Publicado en Reforma, 25 Jun. 12;
Marcar un símbolo con un signo. Tachar un emblema. Eso es lo único que nos pide la ley electoral para contribuir a la decisión colectiva. No nos pide un argumento, ni siquiera una palabra: nos llama simplemente a agregar una canica para el conteo. A cada ciudadano corresponde un voto y solamente un voto. El voto del acaudalado pesa lo mismo que el voto del indigente. Pero la igualdad electoral no es solamente equivalencia de individuos sino también de razones. Las motivaciones del voto no son computables. El miedo es un motor tan legítimo como la esperanza. Si la democracia es un sistema que le exige razones al poder, se activa periódicamente con el voto, un acto impermeable al argumento. El régimen democrático se pone en marcha con un cómputo ciego. El voto meditado durante meses cuenta igual que el voto del capricho.
La elección instaura la momentánea soberanía del número. En ese instante, la política queda condensada en un elemental dispositivo sumatorio. La máquina de sumar no evalúa fundamentos ni intenciones: cuenta. La mano que tachó el símbolo desaparece y queda solamente la cruz sobre el símbolo en el papel. La democracia exige que esa ceguera sea defendida: importa el voto porque el votante es invisible, porque su emisor es anónimo, porque sus razones no pueden ser conocidas, porque sus argumentos resultan irrelevantes en el conteo. Pero en la supremacía de la aritmética hay un símbolo y una moral que no deberíamos olvidar.
El número tritura la unidad. El domingo por la noche empezaremos a conocer el resultado de la
elección. No podrá decirse que entonces se conoce la voluntad de la nación
porque los votos constatarán la diversidad de decisiones individuales y
ocultarán al mismo tiempo la multiplicidad de motivos. Ni siquiera quienes
votan por el mismo candidato lo hacen por los mismos motivos, con las mismas
intenciones, con el mismo proyecto en mente. Unos respaldarán su plan de
gobierno, otros sentirán confianza en su liderazgo, otros simplemente
rechazarán las alternativas. No puede imaginarse, pues, coherencia en el
mensaje de los votantes. Cualquier intento por imponerle consistencia a ese
número es demagogia. Cuidado con quien nos diga: el pueblo mexicano ha enviado
un mensaje claro... La única voluntad de los votantes es su voto. Se
constituirán gobierno y oposiciones; aparecerán mayorías y minorías. La
filosofía de la aritmética nos recuerda que el país está en uno tanto como en
el otro.
El
episodio aritmético nos recuerda que la sociedad pluralista no es más que una
suma circunstancial de parcialidades. La elección es una
operación fechada. Con la decisión del domingo habremos de vivir los próximos
seis años pero esa expresión electoral es, sin duda, capricho del calendario:
la decisión habría sido distinta de haberse tomado un año antes o un año
después. Es absurdo pensar que el acto electoral, vacilante como es, arraigue
en una identidad histórica o en el carácter de la nación.
Pero en la suma hay también una moral: el sistema
electoral no pondera los argumentos que hay detrás del voto pero asume que hay
razones para votar por unos o por otros; para votar contra unos y contra otros.
Durante la campaña electoral se nos conmina a respaldar a un partido como si
ésa fuera la única forma de ser leales al país. Se nos presiona para rechazar a
otros como si no hubiera argumento razonable para apoyarlos. Las campañas no
dejan de ser chantajes morales: si no votas por mí eres un miedoso, un
misógino, un amigo de los mafiosos; si votas por ellos serás su cómplice. Pero
hay que escapar de ese callejón tramposo. Cada quien tomará su decisión. Unos
con entusiasmo y otros resignados a abrazar al mal menor; algunos con ilusión,
otros con cierta repugnancia. Lo que valdría la pena admitir es que hay
argumentos razonables, hay motivos legítimos, hay emociones dignas para
respaldar a cualquiera de las opciones disponibles en la elección del domingo.
Debemos asumir que nosotros también somos un número al votar y que hay muchos
otros números haciendo lo mismo, aunque seguramente con decisiones distintas.
El cuento autoritario nos hablaba de la voluntad auténtica
de México, esa que arraigaba en nuestra historia irrepetible, en nuestro
régimen idiosincrático. La derecha era el juguete de la Iglesia; la izquierda
era el caos. Los votantes de la derecha y de la izquierda no eran votantes
confiables: se dejaban manipular por los curas y los revoltosos. En esa
negación de las alternativas se legitimó la trampa "patriótica". Los
votantes se equivocaban, no sabían lo que hacían, por ello era necesario
"intervenir" el proceso y corregir la voluntad electoral para que
correspondiera con la voluntad nacional. No podemos regresar a esa lógica que
separa votos legítimos de votos ilegítimos; votos ilustrados y votos
manipulados; votos mexicanos y votos del Antiméxico. La soberanía del número
nos invita a salir de ese cuento para respetar la cuenta.
http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/
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