Contra
el narco, la improvisación desastrosa/
Jorge Carrasco Araizaga, reporteroRevista Proceso # 1882, 25 de noviembre de 2012
De manera atropellada, cuestionada la legitimidad de su elección, Felipe Calderón asumió la Presidencia el 1 de diciembre de 2006. Él mismo definió las circunstancias en las cuales alcanzó el poder federal: “Haiga sido como haiga sido”, dijo con soberbia pueril. Parodiando la parodia, “haiga sido como haiga sido” termina su mandato, para el bien momentáneo de la República. Ordenó en soledad, por sí y ante sí, emprender la guerra contra los cárteles del narcotráfico que, a la hora del balance, sólo sus beneficiarios podrían considerar que ha tenido resultados positivos. La guerra, su guerra, la guerra de Calderón, dejó el territorio irrigado de sangre. Hizo perder la Presidencia a su partido, en medio de torpezas y traiciones. Y dejó correr la corrupción impune. En el anochecer de su paso por Los Pinos, el presidente que se va tendrá que enfrentar a su conciencia. Para muchos millones de mexicanos, incontables, una pesadilla angustiante está terminando. Para decenas de miles, igualmente fuera de cálculo, no hubo despertar.
Las Fuerzas Armadas de México terminaron por asumir el costo del sexenio “valiente” de Felipe Calderón. Su exposición en el combate al narcotráfico, marcada por una violación sistemática de los derechos humanos y sin ninguna regulación de su actuar, dejó al Ejército y a la Marina divididos en la “guerra al narcotráfico” a la que los condujo en pos de su legitimidad presidencial.
Mientras la Marina formó parte de la espectacularidad con la ejecución y
detención de jefes del narcotráfico, el Ejército vio desfilar hacia la prisión
a algunos de sus generales en activo y en retiro por su presunta colaboración
con la delincuencia organizada, acusados por testigos protegidos de la
Procuraduría General de la República (PGR).
Pero la Marina Armada de México tampoco quedó incólume: Acabó con un
historial de graves violaciones a los derechos humanos, incluidos crímenes de
lesa humanidad, como tortura y desaparición forzada. De acuerdo con la Comisión
Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), la Marina superó incluso al Ejército
en el número de recomendaciones en relación con las quejas presentadas en su
contra.
Aunque el Ejército concentró casi 90% de las quejas abiertas este
sexenio en contra de las Fuerzas Armadas, los infantes de Marina, al
convertirse en los arietes de Calderón contra cabecillas del narcotráfico,
acabaron también entre los principales violadores a la dignidad humana en
México.
Desde que Calderón asumió la Presidencia el 1 de diciembre de 2006 y
hasta el 31 de octubre pasado, la CNDH registró 8 mil 929 quejas. De ellas, 7
mil 800, fueron contra el Ejército; es decir, 87.35%. El 12.65% restante, mil
129, fueron contra la Marina. Pero en proporción, la Armada tuvo más
recomendaciones que el Ejército cuando el organismo comprobó la existencia de
violaciones.
De las quejas contra el Ejército, 108 acabaron en recomendaciones de la
CNDH, mientras que las de la Marina devinieron en 19. En proporción, el
Ejército tuvo 1.38, contra 1.68 de la Armada. La cifra es todavía más negativa
para la Marina al considerase que el Ejército desplegó a 90 mil hombres contra
el narcotráfico, mientras que la Marina envió una tercera parte de esta cifra.
La propia Secretaría de Marina Armada de México (Semar) da cuenta del
nivel que alcanzaron las violaciones a los derechos humanos desde que Calderón
decidió aumentar el número de infantes de Marina para desplegarlos en contra de
los grupos del narcotráfico.
Espectacularidad
En el sexto informe de gobierno de Calderón, la Semar plantea que tan
sólo entre 2011 y 2012 “desahogó 360 quejas ante la CNDH por presuntas
violaciones cometidas por personal naval en esta materia. La Comisión concluyó
que en 132 de ellas no tenía responsabilidad”. Aunque no lo dice, en el resto,
228 casos, hubo responsabilidad, sin que necesariamente hayan derivado en
recomendaciones.
