra como un partido del Mundial.
Las encuestas registraban un 90% de aprobación. Sólo las Madres de Plaza de Mayo y algunos corajudos defensores de los derechos humanos salieron a decir: “Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos también”.
Los militares, que estaban incubando una nueva tragedia, habían cometido un error de cálculo fenomenal al ignorar la capacidad de respuesta del gobierno que encabezaba Margaret Thatcher, aliada estrecha del dictador chileno Augusto Pinochet. Enfrentada a serios problemas políticos internos, la “Dama de Hierro” que el cine muestra en estos días en versión edulcorada encontró en Malvinas la llave maestra para  conservar el poder. De inmediato ordenó el envío de una poderosa fuerza de tareas que en seis semanas llegó a las islas y, tras 74 días de guerra, logró la rendición de otro genocida, que conservaba intacta la raya del pantalón por su lejanía de los combates, el general Mario Benjamín Menéndez.
Washington, que simuló neutralidad y envió a su secretario de Estado Alexander Haig como presunto “mediador”, había jugado debajo de la mesa en favor de su mayor aliado en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Otro error perpetrado por Galtieri al calor de una sobredosis de Johnnie Walker: pensar que el gobierno de Ronald Reagan lo favorecería por el apoyo de los represores argentinos a las actividades terroristas de los contras nicaragüenses.
Pinochet, por su parte, también ayudó a la Thatcher suministrándole apoyos logísticos y de inteligencia. Más tarde, cuando se comprobaron los nexos del hijo de Thatcher con traficantes de armas chilenos, se vería que aquellos apoyos no eran solamente políticos.
La primera ministra de Gran Bretaña, que había usado el carácter dictatorial del gobierno argentino para legitimar su pretendida gesta patriótica, comenzó la guerra con una acción francamente violatoria de los derechos humanos que fue el hundimiento del crucero General Belgrano, a cargo de un submarino inglés. Una acción brutal e innoble, perpetrada fuera de la famosa “zona de exclusión” decretada unilateralmente por los propios británicos.
En total Argentina tuvo 649 muertos (incluyendo los del Belgrano) y más de mil 100 heridos. La gran mayoría eran soldados adolescentes escasamente entrenados, mal equipados y peor conducidos por una oficialidad integrada por represores que llegaron a torturar conscriptos bajo su mando.
En los años de la posguerra ocurrió algo aún peor: abandonados por el Estado y olvidados por una sociedad voluble que unía en su memoria la derrota de Malvinas con el fracaso en el Mundial España 82, se suicidaron 450 veteranos.
Hasta aquí la tragedia. Treinta años después, la farsa.
El discreto encanto del petróleo
El primer ministro británico David Cameron se dice laborista, pero sigue a pie juntillas la política de la conservadora Thatcher. Si aquélla envió al príncipe Andrés, para que el general Menéndez naufragara en la frase “que venga el principito”, éste nos manda al príncipe Guillermo. Y la frase estúpida, esta vez, corre por su cuenta: “los argentinos son colonialistas”. Un disparate que alude a la burda excusa de la diplomacia inglesa para no soltar el enclave: la pretendida autodeterminación de los kelpers, los 2 mil 500 habitantes de las islas, cuyos antepasados fueron plantados por el Reino Unido hace 179 años.
La verdad que se esconde detrás del pretendido respeto a la voluntad de los isleños es algo más sórdida: la petrolera Rockhopper –de vínculos accionarios con la megaminera canadiense Barrick Gold– estima que en el mar, en la cuenca Sea Lion al norte de Malvinas la plataforma en disputa encierra 155 millones de barriles de petróleo. Una fortuna equivalente a 167 mil millones de dólares; casi la deuda externa argentina.
No es de extrañar, entonces, que el gobierno de Su Majestad haya enviado al destructor HMS Dauntless, para reforzar una base militar y naval que cuenta ya con fragatas misilísticas y aviones de combate Tyfon. Según una denuncia del canciller argentino Héctor Timerman, los ingleses habrían despachado además un submarino nuclear, violando el tratado internacional que firmaron por el que se declara a América Latina y el Caribe, área libre de armamento atómico.
Como bien lo señaló Mario Cámpora, sobrino del presidente Héctor Cámpora y exembajador en Londres: “si hay petróleo los ingleses no se van a ir de Malvinas”.
De nada han valido hasta ahora más de 40 resoluciones de Naciones Unidas, como la 2065, que exhortan a Londres a discutir con el gobierno argentino la soberanía de las islas.
Frente al verdadero colonialismo, que es el de Cameron, la respuesta del gobierno  democrático de la Argentina, que cuenta con la verdad histórica del reclamo y el apoyo diplomático de Unasur y la OEA, es formalmente correcta y hasta verbalmente enérgica y confrontativa, pero esconde una contradicción que le impide actuar de manera decisiva en defensa del interés nacional.
No es posible recuperar las Malvinas cuando se le entrega la cordillera de los Andes a las megamineras como Barrick Gold, el campo a Monsanto y la Patagonia a empresas petroleras que operan en Malvinas. Este último ejemplo es, tal vez, el más rotundo. Aunque el canciller Timerman denunció en Wall Street a cinco petroleras que exploran en alrededor del archipiélago –Argos Resources, Borders & Southern Petroleum, Falkland Oil and Gas Limited y Rockhopper Exploration– el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner no aplicó, ni mencionó siquiera la existencia de la ley 26659 (votada hace un año por unanimidad en ambas cámaras) que prohíbe expresamente la presencia en territorio argentino de las compañías que exploran ilegalmente en las 350 millas marítimas en torno a las Malvinas, que los isleños usurpan.
Tal vez porque esa ley es del diputado Fernando Pino Solanas, el célebre cineasta que se opone al gobierno desde la izquierda. O, más probablemente aún, por los estrechos vínculos que atan a los accionistas de esas petroleras con las megamineras que gozan de concesiones en San Juan, La Rioja, Catamarca y Santa Cruz, como la Barrick Gold (de manifiestas y espurias relaciones con la Presidenta), la Xstrata Copper, la Gold Corp y la Anglo Gold Asanthi. Accionistas como el Barclays Bank, que tienen el raro privilegio de negociar la deuda externa desde los dos lados del mostrador: el Estado argentino y los bancos acreedores.
A fines de los años cuarenta, cuando Juan Domingo Perón –el líder del movimiento que gobierna la Argentina– estaba en su apogeo, alguien le preguntó al mítico general porque no intentaba la liberación de las Malvinas. La atinada respuesta del pasado subraya la farsa del presente:
–No, mi amigo, primero tenemos que liberar a la Argentina.  l
*Periodista y escritor argentino. Su libro más reciente se titula El Mal. El modelo K y la Barrick Gold (Planeta, 2011)

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