La duda ante el
balcón de San Pedro/ Jordi Balló, escritor, profesor y gestor
cinematográfico
La
Vanguardia | 12 de febrero de 2013-
Nanni Moretti
lo predijo. Fue
en el Festival de Cannes del 2011 cuando el director italiano presentó Habemus
Papam, un filme que parte de una situación que era imaginaria y que tenía mucho
de descabellada: ¿qué sucede cuando el Papa elegido por el cónclave no acepta
la misión para la que ha sido designado? El filme de Moretti recorre esa
historia vaticana a partir de dos secuencias claves e inolvidables.
La
primera de las escenas se produce cuando el cardenal Melville, que encarna
Michel Piccoli, recién elegido Papa para suceder a Juan Pablo II, se dirige al
balcón de la plaza de San Pedro para darse a conocer a los fieles allí
congregados. Esta escena ritual tras la fumata blanca es interrumpida por el
gesto del nuevo Papa que no llega a asomarse a este balcón, preso de un ataque
de pánico. Una crisis depresiva le llevará a suspender el proceso y a ser
atendido por un psiquiatra agnóstico que encarna el mismo Moretti. La otra
escena crucial se produce al final del filme, cuando el Papa, tras un tiempo de
dolor y reflexión y de haber mantenido contactos con diversos ciudadanos,
vuelve al balcón de origen para aceptar finalmente la responsabilidad y cerrar
así el ritual y la película.
Llegado
este momento, y ante la sorpresa general, anuncia a los fieles que le siguen
esperando que renuncia porque no se siente con fuerzas suficientes para asumir
esta responsabilidad de guiar a la Iglesia en un momento crucial para la
humanidad. Luego abandona el balcón, el palacio, y deja a la comunidad vaticana
en pleno vacío y desconcierto. Por supuesto que todo ello resuena en un día
como hoy como una magnífica profecía lanzada desde el atrevimiento de la mejor
ficción realista.
El
filme de Moretti también desconcertó a muchos espectadores y críticos porque no
cargaba las tintas sobre las debilidades de la curia, sino que optaba por
mostrar a un Papa corroído por las dudas, ante las cuales los otros cardenales
intentaban encontrar alguna solución capaz de aliviar su dolor interior y
hacerle volver a la normalidad. Pero era evidente que pese a esta contención,
el filme mostraba una situación novedosa que no permitía la indiferencia ni la
aceptación acrítica. En su voluntad de humanizar el gesto del Papa, el filme
planteaba una estrategia típica de la mejor comedia dramática: proponer un
escenario improbable pero no totalmente imposible, con lo cual se permitía
diseccionar y hacer visible los hábitos ocultos de una comunidad como la
vaticana, con fama merecida de no contar nunca las pasiones que la atraviesan.
La
posición de Moretti no era la de Coppola. En su filme no se plantea que el
Vaticano fuera la cuna de la corrupción y el asesinato, sino un lugar donde se
puede producir la desazón humana hasta el punto de poner en crisis aquello que
parece indestructible: la voluntad de un individuo por encima del designio
superior al que se somete. El personaje de Piccoli actúa contra el principio
del deseo mimético: no es sólo que no quiera ser Papa, sino que no quiere tener
que adoptar la decisión de serlo. Su duda ya no es la que encarnó Anthony Quinn
en Las sandalias del pescador, de temer por no saber responder a la exigencia
de su misión. El rechazo de Piccoli es sobre la misma necesidad de decidir.
La
reacción de los medios vaticanos contra Habemus Papam fue moderada. Se alabó la
reconstrucción de los espacios y se expresó la perplejidad ante el epílogo de
la renuncia. No sabemos lo que debió sentir Benedicto XVI al ver el filme o al
saber de él. En cualquier caso cumple su misión adelantada: nos permite
comprender mejor la realidad de hoy, la exterior y la interior.
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