Los infantes de Marina funcionaron para las acciones espectaculares de
Calderón: en diciembre de 2009 ejecutaron a Arturo Beltrán Leyva, en Morelos;
en noviembre de 2010, a Ezequiel Cárdenas Guillén, en Matamoros, y en octubre
de 2012, a Heriberto Lazcano Lazcano, en Progreso, Coahuila. Las muertes de los
jefes de los cárteles de los hermanos Beltrán Leyva, del Golfo y de Los Zetas
ocurrieron en tierra continental, fuera del ámbito natural de la Armada.
Además, los infantes de Marina detuvieron, entre otros, a Sergio
Villarreal Barragán, El Grande, de los Beltrán Leyva, en 2010; a Raúl Lucio
Hernández Lechuga, jefe zeta en Veracruz, en diciembre de 2011, y a Jorge
Eduardo Costilla Sánchez, El Coss, del Cártel del Golfo, en septiembre pasado.
La actuación del Ejército fue menos espectacular. Sólo se acreditó en
julio de 2010, en un enfrentamiento en Jalisco, la muerte de Ignacio Nacho
Coronel Villarreal, jefe regional del Cártel de Sinaloa, y la detención, en
marzo de 2009, entre otras, de Vicente Zambada Niebla, hijo de Ismael El Mayo
Zambada, quien junto con Joaquín El Chapo Guzmán encabeza dicha organización.
Con más despliegue en el país, el Ejército se hizo cargo de casi todo el
aseguramiento de droga y detención de personas. De los 50 mil individuos
detenidos por las Fuerzas Armadas en la campaña de Calderón contra los grupos
de narcotraficantes, 46 mil 942 fueron capturados por el Ejército, 92.67%, de
acuerdo con el sexto informe de gobierno. La misma fuente indica que de los mil
500 millones de pesos en que se valuó el decomiso de mariguana y cocaína en el
sexenio, mil 494 millones, 99.49% lo hizo el Ejército.
Afectado durante años por la deserción, entre la que destaca la de los
fundadores de Los Zetas, que han seguido reclutando a hombres en las zonas
militares, el Ejército detuvo en parte la sangría. De los 107 mil 158 elementos
que desertaron en el sexenio de Fox, en el de Calderón la cifra llegó a 43 mil
827 hasta agosto pasado.
La Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) atribuye esa tendencia al
incremento de ingresos del personal castrense. Sin embargo, los aumentos
anuales de 500 o mil pesos que anunciaba Calderón no se integraron al sueldo
base de los militares, lo que ha provocado inconformidad entre el personal que
se jubila.
El mayor desprestigio en la “guerra” de Calderón lo pagó el Ejército con
la detención de varios generales. El caso más significativo fue el del general
en retiro y exsubsecretario de la Sedena Tomás Ángeles Dauahare, a quien El
Grande acusó de haber trabajado para el Cártel de los Beltrán Leyva, aunque
Édgar Valdés Villarreal, La Barbie, otro integrante de esa organización, no lo
ha reconocido como tal ante la PGR (Proceso 1881).
Las detenciones de los generales, que después de medio año no se han
traducido en sentencia de primera instancia sirvieron para que Calderón echara
más leña al fuego a su “guerra contra el narcotráfico” y condenara públicamente
a los detenidos: “Lo único que queda claro aquí es que mi gobierno no tolerará
actos contrarios a la ley, vengan de donde vengan”, declaró el 21 de mayo de
2012 en Barbados, al final de la II Cumbre México-Comunidad del Caribe.
Entreguismo
A diferencia del Ejército, en sus operaciones de alto impacto la Marina
actuó junto con agentes de Estados Unidos, sobre todo de la agencia
estadunidense antidrogas (DEA). La más reciente se frustró en agosto pasado,
cuando elementos de la Policía Federal atacaron cerca de Tres Marías, en la
carretera México-Cuernavaca, la camioneta que conducía un capitán de la Marina
con dos agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en
inglés), en una supuesta búsqueda de las casas de seguridad donde se refugia
Héctor Beltrán Leyva, El H (Proceso 1869).
