Marcela Turati, reportera.
Revista Proceso # 1882, 25 de noviembre de 2012
Revista Proceso # 1882, 25 de noviembre de 2012
Desde principios de 2007 se publicaron las primeras denuncias sobre
personas desaparecidas, que al año siguiente ya sumaban 600. El fenómeno no se
detendría.
Comenzó de a poco –dos eperristas en Oaxaca; un par de veterinarios en
Torreón; un niño de nueve años, su padre y sus tíos; varios jóvenes que
viajaban rumbo a la frontera– y pronto se habló de colectivos: 20 vacacionistas
en Acapulco, dos camionetas con ingenieros en Piedras Negras, 38 petroleros en
Cadereyta, 12 vendedores de pintura, 10 policías federales en Michoacán, ocho
cazadores de Guanajuato, tres camiones llenos de migrantes, una veintena de
jornaleros guanajuatenses, 50 personas capturadas por marinos y cientos de
jovencitas de Coahuila, Chihuahua, Veracruz o Querétaro.
La única cifra oficial que existe hasta el momento es de la Comisión
Nacional de los Derechos Humanos: 24 mil 91 personas desaparecidas estos seis
años. En 2 mil 126 casos los denunciantes (familiares de los desaparecidos)
responsabilizan del crimen a funcionarios de gobierno.
También registró que 15 mil 921 cadáveres no identificados fueron
llevados a la fosa común; de éstos, mil 421 fueron hallados en fosas
clandestinas.
Las estimaciones extraoficiales superan esas cifras. El gobierno federal
nunca dio a conocer sus números.
El miércoles 21, en su última reunión con familiares de los
desaparecidos de Coahuila –258 casos–, el secretario de Gobernación, Alejandro
Poiré, aceptó que desde el primer encuentro de las víctimas con Felipe Calderón
y su gabinete, en mayo de 2011, ninguna de las personas fue encontrada. Admitió
que tampoco formó el grupo especializado de búsqueda que prometió seis meses
antes. Justificó la falta de resultados con un lacónico: “No nos dio tiempo”.
“Fue evidente que no cumplió los compromisos que había firmado, pidió
disculpas, puso como pretexto que no les dio tiempo. Se comprometió a
conseguirnos una entrevista con el equipo de transición del nuevo gobierno”,
relata Diana Iris, madre de Daniel Cantú, joven desaparecido en febrero de
2007, uno de los primeros del sexenio.
Según los asistentes a la cita, la procuradora general de la República,
Marisela Morales, dijo que la solución sería que todos los estados tuvieran
servicios médicos forenses con laboratorios.
“Su discurso fue horroroso, nos dijo que nuestros familiares están
muertos. Le pedimos que cuidara su forma de hablar porque no se puede hablar de
muertos y le dijimos que el delito de desaparición forzada no prescribe, sino
hasta que se haga justicia y se sepa la verdad. Le preguntamos que para qué
quería laboratorios de genética forense en cada estado si no protegen a la
gente para que no la maten ni la desaparezcan, si cuando rescatan los cuerpos
lo hacen de la peor manera, los destrozan, hacen tropelías, los dejan
irreconocibles”, narra Iris, una de las fundadoras del grupo de familias
Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila (Fundec).
En 2008 comenzaron las primeras denuncias públicas de las familias en
diversos estados del país. En mayo de 2010 se hizo la primera manifestación en
el DF, afuera de Palacio Nacional.
Luego surgieron grupos en distintos estados. Unidos por Nuestros
Desaparecidos, en Baja California; Comité de Madres y Familias con Hijas
Desaparecidas, en Chihuahua; Fundec, en Coahuila; Lucha por Amor, Verdad y
Justicia (Lupa), en Nuevo León; Comité de Familiares y Amigos de Secuestrados,
Desaparecidos y Asesinados, en Guerrero; Comité de Familiares de Detenidos
Desaparecidos ¡Hasta Encontrarlos!, en Guerrero y Michoacán; Voces Unidas por
la Paz, en Sinaloa; Buscamos a Nuestras Hijas, en Veracruz; Fundación
Tanatológica Manavi, en Durango; Grupo San Luis de la Paz Justicia y Esperanza,
en Guanajuato, y los círculos de Bordadoras por la Paz, además de otras
agrupaciones aún sin nombre.
Organizaciones de derechos humanos ya existentes en Chihuahua, Coahuila,
Tamaulipas, Sinaloa, Guanajuato, Nuevo León y el Distrito Federal tuvieron que
volcarse a atender los casos.
En abril de 2011 surgió el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad
que sumó a víctimas que permanecían aisladas y las ya articuladas, las que
consiguieron que el presidente y su gabinete escucharan sus reclamos en el
Castillo de Chapultepec. El problema llegó también a la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos de la OEA y al Grupo de Trabajo de la ONU para las
Desapariciones Forzadas.
A un sexenio de distancia, en la evaluación de todos los colectivos, los
planteamientos con los que las familias salieron a las calles siguen sin
cumplirse: Ninguno rescató a un familiar con vida.
