La
judicialización de la política/José Sarney, político y escritor, miembro de la Academia Brasileña de Letras, fue presidente de la República de Brasil (1985-1990).
"...Cristina Fernández, acaba de aprobar una polémica reforma de la judicatura, a la que la oposición acusa de acarrear una mengua de su independencia escasamente disfrazada. En Paraguay, el expresidente Lugo sufrió una moción de censura en 30 horas, convalidada por la judicatura, y en Venezuela, la Corte Suprema, sin ocultar su chavismo, ha declarado legales las dos tomas de posesión de Maduro..."
Traducción de Carlos Gumpert.
El
País, 16 de mayo de 2013;
La
historia de la humanidad atraviesa por una época en la que asistimos a uno de
los mayores cambios vividos por el ser humano. Se trata de algo tan profundo
que afecta a la propia estructura del pensamiento. Como nos cuenta Platón en
Fedro, cuando el dios Theuth presenta en Egipto la escritura al rey Thamus,
este le responde: “Este invento hará a los hombres más olvidadizos, puesto que,
al saber escribir, dejarán de cultivar la memoria, confiando solo en lo que
está escrito”. El cambio que tuvo lugar en aquel entonces con el descubrimiento
de la escritura está ocurriendo ahora con el paso de la sociedad industrial a
la de la comunicación mediante la tecnología digital.
Hace
tres décadas, cuando este proceso solo estaba comenzando, tuve un largo
intercambio de ideas con el gran escritor francés Alain Peyrefitte. La pregunta
que nos hacíamos era qué sucedería con la mente de los jóvenes que pasaban de
una sociedad oral y escrita a un mundo virtual, en que la realidad iba más allá
de la imaginación. No ya, como en el verso del genial poeta portugués Fernando
Pessoa, “lo que en mí siente está pensando”, sino lo que pienso ya existe.
En
la política, la consecuencia de una tecnología capaz de invadir la privacidad y
de desvelarlo todo, desde los grandes escándalos hasta los manejos menores y,
sobre todo, la permisividad ante los pecadillos que los políticos consideraban
inherentes a su actividad, es que estos han quedado al descubierto, revelándose
como imperdonables. La transparencia ha provocado que la corrupción, antes
considerada imposible de detectar a los ojos de la sociedad, quede
desenmascarada. De este modo, una vez desaparecido aquello de “por encima de
toda sospecha”, todos los políticos se sitúan al mismo nivel y la política se
convierte en una actividad abominada por la sociedad. El prestigio del
Parlamento y del Poder Ejecutivo se despeñan ladera abajo.
Otra
consecuencia es la progresiva judicialización de la política. La justicia ha
pasado a ser una tercera instancia del juego democrático, con el riesgo de que
ella misma se politice y se involucre en los conflictos y enfrentamientos
políticos.
La
confusión entre la conducta de algunos personajes políticos con la propia
actividad política en sí tal vez resulte en el fondo inevitable. En
Latinoamérica, este problema se entremezcla con el del subdesarrollo político.
La presidenta de Argentina, Cristina Fernández, acaba de aprobar una polémica
reforma de la judicatura, a la que la oposición acusa de acarrear una mengua de
su independencia escasamente disfrazada. En Paraguay, el expresidente Lugo
sufrió una moción de censura en 30 horas, convalidada por la judicatura, y en
Venezuela, la Corte Suprema, sin ocultar su chavismo, ha declarado legales las
dos tomas de posesión de Maduro. En Brasil, la judicatura, en una decisión
unilateral, ordenó suspender la tramitación de un proyecto de ley del
Parlamento relativa a una enmienda de la Constitución que otorgaba potestad al
poder legislativo para examinar sentencias. De este modo, la política y la
justicia están viviendo en todo el subcontinente un periodo de absoluto
desencuentro.
En
Europa, Berlusconi aparece como un superviviente de procesos judiciales gracias
a la habilidad procesual casi acrobática de sus abogados. Y el pueblo reacciona
con el dicho clásico: “Italia siempre mejora sin Gobierno”.
En
Francia, el expresidente Sarkozy se ha visto envuelto en el llamado caso
Bettencourt, acusado de financiación ilegal y hasta de aprovecharse de la
senilidad de la propietaria de L’Oréal, Liliane Bettencourt, para
extorsionarla. Su antiguo ministro de Hacienda y Trabajo, Eric Woerth, también
está imputado. Chirac fue condenado a dos años de prisión. En el caso del presidente
Hollande, su ministro de Hacienda, Jérôme Cahuzac, tras jurar que no tenía
cuentas bancarias en Suiza, fue obligado a dimitir al comprobarse que cuanto
afirmaba era mentira, lo que ha causado un notable perjuicio moral al Gobierno
socialista.
En
España destacan el increíble caso Bárcenas y el affaire Urdangarin, que afecta
a una institución que tan admirablemente ha funcionado en el Estado español.
Todos
estos asuntos podrían permanecer en el ámbito del Código Penal, pero,
difundidos masivamente en tiempo real gracias a los modernos medios de
comunicación, se transforman, pasan a formar parte de la política y sacuden la
propia democracia.
Ese
fenómeno de la judicialización de la política es un factor nuevo en el
funcionamiento de los poderes y va a desembocar en la politización de la
justicia, ya que los jueces se vuelven actores capaces de decidir el rumbo de
la política y pasan asimismo a ser objeto de sospechas de parcialidad, ya que
nadie es inmune al ambiente ni a las conclusiones que se forman en una sociedad
transparente.
También
en España tenemos un claro ejemplo que presagia esa politización de la
justicia, con el caso de Baltasar Garzón. Tanto en la querella presentada
contra el juez —acusado de haberse extralimitado en sus funciones con las
escuchas del caso Gürtel, relacionado con el Partido Popular, y al indagar en
los crímenes del franquismo— como en el inédito castigo de 11 años de
inhabilitación como magistrado con pérdida definitiva de su cargo, se siente la
mano de la política. Esta pena inédita provocó protestas internacionales y puso
a la justicia española bajo la sospecha de actuar bajo la influencia del
Gobierno.
En
los albores de la democracia representativa, los ingleses decían que, sin la
justicia, la democracia sería imposible, puesto que funcionaba como poder
moderador, asegurando el cumplimiento de las leyes. Ahora que puede convertirse
en una instancia más de la pugna política, ¿qué modelo va a imponerse? Es
necesario un nuevo Montesquieu.
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