Con Calderón, la Armada terminó perfilada, por vía de los hechos y sin
ningún respaldo legal, hacia la concepción estadunidense de marines para
realizar operaciones en tierra continental con el apoyo de agencias
estadunidenses, como la DEA y la CIA.
Ajustadas a la Iniciativa Mérida negociada por Calderón con Estados
Unidos, durante este sexenio las Fuerzas Armadas mexicanas debieron rendir
cuentas a ese país acerca de la manera en que han usado la ayuda recibida.
También tienen que intercambiar información con la Agencia de Inteligencia
Militar (DIA, por sus siglas en inglés), la Oficina Nacional de Reconocimiento
(NRO) y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), instancias de inteligencia del
Pentágono a las que Calderón les abrió las puertas para operar en México.
El desgaste mayor ha sido para el Ejército. Aunque son las instituciones
de gobierno con el aprecio más alto entre la población, el Ejército y la
Marina, con una calificación promedio de ocho, durante el sexenio calderonista
sólo retrocedieron en el aprecio social a raíz de las denuncias en su contra
por sus violaciones a los derechos humanos.
La encuestadora Mitofsky midió durante cuatro años del sexenio de
Calderón la percepción social en torno al Ejército. Si en 2008 el 39.7% de los
encuestados a nivel nacional expresaron mucha confianza en la institución, en
2012 esa cifra bajó a 33.7%, mientras que los números del rubro “nada” de
confianza pasaron de 11.2% a 13.3%.
El Ejército fue también el más castigado en los presupuestos, sobre todo
en comparación con los recursos que Calderón le dio a su secretario consentido.
De acuerdo con los recursos aprobados en el sexenio, Genaro García Luna pasó de
recibir 13 mil 664 millones de pesos en 2007 a 40 mil millones para la
Secretaría de Seguridad Pública, cuya desaparición fue acordada el jueves 22 por
el Congreso, a propuesta del presidente electo, Enrique Peña Nieto.
Poco más de la mitad del dinero para este año, 22 mil millones de pesos,
se destinó a la Policía Federal. La Marina casi duplicó su presupuesto. Pasó de
10 mil 951 millones de pesos a 19 mil 679, mientras que el Ejército pasó de 34
mil 866 a 55 mil 610.
Pusilanimidad presidencial
Cuando en diciembre de 2006 Calderón aplazó la jubilación del general de
división Guillermo Galván Galván y del almirante Francisco Saynez Mendoza al
nombrarlos al frente de la Sedena y la Semar, respectivamente, como comandante
en jefe de las Fuerzas Armadas, no tenía claro qué hacer con ellas, más allá de
buscar su respaldo para declararle la “guerra al narcotráfico”.
En el camino fue improvisando. El 11 de diciembre de 2006, a sólo unos
días de asumir el poder, anunció el Operativo Conjunto Michoacán, en el inicio
de su principal política de gobierno, encabezada entonces por el Ejército. El 3
de enero siguiente se presentó en la 43 Zona Militar del Ejército en
Apatzingán, Michoacán.
El inicio de su campaña contra del narcotráfico quedó marcado por la
anécdota. Sin ninguna experiencia castrense, se vistió de jefe militar. Tenía
dos opciones: salir con indumentaria del Ejército o de la Marina. Escogió la
vestimenta verde. Se puso el quepí de cinco estrellas de comandante en jefe y
una camisola que le quedó grande.
En su primer año de gobierno, en mayo de 2007, intentó estar él mismo al
frente de las operaciones y emitió un decreto para crear dentro del Ejército un
cuerpo especial denominado Cuerpo de Fuerzas de Apoyo Federal. Ello sin
reformar la Ley Orgánica del Ejército, en la que se especifican cuáles son los
cuerpos especiales de esa Fuerza Armada.