No existe el registro nacional de personas desaparecidas. Sobre este
tema Poiré dijo a La Jornada que esa tarea correspondía a cada estado.
Tampoco se creó el equipo interinstitucional de búsqueda y rescate. A lo
más que se llegó fue a un protocolo de búsqueda para las primeras 72 horas del
reporte de no localización, cuya implementación es opcional para cada
procuraduría estatal.
Como este semanario dio cuenta, la Procuraduría General de la República
(PGR) y la Secretaría de Gobernación tampoco aceptaron la propuesta (presentada
por organizaciones nacionales y centroamericanas) de crear un equipo
interdisciplinario forense apoyado por expertos internacionales para unificar
procedimientos en la exhumaciones de cadáveres.
Aunque el Equipo Argentino de Antropología Forense había recabado 411
muestras genéticas de centroamericanos que tienen familiares desaparecidos en
México, la PGR no permitió que se compararan con los cadáveres encontrados en
las fosas de San Fernando, Tamaulipas. Las familias de los migrantes siguen
penando. Las que recibieron ataúdes de cuerpos hallados en esas fosas no saben
si enterraron a su familiar.
No se crearon ordenamientos para regular los entierros en fosas comunes
en los cementerios municipales. Tampoco se homologaron los sistemas de
exhumaciones de cadáveres, disposición de cuerpos y evidencias, y los cotejos
genéticos.
Un forense de Tijuana, que pidió el anonimato, dice a Proceso: “No había
sistema de identificación ni voluntad para encontrar a las familias. Cuando
llegaban las mamás a preguntar si ahí había pasado un hijo, no recordábamos
porque nadie se hacía cargo del registro, sólo a veces recordábamos algún
tatuaje”.
Según datos del reportero Víctor Hugo Michel, publicados en Milenio, en
este sexenio 24 mil 102 cuerpos de personas no identificadas fueron sepultados
en fosas comunes. El número es conservador si se toma en cuenta que Guerrero,
Michoacán, Sinaloa y Tamaulipas se negaron a dar datos.
Michel informó que un número indefinido de personas fueron “disueltas”
en al menos 15 “centros de procesamiento” construidos para la destrucción de
cuerpos en Chihuahua, Hidalgo, Morelos, Distrito Federal, Durango, Guerrero, Coahuila,
Guanajuato y Michoacán.
Amenazas
“Mi hijo desapareció desde hace cinco años y hasta ahora que tuvimos
acceso al expediente vimos que no hicieron nada, ni siquiera está la primera
denuncia que puse”, señala Julia Alonso, madre de Julio López, joven
desaparecido con tres amigos en Nuevo León.
Ella hizo el peregrinaje del que se quejan las familias. Cuando acuden
al Ministerio Público a denunciar una desaparición, los funcionarios no aceptan
la denuncia o no abren la averiguación correspondiente. Tampoco salen a
investigar.
Existen casos en los que las familias indagan por su cuenta sobre el
paradero de sus familiares hasta que son amenazadas por funcionarios públicos.
Margarita López, quien con Julia Alonso realizó una huelga de hambre de
siete días afuera de Gobernación, fue amenazada por Rodrigo Archundia, entonces
titular de la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de
Secuestro y actual cabeza de la SEIDO, por haber sacado pruebas de ADN al
cadáver que le entregaron y que querían que sepultara a ciegas como si fuera su
hija Yahaira Guadalupe Bahena, desaparecida en Oaxaca.
“Llegué con peritos independientes al Semefo a que le tomaran pruebas de
ADN al cadáver que querían entregarme y salió negativo; pero el licenciado
Archundia me dijo que si presentaba esas pruebas cometía un delito. Se enojaron
y me dijeron que hasta que no confíe ciegamente en que es mi hija no me iban a
entregar el cuerpo”, relata.
Su súplica es que le entreguen los resultados de las pruebas que el FBI
le hizo al cuerpo y que inviten al equipo forense argentino para que coteje los
resultados.
Caso similar es el de Bárbara Ybarra, madre de la adolescente Gabriela
Benítez, a quien le entregaron un cuerpo que le prohibieron ver y que fue
incinerado. “El proceso de shock es terrible, no hay autoridad que te oriente,
te manipulan. No sé si el cuerpo que enterré es el de mi hija”, lamentó al
salir de Gobernación.
Estas familias que ya pasaron por plantones, manifestaciones, caravanas,
huelgas de hambre y que han sobrevivido a amenazas, harán varias protestas para
despedir el sexenio.
El domingo 25, en la explanada de Bellas Artes, las organizaciones
Fundem, Cedhem y Hasta Encontrarlos dejarán “regalos” de despedida al
presidente para que no olvide lo ocurrido durante su gobierno. El miércoles 28,
el Movimiento por la Paz realizará una protesta con veladoras en la Estela de
Luz para que Calderón no olvide lo ocurrido durante el “sexenio de la muerte”.
El 1 de diciembre los círculos de Bordadoras por la Paz extenderán los pañuelos
que han bordado con los nombres de las personas muertas y desaparecidas.
Esa será la despedida para Calderón y la respuesta al “no nos dio
tiempo”.
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