Llevó a los militares a las calles, pero no recurrió al artículo 29 de
la Constitución para suspender las garantías en todas aquellas zonas del país
tomadas por el narcotráfico. Sin ninguna regulación ni un marco legal adecuado,
sacó al Ejército y a la Marina de sus cuarteles para enfrentarlos con los
narcotraficantes, afectando a civiles ajenos a los grupos de la delincuencia
organizada.
“No se trataba de suspender las libertades, sino de garantizar la vida
de los ciudadanos. Pero Calderón no se atrevió a pagar el costo político que
representaba la suspensión de garantías a pesar de estar prevista en la
Constitución”, asegura Victoria Unzueta, asesora en temas de seguridad de la
Cámara de Diputados.
Calderón prefirió actuar por vía de los hechos y sólo en la segunda
mitad de su sexenio intentó darle el respaldo legal a las acciones de las
Fuerzas Armadas a través de una reforma a la Ley de Seguridad Nacional.
“Pero cuando estaba la negociación del Ejército con el Congreso,
Calderón se adelantó a presentar una propuesta de reforma que no sólo terminó
por ser rechazada por falta de operación política, sino que fue considerada
como una desconsideración” a esa Fuerza Armada, confiaron a Proceso
involucrados en las negociaciones.
Con esa reforma, que proponía establecer la figura de “afectación a la
seguridad interior”, decretada por el Ejecutivo y sin controles del Congreso,
Calderón pretendió darle una justificación legal a las actuaciones militares
contra la delincuencia organizada. Fracasó también en su intento de proteger a
los militares de demandas futuras por violaciones a los derechos humanos
El
daño colateral
Erubiel tirado* erubiel tirado*
Revista Proceso # 1882, 25 de noviembre de 2012
Revista Proceso # 1882, 25 de noviembre de 2012
La justificación principal del presidente Calderón y sus defensores,
dentro y fuera del gobierno, por el hecho de acudir a las Fuerzas Armadas ante
la pérdida del control territorial a manos de las organizaciones criminales, es
que dicha medida era supuestamente inevitable. Sin embargo, el componente
militar en el contexto histórico y político se ha revelado como parte del
problema antes que como la solución, tanto en su uso policiaco como en la lucha
contra el narcotráfico y el crimen organizado. Al final, el resultado es una
distorsión, si no es que una pérdida, de la esencia de defensa nacional que
define a las Fuerzas Armadas.
La participación directa de los militares en la lucha contra el
narcotráfico durante los gobiernos de la alternancia panista 2000-2012, y en
particular la guerra que declaró Felipe Calderón a esa actividad al inicio de
su régimen, trajeron consecuencias negativas para las instituciones armadas y
para la relación civil-militar en México.
El fracaso de la guerra calderonista no se limita al alarmante número de
muertes, desapariciones forzadas y violaciones graves a los derechos humanos
relacionadas con la actividad de las fuerzas militares y policiacas en los
últimos seis años. El daño se extiende de modo orgánico y operativo a las
Fuerzas Armadas en términos tales que nuestra incipiente institucionalidad
democrática en materia de relaciones civiles-militares se muestra débil o
incapaz de reaccionar y se encuentra amenazada ante la prolongada permanencia e
influencia castrense.
Hay factores estructurales del diseño legal e institucional que dieron
lugar a la organización de unas Fuerzas Armadas que responden –porque así se
concibieron, histórica y políticamente (de acuerdo también con una realidad
geoestratégica)– más a tareas de dominio y control (político) en lo interno que
al desempeño real de funciones de defensa. De hecho, si acaso han sido dos las
ocasiones en que las Fuerzas Armadas se han organizado en este ámbito
connatural: durante la Segunda Guerra Mundial y en medio de las guerras
centroamericanas en los años 80.
En el escenario de fracaso de las estructuras policiacas en los tres
órdenes de gobierno, los orígenes de utilización política represiva de las
Fuerzas Armadas explican el papel negativo que ha tenido y tiene su desempeño
en las tareas de seguridad pública y de combate al narcotráfico. En el sexenio
de Calderón se llega al clímax de la irresponsabilidad de los gobernantes
civiles al comprometer y utilizar a la fuerza castrense en misiones de
seguridad interior, seguridad pública y contraamenazas no tradicionales, sin el
cuidado de un marco legal e institucional de un régimen democrático de derecho.
La marca de la ilegalidad
Aunque relativamente reciente, no es menos significativa la deformación
de las Fuerzas Armadas en su aspecto funcional. El uso de recursos castrenses
fuera de su ámbito connatural ya se observaba en el pasado de dominio priista
antes de la alternancia política. Gracias a la jurisprudencia de la Suprema
Corte que validó su salida a las calles en tiempos de paz para garantizar la
“seguridad interior”, el ánimo militarista se catapulta durante la
administración de Vicente Fox (2000-2006) a la seguridad pública y se extiende
hacia la procuración de justicia.
De acuerdo con el propio plan gubernamental, los ejes de la
militarización abarcaron la prevención delincuencial (teniendo como puntal a la
Policía Federal Preventiva, la PFP, creada desde el fin del gobierno
zedillista), cambios en los sistemas de seguridad pública y penitenciario (todo
direccionado desde una nueva secretaría de Estado) y el combate a la
corrupción.
Además de refrendar y ampliar el núcleo militar de la PFP (creada a
partir de la transferencia de la 3ª Brigada de la Policía Militar), según los
propios informes de la Sedena, el Ejército se encargó, en forma directa, de la
formación y entrenamiento de toda la fuerza policiaca del país, especialmente
la municipal, y estableció directrices de modernización logística, como la
adquisición de armamento para las policías.
También, el gobierno federal dispuso que los militares ocuparan los
cargos más relevantes en la procuración de justicia, desde la Procuraduría
General de la República hasta los aparatos de seguridad pública estatales. En
la PGR el fenómeno se manifiesta tanto en el Centro de Planeación para el
Control de Drogas como en el reclutamiento y formación de elementos castrenses
que se incorporaron directamente a la naciente Agencia Federal de
Investigación, la AFI, que sustituyó en 2002 a la Policía Judicial Federal.
En el foxismo los militares prácticamente asaltaron la burocracia de
mandos policiales en niveles federales y estatales, al punto que hubo entre mil
585 y 2 mil 130 oficiales militares de diverso rango dirigiendo la seguridad
pública del país.
Como legislador y líder del PAN, Felipe Calderón criticó fuertemente el
uso del Ejército en tareas policiacas y no dudó en calificar como política la
utilización de elementos castrenses en los años de dominio hegemónico priista.
Como presidente, sin embargo, usó y abusó de las Fuerzas Armadas como parte de
su estrategia de legitimación política y para hacer frente a una crisis de
seguridad que él mismo se encargó de agudizar con su peculiar guerra contra el
narcotráfico.
Prevalecieron y se consolidaron los patrones establecidos en el pasado
foxista. Se amplió la presencia institucional y estructural de las Fuerzas
Armadas influyendo en ámbitos más allá de la defensa y militarizando la
concepción mexicana de la seguridad nacional. La procuración de justicia y la
seguridad pública no se apartan de este patrón que comenzó como tendencia en
los años de dominio priista. Los militares participan desde el Consejo de
Seguridad Nacional, pasando por el Sistema Nacional de Seguridad Pública, sus
órganos federales y estatales, las instancias de gabinetes intersecretariales y
hasta Províctima.
Otro patrón consolidado es la injerencia o influencia militar en la
definición y palomeo de secretarios de seguridad pública en los estados. En el
primer trimestre de este año, 13 de 32 secretarios de seguridad pública eran de
origen militar. La cifra se multiplica si extendemos y afinamos el criterio
hacia los niveles municipales y ciertos ámbitos de la procuración de justicia.
El calderonismo solicitó y exacerbó la injerencia estadunidense en las
definiciones estratégicas de la agenda de seguridad y defensa mexicana a través
de la Iniciativa Mérida (2007-2012). La ambición de un financiamiento externo
en el aparato de la seguridad mexicana (que no se refleja en los reportes
oficiales) trajo consigo no sólo la dependencia en términos de infraestructura
militar-policial, sino también la claudicación en las capacidades del Estado de
definir y orientar sus prioridades en la materia. No es casual que la captura o
asesinato de líderes de cárteles (25 de 32 hasta el momento) se reporten como
parte de los logros de la Iniciativa (la lista es un símil de lo hecho por el
ejército de EU en su guerra contra Al Qaeda).
El resultado final de esta orientación ha sido la deformación grave y
estructural de las Fuerzas Armadas: un Ejército reducido a una fuerza antinarco
y antiterrorista de intervención (interna) y una Marina volcada a labores de
tierra que ni siquiera cubren el perfil de una guardia costera.
En los hechos se desplaza la autoridad presidencial, incluso en la
operación militar de la estrategia de seguridad. El ejemplo claro fue la
ejecución de Arturo Beltrán Leyva por parte de la Marina a partir de las
indicaciones de las agencias de seguridad estadunidenses, luego de la negativa
de la Sedena, la cual esperaba las órdenes de la superioridad civil.
Los números oficiales sobre las deformaciones estructurales son claros:
De acuerdo con sus propias cifras, la Sedena destina más de 95% de su
presupuesto a gasto corriente (el parámetro de los ejércitos profesionales es
de 60%); contamos con un Ejército con más generales en el mundo luego de Rusia,
China y EU, muchos de ellos sin tropa.
La presencia militar en el territorio del país es abrumadora desde hace
12 años, sin que se haya controlado la crisis de violencia e inseguridad.
También en ese parámetro se observan contradicciones perjudiciales para la
función de defensa: La Marina, con sus 22 batallones de Infantería (figura
militar casi extinta al fin del mandato foxista), tiene más presencia en tierra
firme que en el mar territorial: mil 603 millas navegadas, contra 7 mil 147
kilómetros recorridos en 2011, cuando hasta 2006 la proporción era inversa (el patrón
cambia en 2007 y se incrementa sustancialmente con la Iniciativa Mérida).
Futuro inmediato: ceguera o
complicidad
complicidad
Al despliegue operativo y la injerencia castrense en las agendas
federales y estatales de seguridad pública y procuración de justicia se debe
agregar un comportamiento institucional que no se observaba en el sistema
político: la deliberación política y la abierta intervención de los militares
para defender sus posturas e intereses.
Así lo hacen ante el Congreso (como ocurrió en el proceso de reforma a
la Ley de Seguridad Nacional), lo mismo que al participar en la compra de
víctimas o de familiares de víctimas de sus abusos con una oficina o Unidad de
Vinculación Ciudadana (Univic), la cual presiona para “reparar” sus daños
colaterales y procurar que no lleguen a instancias jurisdiccionales (esquema
que por cierto quedó fuera de Províctima).
El dinero alcanza también para la cooptación de académicos y
comentaristas que ayuden a salvaguardar la imagen institucional, e incluso para
la propaganda mediática (como la serie televisiva La teniente). Esto evidencia
la falta de definiciones y liderazgo civil, lo mismo en el gobierno que en el
Congreso, y un tímido Poder Judicial que a fuerza de condenas y compromisos
internacionales se ocupa, ahora sí, del fuero militar.
El gobierno entrante parece ignorar el escenario que hereda, y las
propuestas visibles apuntan hacia más de lo mismo, antes que a revisar el daño
provocado por los gobiernos panistas. El riesgo es fortalecer la incapacidad
gubernamental de garantizar la autonomía castrense, en un creciente entorno
crítico dentro y fuera del país. Se debe procurar, desde el liderazgo civil,
una verdadera modernización de las instituciones, en democracia y sin
simulaciones.
* Coordinador del Programa de Seguridad Nacional, Universidad
Iberoamericana
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